lunes, 16 de mayo de 2011

Homenaje

Una vieja historieta que acabo de remasterizar. Vale que no tiene mucha gracia pero es lo mejor que tenía para homenajear al protagonista...

martes, 15 de febrero de 2011

Qué es un rey para ti (la película)


El discurso del rey es un drama histórico competente y entretenido que se ve con gusto por mucho que pretenda colarnos un bonito cuento de superación personal (a mitad de camino entre Rain Man y My Fair Lady) como una especie de precuela de la extraordinaria The Queen de Stephen Frears y Peter Morgan.
No obstante, las simpatías que en principio podría despertar la película de Tom Hooper (especialmente Geoffrey Rush y Helena Bonham-Carter) se van disipando a toda leche conforme se la ve arrasar con su muy británica flema en todas las galas de premios dejando en la cuneta a trabajos de muy superior categoría, y aquí alguno la empieza a mirar de mala manera como a la Una mente maravillosa de esta temporada.

El cine de época, y la ficción histórica en general, tienen de su parte un prejuicio cultural favorable: que, además de distraer, informan y educan, que son más que un entretenimiento porque, como dicen los Hermanos Pizarro, enseñan deleitando.
Como si el resto de ficciones pudieran escapar de ser (tanto o más que las históricas) reflexiones acerca de la realidad; como si los relatos basados en hechos reales no fueran, en el fondo, casi igual de imaginarios. Más todavía: de esa plaga de miniseries españolas de la que venimos disfrutando en los últimos años podría concluirse que la Historia reciente no es más que un conjunto de franquicias durmientes a la espera de ser explotadas gracias al reconocimiento de marca de ciertos nombres populares con morbo.

Quien quiera historia, que se imprima la wikipedia: El discurso del rey, como es su obligación, falsea los hechos como le viene en gana para llevar el relato al terreno de la fábula que pretende contar. Fábula construida sin mucha sutileza en torno a las vidas paralelas de dos hombres en principio tan opuestos como el futuro rey Jorge VI de Inglaterra (Colin Firth, tartamudo y acomplejado) y el dicharachero terapeuta del habla australiano que le salvará del público bochorno ante el micrófono (Rush).

He aquí a dos veteranos de guerra, devotos padres y esposos, ambos con problemas de dicción que obstaculizan su vocación (Lionel Logue no consigue papeles de rey shakespeariano en el teatro amateur inglés debido a su acento australiano mientras que el Duque de York no puede cumplir con sus obligaciones protocolarias como miembro de la familia real por culpa de su tartamudez) y ambos sin título para ejercer aquello que mejor saben hacer (Logue no es médico y el príncipe no es el heredero al trono) pese a que los dos superan en cualificación a los titulados oficiales. Tanta coincidencia que nada más natural que el monarca y su súbdito de ultramar terminen reconociéndose como almas gemelas y acaben amigos para siempre.

Sus diferencias, si acaso, se limitan a cómicos roces por asuntos de etiqueta y modales, las típicas de una especie de película Disney de imagen real donde todo el mundo es bueno salvo el cretino que abdica y el truculento Arzobispo de Canterbury de Derek Jacobi. Llegan las confesiones, aumenta la intimidad en el trato y aún así se nos escamotea un genuino e inevitable choque de culturas, de prejuicios, valores y puntos de vista en conflicto entre estos dos mutuos alienígenas, a falta del cual los personajes nunca terminan de saltar del papel, de definir su identidad y alcanzar sustancia plena. Podemos admitir quizá que se nos haya contado todo lo esencial de Lionel Logue pero no cabe duda de que nos hemos quedado sin saber que piensa de la vida y de su propio lugar en el mundo esta versión imaginaria del papá de la reina Isabel.
Aquí parece haber moraleja, una conclusión democrática de cajón, esa de que un ser humano vale más por aquello que es capaz de hacer que por el origen que tenga o los títulos que le adornen. Ciertamente Logue es un gran terapeuta que ayuda a pacientes a los que los médicos oficiales han dado por perdidos. Pero ¿Y el rey? ¿Qué hace exactamente el rey?

El hombre sufre mucho por su problema, sigue por la cuenta que le trae un tratamiento que le causa algo de bochorno, no se mete en política (ve a Hitler dando un discurso y sólo se fija en lo bien que se expresa el hombrecillo iracundo) y, sobre todo, huye como alma que lleva el diablo del ejemplo de su hermano Eduardo VIII, un llorón pronazi que descuida sus deberes y lo deja todo por una americana divorciada. Eso sí, Logue le llama “el hombre más valiente que he conocido”. Tendremos que confiar en su palabra.

Jorge V, el padre del tartamudo y del débil de carácter, comenta con disgusto que por culpa de los nuevos medios de masas la familia real se ha convertido en una troupe de actores, y esa parece la reflexión más profunda sobre la monarquía de la que es capaz la película. Ser rey es hacer el papel de rey (lo que quiera que esto signifique) y no tropezar con la lengua o con los muebles. Así, la gran escena legitimadora de Jorge VI, la lectura radiada a las puertas de la II Guerra Mundial de unas palabras escritas por otro a las que apenas presta atención, tan concentrado como está en superar las dificultades técnicas de su interpretación, termina representando un triunfo de la forma sobre el fondo solo comparable a una final de OT. Quien sabe, quizá El discurso del rey tenga más mala baba de lo que aparenta...

domingo, 6 de febrero de 2011

Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros



Esta es, tal cual, la carta que acabo de enviar a la Defensora del lector de El País:

Buenos días, acabo de leer su columna de hoy dedicada al lamentable asunto del twitter de Vigalondo. Como usuario de esta red social que vivió en directo el desarrollo del incidente, al tiempo que suscriptor desde hace años de El País, me sentí confuso e indignado con el comunicado del día 3 en el que su diario se desvinculaba del cineasta, en concreto con esa línea que dice  "el periódico considera inaceptables e incompatibles con su línea editorial los comentarios vertidos por el realizador". Es decir, dando a un chiste de humor negro categoría de artículo de opinión capaz de quebrantar la línea editorial y los principios del diario. De hecho, concediendo entre lineas que algo había de cierto en las interesadas acusaciones de antisemitismo (“cuando el río suena”, etc). 
El humor, y más el humor negro, se mueve en un terreno resbaladizo, que a unos les puede divertir y a otros ofender o escandalizar pero solo un estúpido o un malvado sería capaz de interpretar literalmente las palabras de Vigalondo, como por lo visto ha hecho El Mundo y el ínclito Jimenez Losantos, aprovechando el caso como munición en su particular guerra de medios. Tiene delito que ustedes mismos publicaran hace apenas unos días un reportaje sobre humor y corrección política ( "No pongan corsé al humor") en relación a la polémica de los Globos de Oro presentados por Ricky Gervais. Chistes sobre el Holocausto, Auschwitz, cámaras de gas, etc, se vienen haciendo desde hace décadas por parte de cómicos de todo el mundo, muchos de ellos judíos, sin la menor connotación antisemita. No hay insulto, perjuicio ni víctima en esta clase de chistes, ninguna connotación xenófoba ni nada que ver con “chistes sobre pederastia, violencia de género y otras lacras que han causado y causan un enorme sufrimiento”, como afirma usted. “El dolor marca la frontera”, añade. Efectivamente, el humor negro es una de las pocas formas en las que la mente humana puede tratar mínimamente de conservar la lucidez ante el horror inimaginable de aquellas atrocidades.

Hoy leo que su director ha declarado: “Hay límites que no se pueden traspasar, y en este caso, los chistes superaron claramente la línea roja. No tienen defensa posible. Constituyen un insulto a los judíos y a cualquier persona honesta. En el humor, habrá cuestiones en las que se pueda discutir dónde esta el límite, pero con las expresiones utilizadas en esta ocasión sobre el Holocausto, una tragedia que costó la vida a millones de personas, no se pueden mantener ambigüedades.
Esto, además de manifiestamente falso (existen miles y miles de chistes sobre esa misma materia, véase Woody Allen, Sacha Baron Cohen, South Park...), es un insulto a Vigalondo y a cualquier lector con un mínimo de comprensión lectora.

Hay una línea moral que EL PAÍS y sus lectores tienen muy clara y que se ha traspasado. Con el cese de la campaña hemos querido disolver cualquier duda que pudiera haber al respecto y ofrecer disculpas a quienes se hubieran sentido ofendidos", termina el señor Moreno. Pues bien, no sé a qué lectores espera complacer con su desafortunada respuesta pero a mí, sin ir más lejos, me ha ofendido gravemente. Me ofende que se envuelva en grandes palabras y principios morales; me ofende esa contundencia absoluta y rotunda que no viene a cuento en un asunto de naturaleza claramente opinable; me ofende que invoque líneas rojas morales para lo que no es sino una polémica en un vaso de agua, una decisión empresarial pura y dura, entregar la cabeza de uno de sus colaboradores para resolver un potencial problema de imagen hinchado y manipulado por sus competidores.

Quizá al director de El País, tan pendiente de la economía, la política y las noticias “de verdad”, todo esto le parezca una simple anécdota irrelevante, un asunto de frikis de internet y cuatro chalados de las redes sociales. Yo, por el contrario, pienso que la hipocresía es el peor delito que puede cometer un medio de comunicación progresista y por consiguiente desde este momento anulo mi suscripción.
Un saludo

viernes, 7 de enero de 2011

Año nuevo, dudas y arqueología


Feliz 2011, hipotéticos lectores desatendidos. En tanto que termino de decidir si le doy o no definitivamente carpetazo a este blog errático y lleno de baches, en recompensa por vuestra paciencia aquí os dejo la que fue mi felicitación navideña de 2005, una animación en flash plagada de errores de principiante pero que a mí al menos todavía me hace cierta gracia (ah, las locuras de juventud).
La felicitación de este año, en cambio, no pienso colgarla de momento. Los que tenían que verla ya la han visto (y si a alguno no le ha llegado, me la puede pedir a mí).


martes, 5 de octubre de 2010

Paul Conroy estuvo aquí


Todo lo que dicen de Buried es cierto: es la película más angustiosa que recuerdo haber visto en el cine, y suerte que tras los primeros diez minutos el director Rodrigo Cortés nos suelta un poco el cuello porque si no habría muertos en cada proyección. La historia del transportista norteamericano que sufre una emboscada en Irak y despierta en un ataud junto a un móvil y un mechero es un clásico instantáneo que funciona de maravilla como cuento de horror (en la mejor tradición de los enterrados vivos de Edgar Allan Poe), como película de microacción desarrollada íntegramente en el espacio más angosto del mundo, o como alegoría de toda clase de angustias e iniquidades que aprisionan al individuo contemporáneo. Gran trabajo de Ryan Reynolds, un actor no muy conocido que está a diez minutos de convertirse en superestrella como protagonista de Green Lantern. Eso sí, buen rollo, lo que se dice buen rollo, no da.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Qué chiquillas


Carmen Maura (Rosa) tiene miedo porque han entrado a robar en su casa. Para sentirse más segura, se compra un pistolón y los guionistas encargados de traerse al aquí y ahora esta serie americana de los 80, quizá por un mal entendido sentido de la fidelidad, pierden la ocasión de mostrarnos a la más tonta de Las chicas de oro recorriendo los bajos fondos en plan inspector Clouseau en busca de algún traficante de armas del mercado negro. Pues no, Rosa se hace con su pistola con la misma facilidad que si viviera en Miami y tuvieran su propia estantería en el super. Y todo así.

Si no van a molestarse en variar un poquito las historias, para quienes ya se las conozcan el único aliciente de este remake españolizado está en la categoría del reparto. Concha Velasco parece haber pillado bien el punto de payaso gruñón del personaje de Doroti (sic) y Carmen Maura sabe hacer gracia hasta cuando los chistes no están ahí para acompañarla. Alicia Hermida lo intenta a su manera pero palidece ante el recuerdo de Estelle Getty como Sofía, la vieja deslenguada original. El eslabón más débil es Lola Herrera como Blanca, que más que una gran dama de libido hiperactiva parece la presidenta de honor del mercadillo de Nuevo Futuro, agotada de haber estado todo el día tras el mostrador. La química entre las cuatro es floja todavía pero supongo que con el tiempo mejorará.

El estreno el pasado lunes fue un éxito de audiencia, acallando las dudas de tantos aguafiestas que no entendíamos qué pintaba semejante serie parasitaria en la parrilla de Televisión Española, si no era para dar empleo a estas buenas señoras y a la gente de la productora de Jose Luis Moreno. Pues está porque al público le gusta; sobre todo a los pensionistas.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Al ladrón


Septiembre, el mes purgatorio, aquel al que los profes mandaban a penar a los malos estudiantes hasta que la reforma de Bolonia lo sacó del calendario (o así). Los afortunados que aún disfrutamos de algo así como un trabajo nos frotamos los legañosos ojillos y tratamos de juntar los pedazos de la antigua normalidad pero (ay) resulta que ya no están todos los que son porque los tontos y los malvados no descansan ni en verano...

El último viernes de julio (precisamente el día en que cumplía 60 años) Diego A. Manrique anunciaba en directo que la dirección de Radio Nacional le había rescindido el contrato y que, tras dieciocho años en antena, aquel era, con toda probabilidad, su último Ambigú, el programa estandarte de Radio 3. A la puta calle con alevosía y agostidad, tal como lo definió Julia Otero cuando se lo hicieron a ella. Sin escándalo y sin ruido, que el verano es muy largo, los cuatro gatos que escuchan esa frecuencia están a otras historias y con un poco de suerte, a la vuelta de vacaciones, apenas recordarán el nombre del tipo aquel que estaba de lunes a viernes a las 13.00.

La culpa, claro, la tiene la crisis, ese permanente estado de excepción en el que vivimos en cuyo nombre todas las marranadas se vuelven de pronto posibles. Manrique llevaba dos años como director adjunto de la emisora y mano derecha de Lara López, reconstruyendo Radio 3 tras la devastación del ERE de RTVE que se llevó por delante a tantos de sus nombres más legendarios, haciendo de la necesidad virtud, usando los mimbres que tenían e incorporando a nuevos mitos del futuro como Ángel Carmona (Hoy empieza todo), Javier Gallego (Carne Cruda) o Los hermanos Pizarro (Melodías pizarras), esfuerzos recompensados con un notable ascenso de audiencia en los últimos EGM.

Pero hete aquí que Benigno Moreno, el nuevo director de Radio Nacional, decide hacer una purga de altos cargos para ahorrar y elimina la subdirección de Manrique, lo que incomprensiblemente termina con él de patitas en la calle.
El comunicado oficial de la cadena insinúa que el avariento Manrique exigía demasiada pasta para continuar como un simple locutor, haciendo imposible llegar a un acuerdo. Manrique afirma en cambio que le pusieron delante un contrato basura tipo becario, que le obligaba a renunciar a su antigüedad y a todos sus derechos adquiridos. Cual de las partes miente se verá en el juicio pero nadie que haya escuchado alguna vez El ambigú (la pasión que Manrique le pone a la música, el entusiasmo con el que comparte sus hallazgos con sus oyentes) puede creerse la versión de la empresa (que prefiere gastarse los dineros en radioteatros y en asegurarse locutores estrella tan paniaguados y melifluos como Juan Ramón Lucas).

Para ilustrar la mentalidad de servil peloteo y terror a sacar los pies del tiesto que en los últimos tiempos campa por los pasillos de RTVE Manrique cuenta que no hace mucho alguien de arriba le dio un toque, escandalizado por su crítica del último disco de Sabina: que cómo se le ocurria ponerlo a parir de esa manera siendo el artista de Úbeda el ex-yerno del Director General, el excmo Sr. Oliart. Manrique es un tipo ácido, deslenguado, insobornable, que sin duda ha pisado muchos callos a lo largo de su carrera y posiblemente más de uno se la tenía guardada. Es bueno saber que mientras la cosa pública se cae a pedazos, los inútiles, los mediocres y los adeptos al régimen encontrarán hasta el último momento refugio en ella en puestos ejecutivos, hasta que gracias a su dedicación no quede ya piedra sobre piedra.

Mientras tanto, las movilizaciones en contra de la tropelía no han hecho más que empezar (hoy sábado, por ejemplo, durante la Noche en Blanco madrileña), y en apoyo de Manrique han firmado una lista interminable de ciudadanos populares o anónimos entre los que aparecen titiriteros, periodistas y hasta algún político: Calamaro, Ariel Rot, Concha Buika, Eduardo Madina, Bumbury, Amaral, Fermín Muguruza, Fernando Trueba, Jorge Drexler, Jaume Sisa, Joaquín Sabina (con mala crítica y todo), Julián Hernández, Kiko Veneno, Aute, Marcos Ordóñez, Martirio, Mauro Entrialgo, Max, Nazario, Almodóvar, Rafa Cervera, Roque Baños, Santiago Auserón, Xoel López...

“Confío en que tanto escándalo servirá para frenarlos durante unos meses” ha dicho Manrique en una entrevista para rockola.fm. “Imagino que tendrán que meditar mucho sus siguientes decisiones: querían prescindir de la mayoría de los colaboradores, colocar más programas al gusto de Benigno Moreno, quizás cesar a Lara López. Pero han descubierto que R3 es un hueso duro de roer y andan desconcertados. Aunque La Crisis es un manto oportuno, que puede encubrir muchas iniquidades.”

Si no para otra cosa, las protestas servirán para que el último de esos gestores idiotas y prepotentes, ese cretino decidido a empezar demostrando quién es el que manda, el tal Moreno, sepa que los damnificados nos hemos quedado con su nombre y con su cara. La del gilipollas que se cargó el mejor programa musical de la radio española, una isla de sentido en medio del caos. Que alguien le detenga y le saque para quien trabaja porque para nosotros, los que le pagamos un sueldo de nuestros impuestos, está claro que no.

miércoles, 4 de agosto de 2010

8. Don't Tell Me What I Can or Can't Do


LOST es una máquina narrativa llena de túneles y enlaces que la desbordan y remiten al espectador a innumerables mundos posibles e infinitas historias... Incluida, tal vez, la suya propia.

Supongamos que Jacob, el guardián de la Isla, el taciturno demiurgo que ha dado inicio a la aventura convocando a los personajes con sus extraños poderes sobre el destino, el espacio y el tiempo, pero que en el fondo no es más que un simple mortal imperfecto, fuera en cierto modo el trasunto ficticio de Jeffrey Jacob Abrams, creador de la serie.

Supongamos que su diabólico hermano el Hombre de Negro (del que nunca conocemos su nombre), loco por escapar de una Isla en la que ha vivido atrapado toda su existencia, el enemigo en la sombra de nuestros protagonistas desde el primer día, ese embustero y asesino hecho de humo que para materializarse en la acción requiere de cuerpos y voces ajenos, en suma, el Monstruo, fuera otro nombre para la Trama y por extensión para Damon Lindelof, el otro creador de LOST.

Que la serie fuera la Isla y sus dioses fueran por tanto los dos autores originales repartiéndose en plan de broma los papeles de poli malo y poli peor frente a sus personajes según su distinto grado de intervención en la acción:

Jacob como el creador distante, un legislador retraído y supuestamente bienintencionado que impone reglas, límites y objetivos pero se desentiende de los meros detalles, extrañamente indiferente a los ruegos, sacrificios o muertes de sus criaturas.
El Monstruo como el ejecutor de la trama, un ser despiadado y medio loco obligado a mancharse las manos de sangre con nocturnidad y alevosía, siempre maquinando para burlar las reglas que le impiden matar al guardián del relato o a cualquiera de sus posibles sustitutos (los personajes elegidos), tratando siempre de confundirlos y arrastrarlos a su perdición (pues si acaba con todos termina la historia y queda libre), lanzando sobre ellos toda clase de amenazas y peligros, moviendo en su contra a sus propios peones a losque recluta con promesas y engaños, creando en definitiva todas esas maquiavélicas estrategias de ocultamiento y manipulación de las expectativas que sustentan la inmensa mayoría de los misterios de LOST.


Que hubieran incluido en la serie muchas otras bromas privadas sobre el mundo de la televisión, transformando por ejemplo la obsesión por cifras de audiencia en unos omnipresentes números que lo mismo son la combinación ganadora de la lotería que le arruinan a uno la vida con su mal fario (aquello que gritaba Hugo, The numbers are bad!, los números son chungos); que las estrategias de contraprogramación con sus continuos cambios de día y hora hubieran inspirado la loca idea de mover la isla para salvarla de sus enemigos (tampoco es tan descabellado, existen abundantes leyendas acerca de islas semovientes).

En cualquier caso los personajes, al contrario que en una obra de Pirandello o Paul Auster, ignorarían en todo momento su condición de criaturas de ficción. Para ellos el destino del que tanto hablaba Locke (que no es otro que el que les depara el argumento) es una incomprensible fuerza sobrenatural que les zarandea a su antojo y no les ha traído más que desgracias. Por eso, cuando tras mil vicisitudes terminan por encontrarse cara a cara con los artífices de ese destino, Ben Linus (tal como había previsto el monstruo: demasiado rencor y resentimiento acumulados como para no sublevarse en presencia del silencio de Dios) acabará acuchillando a Jacob, repitiendo sin darse cuenta el asesinato del padre que ya había cometido una vez.

Porque si los dioses de LOST son malos, tampoco son mucho mejores los padres biológicos: negligentes, borrachos, maltratadores, criminales y hasta asesinos, pocos hay que sean trigo limpio. Sus hijos mantienen con ellos relaciones llenas de amargura, enfrentamiento y reproches que les marcan la vida y se acaban confundiendo con la que les unen al autor y los malos tratos que el creador les depara.

Jin Kwon
, más que llevarse mal, se avergüenza de su padre, el humilde pescador al que tanto se parece en el fondo. Él tiene ambiciones, pretende labrarse un porvenir y casarse con su amada Sun, hija de un turbio hombre de negocios quien, para acceder a tan desigual matrimonio, le obliga a trabajar para él como sicario, transformándolo en un personaje distinto del que Sun se enamoró, sacándolo de un romance para meterlo en un relato de gangsters (y sin Jin a su lado la propia Sun rápidamente comienza a avanzar por el mismo camino). Desde el principio el narrador de su historia conspira una y otra vez para separarlos hasta que, a apenas tres episodios del final, la pareja se planta y se niega a seguir el juego. Su historia acabará allí, en sus propios términos, tal como ellos decidan, y ningún monstruo los volverá a separar nunca más (y Kate, que también mató ya a un padre una vez, declara sombríamente su voluntad de matar al monstruo por ese crimen).

John Locke tiene un padre atroz, un asesino y estafador que le arruinó varias veces la vida: abandonó a su madre tras dejarla embarazada (ella lo entregó a un hospicio), le engañó para que le donara un riñón, trató de matarlo y lo dejó paralítico... Pero la propia obsesión de Locke por ese miserable sólo empeora las cosas. Podría haber escapado de su sombra, haber construido una vida propia junto a la mujer a la que amaba pero no fue capaz de olvidarse de él, se empeñó en perseguirlo para exigirle una explicación, para saber por qué le maltrataba, por qué no le quería.
Amargado con un cruel destino plagado de engaños y desilusiones que lo mejor que parece depararle es una existencia de muñeco roto guardado en una caja, Locke sueña con una vida más plena llena de propósito y significado en la que él no sea una eterna víctima sino un gran cazador en comunión con la tierra y los secretos del universo. La Isla le concederá su deseo convirtiéndole en el personaje que siempre quiso ser, el protagonista de un argumento hecho a la medida de sus más íntimas fantasías, la pieza central de un juego del que por fin cree conocer las reglas. Pero tampoco esa trama se desarrollará como él esperaba y su último destino será todavía más cruel e injusto que todo lo precedió. Sólo en el Limbo comprenderá Locke por fin cual era su papel en el gran argumento; no el que él imaginaba pero una parte esencial de la obra.

Quizá la escena más surreal y turbadora de toda la serie es precisamente esa en la que Locke es literalmente incapaz de matar a su padre tal como le reclaman y tiene que ser Sawyer, otra de sus víctimas (hijo simbólico del mismo autor) quien acabe con él. Anthony Cooper es un tipo tan monstruoso y detestable que en el momento de su muerte se convierte prácticamente en un ser alegórico pero el resto del tiempo los padres de LOST son personajes al mismo nivel que cualquier otro; no hay más que ver a Michael, Claire o Kate (que pierde su condición de aspirante a guardián de la Isla cuando ella misma se convierte en madre y tiene una criatura propia de la que cuidar).

En el complejo equilibrio entre control y creación, autoridad y libertad, el problema es el padre simbólico, ese autor a veces desconocido que ha construido para ellos un personaje que están obligados a interpretar dentro de una obra creada por otros, atados a un pasado que les ha venido escrito, que les lleva a tropezar una y otra vez en los mismos errores sin aprender ni crecer y que les nubla la posibilidad de imaginar un futuro por y para sí mismos. Con esa clase de autor tiránico lo mejor que se puede hacer es freírlo a tiros, estrangularlo o clavarle un puñal, enterrarlo y comenzar a crearse uno mismo su propio destino. Justo lo que Jack Shephard nunca consigue hacer.

A Jack, ya de niño, su padre el gran doctor le advierte de que no trate de de imitarlo, que es demasiado blando, que no tiene carácter para tomar decisiones sobre la vida y la muerte, que a veces no es posible salvarlos a todos. Más terco que una mula, Jack se empeña en demostrar lo contrario y se convierte en un cirujano milagroso especialista en enmendar al destino salvando casos perdidos, y también en el crítico más severo de su padre, al que no perdona que sea falible y humano después de todo y a quien prácticamente acaba empujando a la muerte (algo que Jack, a su vez, no se perdonará a sí mismo mientras viva).

Jack es un espectador escéptico de su propia historia que discute con el narrador a cada paso, que cree saber más que él (en ocasiones con razón), un personaje con ideas propias que se resiste lo mismo que Hamlet a seguir el curso de la acción que le marca un autor espectral, que se niega a aceptar ninguna baja, a sacrificar un solo peón en la partida en la que él y sus compañeros de relato ejercen de fichas, el protagonista designado de un relato que trata de tomar una y otra vez el control para sabotearlo (por ejemplo, saliendo de la Isla antes de tiempo). Pero Jack, más allá de su espíritu de resistencia, como aprendiz de autor es un desastre, carece de imaginación y sangre fría para asumir las consecuencias de sus acciones. Obsesionado con los fantasmas de su pasado, se muestra incapaz de seguir adelante con su vida, de inventar un futuro para sí mismo y en su lugar sigue soñando con arreglar lo hecho y desescribir lo escrito.
Cuando finalmente el hijo pródigo se rinda al destino para que haga con él lo que quiera, será entonces el narrador en retirada (ya poco más que un puñado de cenizas) quien se niegue a darle pauta alguna. Jacob simplemente quiere voluntarios, ceder el poder a alguno de los supervivientes para que ocupe su puesto como protector de la Isla. Terrorífica responsabilidad que sólo Jack se muestra deseoso de aceptar, sintiendo que aquel es, efectivamente, el destino que siempre había ambicionado, por fin al mando de su propia historia para continuarla a su manera, ¿Qué más da si el relato está ya muy avanzado? Al fin y al cabo, todos somos hijos de nuestros padres, ninguna historia empieza de cero sino cada una nace de otra y es heredera de una tradición que se remonta al origen de los tiempos.

Y Jack, que nunca fue hombre de perder el tiempo, apenas tarda un episodio en encontrarle una conclusión a su gusto. Un final mitad Indiana Jones, mitad Casablanca, del que milagrosamente todo el mundo sale vivo (incluso Frank Lapidus, el piloto que los sacará a todos volando de allí, sorprendentemente rescatado en mitad del océano cuando pocos daban un duro por él). Todos viven excepto el propio Jack (en el papel que siempre había soñado para sí mismo, el noble héroe que se sacrifica por sus amigos y muere feliz sabiendo que, aún costando dios y ayuda, ha logrado salvarlos a todos) y el maldito monstruo (atrapado en el frágil cuerpo de carne y hueso que aparentaba poseer cuando la luz mágica se apaga), otro nombre para esa larga y oscura cadena de secretos y mentiras que ha sido mayormente la trama de LOST, despatarrado al fondo de un barranco como una chocolatina cayendo de una máquina de vending.

El blanco y el negro, la luz y la oscuridad. Desde el primer episodio de la serie ha estado presente esa dicotomía, fichas en un tablero sugiriendo un enfrentamiento maniqueo entre el bien y el mal que en último término no era exactamente tal.
El Hombre de negro fue, en su momento, una víctima, y su furia nace de una verdadera injusticia, pero sus acciones posteriores hacen difícil no verlo como el mal encarnado. Más concretamente, la Mentira, la voz que oscurece el corazón y las mentes de los desgraciados que le dejan hablar a quienes corrompe, engaña y empuja a la ruina. Sondea sus más íntimos secretos, descubre sus mayores deseos y debilidades y después les cuenta historias sobre sí mismos y sobre otros. Vuelve a Claire una loca homicida explotando su soledad y el dolor por su hijo perdido. Destruye el espíritu de Sayid sin otra magia ni conjuro que sus palabras, convenciéndole de que no es ni podrá ser otra cosa que un asesino, prometiéndole recompensas ilusorias, devolverle a los muertos, haciendo de él un perfecto esbirro para ejecutar sus designios. Y quien sabe que le prometió a los compañeros y al marido de Danielle Rousseau: el Hombre de negro, con su poder de suplantar a la voz del padre/autor, de confundir a los seres humanos para asignarles el papel que a él le convenga, es la única plaga que ha habido jamás en la Isla.

Si la luz que custodia Jacob, trasunto del autor, ha de ser lo opuesto a esa oscuridad terrible, entonces debe de ser todo lo contrario: la auténtica chispa divina, el poder de ver lo que no está ahí, la capacidad de inventar y crear, la luz que se encuentra en el interior de cada individuo, la imaginación, la esperanza, las infinitas posibilidades que la mente humana puede concebir.
Porque el humo nace de la luz, del poder de la imaginación contaminada por las peores pasiones de la materia (la rabia, el miedo, la frustración, el dolor, la envidia) surge su reverso tenebroso, los delirios, las pesadillas y falsas certezas que sojuzgan y desesperan a los mortales, nublando su visión del mundo y lanzándolos a la destrucción de los demás y de sí mismos.

Y si ocurriera lo imposible y este criminal de negro cuyas maquinaciones amenizan los argumentos de esa Isla imaginaria escapara alguna vez hacia tierra firme, se apoderaría del mundo un sinsentido de voces y fantasmas aún mayor del que ya existe, un mar impenetrable de oscuridad, miedo y cinismo, destrucción y violencia que dejaría pequeña a la famosa maldición china: “ojalá que vivas tiempos interesantes”. Quizá ya ha ocurrido y no nos hemos enterado.

Esas fuerzas de la luz y la oscuridad, personificadas o no, escindidas o no en dos mitades, se han enfrentado desde el comienzo de los tiempos en la Isla (una historia que se solapa y confunde con la historia del mundo) y dentro de cada personaje al que hemos venido siguiendo. Tratando valientemente de salir de la selva oscura que les rodea susurrando “esto es todo lo que hay”, esforzándose por entender e imaginar, por descubrir los engaños, por trazar entre todos el mapa que les saque del laberinto de espejismos por el que marchan en círculos hasta la orilla luminosa del océano de las posibilidades donde soltarse de sus hilos invisibles y reclamar el dominio de su propia existencia.

Lo decía J.J. Abrams en su charla sobre el misterio: al final, en todas las historias que importan, la última caja guarda dentro el alma de los personajes; y dentro de ella, un lienzo en blanco donde nos vemos proyectados a nosotros mismos.

Pero la historia de la Isla no acaba nunca; tras Jack I da comienzo la era del enorme Hugo Reyes, nuevo protector de todos los mundos posibles, de todas las ficciones, ideas y fantasías creadas o por crear que se cruzan y bullen en el magma luminoso de su núcleo, la riqueza más grande con la que pudiera soñar un ser humano. Hugo es un gran tipo que implantará un estilo mejor, mucho más llano e incruento (aunque en caso de necesitar inventar nuevas tramas, siempre podrá contar con el mayor mentiroso vivo del mundo, Ben Linus). A su cargo quedan todas las historias concluidas, los misterios no resueltos, las tramas abiertas y las innumerables historias que quedan por contar, tanto dentro como fuera de la Isla. A partir de ahora, los Reyes somos nosotros.

Mientras tanto, ¿a dónde van a parar los personajes de un cuanto que ya ha sido contado? Quizá sigan soñando confusamente con sus vidas entre las páginas del libro, a la espera del día, siglo, o milenio (porque el tiempo no significa nada para un libro cerrado) en que alguien les despierte de nuevo para revivirlas.
Y luego, cuando la historia se haya vuelto a contar una vez más, ellos y sus compañeros de aventuras, reunidos para el último viaje, entrarán de nuevo todos juntos en la luz, en ese lugar único donde los personajes de ficción alcanzan la inmortalidad: viviendo para siempre en nuestra imaginación.


Parte 8 de 8
Texto completo en pdf, aquí:

Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened, 5. The Man Behind The Curtain , 6. See you in another life, brother , 7. Make Your Own Kind of Music

martes, 3 de agosto de 2010

7. Make Your Own Kind of Music


Guste más o menos, irrite o conmueva, allá cada cual con su organismo, pero lo que no se puede decir en serio del final de LOST es que no encaje, que sea una especie de cuerpo extraño adherido al resto de la serie, un tapón improvisado para cerrar de cualquier manera la hemorragia de la trama. En realidad, contemplando ahora en perspectiva la estructura entera de la serie tal como se ha ido desarrollando, una simple coherencia requería, si no este mismo final, uno muy parecido.

Coherencia, sí. La intimidante complejidad de LOST, sus cientos de personajes, los incontables hilos que se cruzan e interactúan, sus extraños quiebros argumentales y de ritmo, dotan al conjunto una apariencia de caos y desmadre, pero que haya quien no distinga en ella orden ni concierto no quiere decir que no exista o que sus responsables no hayan seguido criterio alguno para darle forma.

La estructura de la serie, más que un esquema rígido planificado al milímetro, parece seguir un modelo fluido y flexible con margen para variaciones, ocurrencias y momentos de inspiración siempre con un ojo puesto en la integridad general. Cualquiera que la haya seguido lo suficiente habrá notado el uso frecuente de repeticiones, variaciones, oposiciones, motivos recurrentes y frases que vuelven una y otra vez. Son recursos retóricos para dotar de cohesión un relato complejo pero también, y quizá antes que eso, técnicas de construcción musical.

La estructura de LOST (al menos para este completo ignorante que todo lo que sabe acerca del tema lo ha sacado de la wikipedia y similares) recuerda poderosamente a la más común de las formas de la música clásica, la forma sonata, empleada en sinfonías, conciertos, sonatas y cuartetos de cuerda desde finales del siglo XVIII. El parecido no tendría nada de extraño porque esta estructura musical funciona ya de por sí como una especie de relato sonoro que introduce la retórica en la música, dramatizándola al estilo de la acción trágica aristotélica y su división en inicio, nudo y desenlace. Pero la forma sonata contiene sus propios elementos específicos dentro de los cuales se puede jugar a encajar, por analogía, la trama completa de LOST y sus aparentemente caprichosos cambios de tono y ritmo:

-Exposición: donde se presenta el material dramático principal, generalmente dos grupos de temas en estilos contrastados y tonalidades distintas enlazados por una transición.
Podrían ser, a grosso modo, los temas de la Isla (grupo A) y los de los personajes (grupo B) unidos por una transición a la que llamaremos flashback. Esta fase podría concluir al final de la segunda temporada, cuando Desmond detona el mecanismo de seguridad de la Estación Cisne para salvar al mundo y la tremenda perturbación electromagnética subsiguiente es detectada en el Polo Norte por el equipo de rastreo de Penelope Widmore: la Isla ha sido encontrada y se incorporan al drama nuevos e imprevisibles elementos externos.

-Desarrollo: donde se trabajan todos los materiales de la obra de manera más libre, explorando sus posibilidades sin un orden preestablecido, con un efecto mucho más caótico de cambio y conflicto, hasta acabar regresando a los temas de la exposición.
Correspondería al bloque central de la serie, tercera, cuarta y quinta temporadas, incluyendo: Introducción formal de los Otros. Llegada de los mercenarios de Charles Widmore. Fuga de la Isla. Transiciones que cambian de flashbacks a flashforwards. Desesperación de los huidos en el exterior (la versión más oscura de los temas de los personajes). Retorno a la Isla. Saltos en el tiempo atrás y adelante. Vuelta a la situación de partida.

-Recapitulación: repetición alterada de la exposición pero con ambos grupos de temas ahora en el mismo tono del primero. Termina con un pasaje que recuerda a la conclusión de la primera parte y que parece un final en sí mismo. Déjà vu, sentimientos de nostalgia, persistentes ecos del comienzo de la serie; los temas de los personajes se presentan ahora como una presunta realidad paralela que puede confluir en cualquier momento con la de la Isla a través de las acciones de Desmond,
aparentemente capaz de moverse entre ellas. En la cueva de la luz, justo antes de que dé comienzo el gran desenlace, el propio falso Locke se toma el trabajo de señalar irónicamente la simetría con el final de la segunda temporada: “¿No te recuerda esto a algo, Jack? Desmond descolgándose por un agujero en el suelo... Si hubiera un botón ahí abajo podríamos pelearnos sobre si pulsarlo o no. Como en los viejos tiempos”).


-Coda: Sección final, a veces no esencial, que no es parte del argumento de la obra pero que la lleva a su conclusión. Se hace necesaria tras un pasaje especialmente difícil o intenso, con el fin de reencauzar todo ese impulso, mirar hacia atrás al conjunto y crear una sensación final de equilibrio. Los últimos diez minutos de LOST serían precisamente esa coda que devuelve el equilibrio a la composición y permite cerrar la historia alcanzando cierto grado de serenidad.

Un torrente de emociones tan impúdico como el que plantean esos momentos finales, si no se percibe como una progresión natural del relato, corre el riesgo de verse rechazado como un burdo intento de manipulación sentimental. Quizá el camino más rápido para descubrir esa coherencia (pero sólo si se ha experimentado la serie completa y no unos cuantos episodios al azar) es a través del oído, a un nivel visceral o puramente formal, sin aguardar a entender o racionalizar nada, simplemente distinguiendo la lógica de la melodía y la armonía entre las partes, el sentido estético de una obra que, jugando con nuestras expectativas hasta el último instante, se ha acabado revelando mucho más íntima y conmovedora que épica o cerebral.

Parte 7 de 8
Texto completo en pdf, aquí:

Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened, 5. The Man Behind The Curtain , 6. See you in another life, brother

lunes, 2 de agosto de 2010

6. See you in another life, brother


Y al final, en el rincón más sagrado había polvo de hadas y ruinas de cartón piedra. Se acaba la aventura y el espectador se queda con las ganas de saber qué era exactamente ese gran poder de la Isla por el que la gente moría y mataba, capaz de hacer que un individuo consagrara una existencia de siglos a preservarlo (pues su destrucción podría provocar poco más o menos el fin del mundo) y que al final se ha despachado con un montón de metáforas y poesía y un efecto especial representando alguna clase genérica de energía.

En realidad LOST ha hecho algo mejor que explicarlo: ha reservado una demostración práctica para los diez últimos minutos de la serie, a partir del momento que Jack Shephard comprende finalmente donde está y qué es esa misteriosa existencia alternativa en la que parecía estar viviendo.

Fue una de las pocas cosas que la Madre le dijo a Jacob, parte de esa luz habita en el corazón de cada ser humano, y ahí aparece ahora, ante nuestros ojos: el corazón de la Isla contiene el secreto de la vida después de la muerte, el secreto de la inmortalidad. El único misterio que no hay manera de desbancar con otro mayor, no hay ninguno más íntimamente incomprensible para un ser humano, crea o no crea en algo, que la idea de pasar en un instante de la existencia a la nada; imposible no emocionarse con un sueño de trascendencia que llevamos grabado en los genes y sobre el que se fundan todas las mitologías y religiones.

Demasiado obvio, manipulador y sensiblero, denuncian otros. Una cosa es llenar la selva de fantasmas o resucitar a los muertos y otra abrazarse con ellos en el otro lado con música de Michael Giacchino. Lo disfracen como lo disfracen, por mucho que la escena incluya iconos de todas las religiones, incluso si esa otra vida es un regalo especial de la Isla para sus salvadores, el resultado de la detonación de la bomba o cualquiera de las muchas teorías que circulan para explicarlo, el reencuentro de todos los personajes es una pura fantasía consoladora de la peor calaña y su inoportuno misticismo new age deja un mal sabor de boca a los fans más racionalistas radicales de la serie.

Veámoslo desde otro punto de vista: para quienes querían una respuesta definitiva, un final que lo dejara todo atado y bien atado, imposible imaginar otro más concluyente que éste.

La historia de la Isla realmente nunca termina, es como la Historia con mayúsculas, inabarcable, una sucesión infinita de acontecimientos entre los que es imposible discriminar o tomar distancia para extraer un sentido global. Son tan sólo las historias individuales las que concluyen, el viaje personal de cada ser humano, su propio conjunto de experiencias únicas, sus respuestas parciales al significado de la existencia, esa percepción subjetiva única e irrepetible del universo que se desvanece con la muerte.

Pero quizá en el mundo de LOST, en lugar de perderse, pasa a formar parte de un inconsciente colectivo junto con la de todos aquellos sin los que uno mismo no podría concebir su propio relato, todos juntos soñando un eco de sus vidas pasadas, arrastrando la inercia de viejas alegrías y antiguas heridas y de tantas historias como quedaron sin concluir, cada uno imaginando para sí mismo lo que hubiera podido ser y no fue.

Cuando el durmiente despierta, su historia entera pasa ante sus ojos y por un momento es uno de nosotros, un sorprendido espectador de su propia vida, ahora ya un relato con principio y final, sus luces y sus sombras que al contarse entero cobra quizá por primera vez sentido y coherencia, dándole ocasión de hacer balance y cerrar el libro. En la serie que era la puerta de un millón de historias, qué menos que dar ocasión a sus protagonistas de conocer la suya propia.

Algunos ya habían comenzado a hacer ese balance, rectificando en sueños alguno de sus peores errores. Ben Linus desiste de su pequeño golpe de estado escolar para no perder otra vez a su hija Alex. Sun y Jin ya ni siquiera están casados sino que ahora son una pareja de amantes furtivos unidos contra el mundo.


Y John Locke, de regreso del aeropuerto, se empeña en bajar por sí mismo de la camioneta con su silla de ruedas pero se cae al jardín, saltan los aspersores y comienzan a regarle. El viejo Locke se habría desesperado y maldecido, otro pequeño instante patético de una existencia empeñada en no darle tregua. En vez de eso, tirado y chorreando sobre la hierba, capta de pronto el lado ridículo de la escena. Y se ríe.
Imposible, debía tratarse de otra persona, un Locke de una realidad paralela con alguna diferencia esencial de mecanismo, alguien que hubiera llevado una vida distinta y más feliz. Pero por supuesto que era él, algo después (¿cuanto? Nos dicen que no existe el tiempo en el limbo), comenzando a cicatrizar heridas, a aceptar su historia y su propio papel en ella.

Los relatos de náufragos suelen acabar con la llegada del rescate pero este epílogo no hay más isla que la que cada uno de los personajes representa (la otra, hundida por si acaso en el fondo del mar, no tiene papel aquí: esto es sólo para ellos). El final lógico para una historia sobre un grupo de personajes perdidos en el caos de sus propias vidas, incapaces de fijar su propio rumbo, aferrados a sus fantasmas y fantasías ilusorias, también es ser rescatados. Todos necesitan un empujón para despertar, la ayuda de algún otro para salir de su propio pozo de oscuridad, para descubrirse a sí mismos, para comprender quienes son y dónde están. El infierno no sólo no son los otros sino que son, quizá, el único cielo posible.

¿Sentimental? Sí, claro. Creo que no he llorado tanto desde que tenía seis años.

Parte 6 de 8
Texto completo en pdf, aquí:

Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened, 5. The Man Behind The Curtain

domingo, 1 de agosto de 2010

5. The Man Behind The Curtain


Tanto esfuerzo y energía malgastados para acabar en el punto de partida. Los supervivientes se palpan la ropa, miran en torno y lo encuentran todo más o menos donde solía. La bomba, en lugar de cambiar la historia, parece haberles devuelto a su propio tiempo. Locke sigue muerto y pronto también enterrado para desconcierto de una audiencia que hasta el último momento ha seguido esperando que la Isla le concediera al viejo cazador una revancha. No.

Todo es lo mismo pero ya nada es igual. Tras tanto recorrerla de arriba a abajo, ahora la Isla, más que asombro o terror, despierta una sensación de déjà vu o incluso de nostalgia por los buenos viejos tiempos (Hugo se lo comenta a Jack, otra vez aquí de excursión por la selva, como solíamos hacer). Cierto que aún queda un resto de magia en el aire (los fantasmas, el faro, ese extraño niño que aparece de cuando en cuando) pero es como si el asesinato del guardián y el desenmascaramiento del monstruo, su enemigo jurado (alias el humo asesino, la criatura detrás de casi todas las apariciones sobrenaturales que venían atormentado a los protagonistas y ahora el suplantador de John Locke) hubiera deshecho algún encantamiento que pesara sobre el lugar, disipando el clima de misterio y girando la trama hacia un tradicional choque entre el bien y el mal cada vez menos ambiguo.

Precisamente el gran Jacob, el misterioso dueño de los destinos de todos, aquel a quien los Otros sirven y reverencian como al Ser Supremo (y que sólo una vez que se deja matar tiene la decencia de dar la cara, cuando apenas es ya un eco a un paso de desvanecerse para siempre), ha sido probablemente el mayor fiasco de todos. Sus fieles devotos, abandonados a su suerte sin previo aviso, se descubren de pronto desamparados ante la furia homicida de su adversario. Ya apenas un puñado de extras aterrorizados que corren entre los muros de su Templo como pollos sin cabeza, comandados por un par de cretinos arrogantes e ineptos que resultan estar equivocados en todo lo que dicen o afirman, se hace difícil no sospechar que, pese a todas sus bravatas de iluminados, los Otros siempre fueron una secta bastante dejada a su libre albedrío, llena de supercherías y dogmas de su propia cosecha, tan al tanto de los últimos secretos del lugar como los científicos de Dharma a los que masacraron. Hasta Richard Alpert, el silencioso inmortal, el único al que el pseudo dios admitía en su presencia, después de siglos de obedecerle a ciegas sufre una crisis histérica y se intenta quitar la vida al ver derrumbarse todas sus creencias, su fe en Jacob y en un supuesto plan que (ahora lo comprende) nunca existió realmente.

Jacob es tan sólo el último y más notorio de una larga serie de visionarios, líderes y sujetos carismáticos que LOST ha hecho pasar a escena irradiando sabiduría y un íntimo conocimiento de los secretos de la trama, para acabar derribándolos con estrépito del pedestal como farsantes o ilusos, a menudo entre lágrimas y pataleos. El síndrome del Mago de Oz: fe ciega, infantil, irracional, sin otra base que la mera apariencia o el puro deseo de creer. Así es como llegamos a creer en John Locke (el gurú original, con su conexión especial con la Isla), en Benjamin Linus (el jefe de los Otros, siempre cultivando un aire de maligna omnisciencia), en Daniel Faraday (el científico que lo explicaría todo), en Richard Alpert (la mano derecha de Jacob), hasta en el pobre Desmond Hume, tan seguro de la verdad, tan despreocupado del aquí y ahora tras malinterpretar (como nosotros) su visión de ese otro mundo mejor donde todo el mundo era feliz. Y ese mismo escepticismo de LOST hacia cualquier variante de idolatría es el que expresaba John Lennon (quien quizá no por casualidad comparte nombre con el hippy de las gafitas del Templo) en su canción God:

God is a concept, 
By which we can measure, 
Our pain, 
I don’t believe in magic, 
I don’t believe in I-ching, 
I don’t believe in bible, 
I don’t believe in tarot, 
I don’t believe in Hitler, 
I don’t believe in Jesus, 
I don’t believe in Kennedy, 
I don’t believe in Buddha,
I don’t believe in mantra, 
I don’t believe in Gita, 
I don’t believe in yoga, 
I don’t believe in kings, 
I don’t believe in Elvis, 
I don’t believe in Zimmerman, 
I don’t believe in Beatles, 
I just believe in me, 
Yoko and me, 
And that’s reality. 
The dream is over

Al final Jacob tampoco tiene todas las respuestas; no es más que un simple ser humano, un oscuro manipulador frío y distante convertido en Guardián de la Isla a falta de mejor candidato, el cargo del que emanan todos su poderes y que tuvo que aprender a ejercer por su cuenta porque la terrible mujer a la que sucedió (mentirosa, violenta y medio loca, alguien que mezclaba alegremente hechos y superstición, con toda seguridad tan sólo una más en una larga cadena de guardianes que se pierde en la noche de los tiempos) nunca quiso explicarle demasiado: “Cada respuesta sólo conduciría a otra pregunta”.

Un obvio guiño de los responsables de LOST a ese sector de la audiencia que aguarda todavía, desafiando todo el propósito de la serie, a que los poderosos dioses de la pantalla del televisor se asomen a entregarles una lista de soluciones que lo deje todo atado y bien atado, que despeje cualquier duda y les libre de la tentación de tener que pensar o emplear su imaginación.

Si antes hablábamos de que la historia de LOST se puede representar como un viaje circular alrededor de la Isla, cabe citar aquí a Benoît Mandelbrot, padre de la geometría fractal, que en un artículo de 1967 (How Long is the Coast of Britain? Statistical Self-Similarity and Fractional Dimension) describe la paradoja de la línea de costa: se ha demostrado en la práctica que la longitud de un tramo de costa aumenta cuanto más precisa es la unidad de medida que se utiliza para calcularla. El motivo es obvio: cuando más detalle se intenta obtener, más recovecos y entradas del terreno hay que entrar a medir y más accidentes menores hay que sumar al total que de otra forma quedarían ignorados por el redondeo. Es decir, que cuanto más pequeña y próxima a cero sea la unidad de medida (cuanto más precisión y detalles se exijan a la historia), más tenderá a infinito el perímetro de la Isla (la historia se hará interminable). No parece casual que el mismo episodio de LOST que nos cuenta el origen de Jacob y su hermano (Across the Sea) proporcione precisamente una aproximación fractal a la historia de la Isla, un modelo que se repite con el tiempo a diferentes escalas de manera escalofriantemente semejante: llegan forasteros, comienzan a investigar las propiedades de la Isla, tratan de explotarlas para su propio beneficio violando sus secretos y son destruidos sin compasión (más o menos coincidiendo con el comentario despectivo de la Madre y el Hombre de negro: “Llegan, luchan, destruyen, se corrompen, siempre acaba igual”).

Y esto es todo lo que LOST piensa extenderse acerca de las eras oscuras de su mitología: que se parece mucho a la Historia del mundo, que es igual de inabarcable y que el que quiera más información va a tener que extrapolarla por su cuenta combinando detalles sueltos con la pauta cíclica y genérica que acaban de dar. Como dijo Lennon, se acabó el tiempo de los dioses, los líderes, los ídolos y los dichosos narradores omniscientes que mastican la comida por ti: The dream is over.

Parte 5 de 8
Texto completo en pdf, aquí:

Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened

sábado, 31 de julio de 2010

4. What Happened, Happened


A cualquiera que hubiera dejado de ver la serie a mediados de la primera temporada, cuando sus protagonistas todavía se hacían cruces por encontrar una simple escotilla metálica enterrada en la selva, le habría costado reconocerla durante el quinto año, quizá el más sensacional, fantástico y desquiciado de toda la historia de la televisión: viajes en el tiempo, héroes difuntos que resucitan, regresos milagrosos a la Isla en un nuevo vuelo de línea regular... Muchos habrían atribuido esta deriva a un caso extremo de fuga hacia adelante, el recurso desesperado de unos guionistas obligados a aplacar a un público adicto a las emociones fuertes que cada vez exigía mayores dosis.

En ese caso los árboles no dejarían ver el bosque y la excitante parafernalia imaginaria impediría apreciar hasta qué punto este escenario funciona esencialmente como cebo para una maquiavélica cura de sobriedad al estilo de la ducha escocesa: una diabólica exploración de los límites de una isla mágica que se nos había hecho creer que no existían, y de un universo de ficción que a la hora de la verdad resulta ser insoportablemente parecido al nuestro, sin botones de reinicio o de retroceso, y cuyos habitantes, al igual que nosotros, tienen solamente una vida y están condenados a vivirla hacia adelante.

Como si un artificio narrativo (los flashbacks) se hubiera apoderado de la flecha del tiempo arrastrando con él a los personajes, el año comenzó con una sucesión de frenéticos saltos a varias eras del pasado de la Isla hasta acabar por asentarse a comienzos de los años 70, la época de la Iniciativa Dharma (la comuna de científicos de ciencia ficción que sólo consumían su propia marca blanca), unos veinte años antes de morir exterminados por los que ellos llamaban los hostiles.

Aún así, lo que pasó, pasó, les advierte una y otra vez Daniel Faraday, el genio científico un tanto inestable llegado a la Isla para investigar sus anomalías electromagnéticas. El pasado no puede cambiarse, ocurre una sola vez y para siempre (y el viaje en el tiempo en LOST funcionaría entonces, desde el punto de vista de los personajes, como una paradoja de predestinación).

Pero Jack, el hijo atormentado por el fantasma de su padre, el líder que nunca quiso serlo y que apenas consiguió cumplir a medias su promesa de sacar a sus compañeros de aquella maldita isla (algunos se quedaron atrás, muchos murieron), es incapaz de dejar en paz el pasado. Alcoholizado, hundido por los remordimientos y el sentimiento de culpa y socavado su viejo escepticismo, ha terminado por arrastrarlos a todos de vuelta (hasta al féretro de John Locke) sin el menor plan de rescate o estrategia de salida salvo el impulso de corregir lo que ahora siente como un terrible error y su nueva fe del converso en que allí se le revelará ese destino que él por su cuenta es incapaz de encontrar fuera.


Y su fe parece recompensada cuando Faraday le pone en bandeja un plan que contradice todas sus anteriores advertencias y teorías: una explosión atómica cerca de las fuerzas del núcleo de la Isla introduciría una variable nueva capaz de alterar el curso del tiempo, quizá borrar de la existencia la Isla entera y sin duda alguna la historia completa de la serie. La bomba ya la tienen, no hay más que trasladarla y detonarla, y con esa sencilla acción kamikaze todos los errores de Jack, tantas muertes y sufrimiento, jamás habrán ocurrido. “¡Pero no todo fue malo!” protesta Kate entre lágrimas. Es inútil: Jack, escéptico o creyente, nunca escucha, él tiene que hacer lo que ha hecho siempre, lo que le convirtió en el gran cirujano que es, empeñarse en arreglar lo que todos salvo él dan por perdido. El desastroso fracaso de su último acto de rebelión contra la Isla (su última acción como Hombre de ciencia) le dejará más confuso que nunca, sin fuerzas para intentar volver a liderar el curso de la acción y aún más convencido de que el chiflado de Locke había tenido razón desde el principio en todas aquellas peroratas sobre el Destino.

Y sin embargo, por una cruel simetría de la trama, justo cuando Jack (actuando como un fanático terrorista suicida con coartada racionalista) se disponía a ejecutar el plan de Faraday, descubríamos espantados el verdadero final que el Destino le había reservado a John Locke. El creyente original, aquel tipo tan triste y enfadado con la vida, el paralítico que por un milagro había hecho realidad su sueño de convertirse en gran macho alfa, líder y cazador, había acabado sus días como un patético peón destruido y derrotado, incapaz de cumplir la misión de traer de vuelta al grupo que Jack acabaría por él, sin saber ya en qué creer y sin comprender nada, asesinado en su hora más oscura en un cuartucho de hotel lejos de su isla.


En realidad nos lo habían contado mucho antes, en una escena negrísima que sin duda habría resultado todavía más insoportable si antes no nos hubieran mostrado las imágenes del propio Locke otra vez de vuelta, vivo y entero, caminando sonriente por la playa como el día en que recuperó sus piernas. Nos dejaron creer que no importaba, que la Isla le había vuelto a arreglar, que en LOST hasta la muerte tenía remedio, y hasta nos hizo gracia la cara de susto e incredulidad de su asesino al descubrirlo de vuelta en el mundo de los vivos. Pero no era él, era un maldito hijo de puta encantado de lo bien que estaba resultando su plan.

Parte 4 de 8
Texto completo en pdf, aquí:

Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman

viernes, 30 de julio de 2010

3. The boxman


El episodio piloto más caro de la historia de la televisión comenzaba como el video de desastres más grande jamás filmado (gancho perfecto para los usuarios de youtube y los fans de Michael Bay): una escena dantesca rodada en tiempo real, los restos de un avión en llamas en una playa, gritos, muertos y heridos por todas partes... Nuestro alter ego el médico heroico echa a correr requiriendo ayuda, atendiendo a los más graves mientras ignora su propio costado sangrante. Entre los hierros retorcidos, todavía sin nombre y en estado de shock, se agitan los personajes que un día llegaremos a conocer mejor que a nuestro propio padre: el gordo voluntarioso, el jubilado calvo, la chica de las pecas, el padre con el crío, el chulo guaperas, la pareja oriental, el rubio siempre en medio, el árabe, la muchacha embarazada...

El espectador se va haciendo una primera composición del tipo de serie que será LOST cuando termine el despliegue de efectos especiales y toque ajustarse el cinturón: un grupo de personajes heterogéneos obligados a convivir a la espera de un rescate que nunca llega, una historia de supervivencia y amistad, altruismo y egoísmo, amor y celos, choque de voluntades y filosofías en los bellos paisajes naturales de Hawaii... En el mejor de los casos, Robinson Crusoe o El señor de las moscas. En el peor, Supervivientes. Y algo de eso habría pero no sería más que la punta del iceberg...


Entonces el piloto (del avión) es alzado en volandas por un monstruo al que nunca vemos y su cadáver arrojado hecho trizas contra los árboles. Fin de la primera parte.

Esa brusca irrupción del elemento fantástico representa la primera ruptura de las expectativas de las innumerables que constituirán la esencia de LOST, la primera vez que el desconcertado espectador se plantea en serio la pregunta de Charlie al ver el cadáver del oso polar: “Tíos, ¿pero dónde estamos?”.

Precisamente de eso se trata, de no saber.
En una conferencia de 2007, J.J. Abrams (que para entonces hacía ya un par de años que había dejado la serie totalmente en manos de Damon Lindelof y Carlton Cuse) comparaba el misterio con una caja cuyo contenido ignoramos. Esa caja cerrada que no hay forma de abrir es un catalizador de la imaginación, pura esperanza, potencial, posibilidades infinitas. En sentido metafórico Abrams la utiliza constantemente como narrador: en lugar de enseñar demasiado y revelar al instante toda la información, retenerla; sugerir, aguijonear la curiosidad del espectador.

Él no llega a decirlo pero la caja misteriosa de Abrams es la antítesis del acceso instantáneo, la gratificación inmediata y la sobredosis de información de la era de internet (la oscuridad del misterio contra la pantalla deslumbrante). Frente a la alegre anarquía planetaria de voces e imágenes sin filtro de la red, se alza, tan tieso y anacrónico como un poste de telégrafos, el arrogante narrador de toda la vida que en un universo de spoilers pretende todavía escoger el ritmo y la forma de contar su propio cuento. O quizá sean las propias historias las que se han vuelto anacrónicas, reemplazadas por un flujo instantáneo de puras sensaciones. Como apunta el mismo Abrams, todas las historias son de alguna manera historias de misterio, todas dosifican su información, todas ordenan su material para conseguir alguna clase de efecto, en todas existe siempre un filtro subjetivo, es sólo una cuestión de grado y del tipo de efecto que se pretende provocar.

La estricta historia de misterio suele comenzar con un teaser o primera jugada sorprendente (ej. aparece un oso polar corriendo por la selva) cuyo objetivo es deslumbrar al espectador para captar su atención, generar el misterio cuya solución es la historia completa que explica ese hecho o imagen y que el narrador, cruelmente, se niega a desvelar al instante. Puesto en tensión, en el mejor de los casos el espectador abandona su actitud de receptor pasivo y se enzarza con el autor en un duelo de búsqueda y ocultación para tratar de descubrir la verdad por su cuenta, rastreando pistas, atando cabos, formulando teorías... En suma, imaginando.
La historia de misterio es, simplemente, la clase más interactiva de historia y la Isla de LOST es una inmensa caja llena de ellas, un no-lugar creado para que convivan los monstruos y los milagros, donde las reglas de lo que consideramos posible se ponen en pausa para que pueda ocurrir cualquier cosa. Es decir, donde se pueda contar cualquier tipo de historia, incluso las que transcurren en cualquier otro tiempo o lugar.

A través de sus famosos flashbacks (que actúan como auténticos hipervículos que la desdoblan en decenas de series diferentes) LOST lleva a la práctica la vieja idea de que cada historia no es sino el punto de partida de otras muchas historias posibles; todos los personajes, desde los protagonistas al último secundario, guardan en su pasado, si no la posibilidad de un culebrón completo, al menos material suficiente para su propia tv movie de la semana, una serie dentro de la serie de la que cada cual es la estrella absoluta. Series de toda condición y género, tan poco comerciales como las crónicas de un genuino torturador iraquí o un drama romántico en clave de serie negra íntegramente hablado en coreano, u otras de tanta tradición televisiva como la del valiente médico que obra milagros en el hospital mientras su vida personal se cae a pedazos, o la de la fugitiva de la justicia perseguida por un poli implacable que va de dura pero que se para a ayudar a cualquiera.

Pero hay más: la tradición es muy importante para una serie que se pinta a sí misma como un enano subido a hombros de gigantes, un eslabón más en una larga cadena de mundos imaginarios entre los que cita a menudo a Alicia en el país de las maravillas / A través del espejo y El mago de Oz (y La Divina Comedia, El paraíso perdido o Star Wars), donde cada libro que los personajes hojean funciona como una apostilla para la acción, donde se echa mano de la mitología judeocristiana, egipcia, griega y budista, de la física relativista, la mecánica cuántica y la teoría de los juegos, que está plagada de personajes bautizados en honor de científicos, filósofos, escritores y seres de ficción; casi no queda rincón de la historia de la cultura y civilización humanas hasta el que de un modo u otro LOST no haya extendido sus tentáculos sin que la cara de poker de sus responsables trasluzca cuáles de esas conexiones son simples homenajes, cuáles pistas falsas y cual la clave de algún misterio. O acaso la mayor pista de todas sea en sí misma el hecho de que la historia de la Isla funciona como pantalla de inicio para una red infinita de textos y relatos sencillamente inabarcable para un simple mortal.

Demasiadas coincidencias como para ser casualidad: por mucho que el sentido común y la experiencia de tantos proyectos estrellados en la cuneta nos digan que es imposible crear deliberadamente un fenómeno mediático, hay razones para sospechar que J.J. Abrams y Damon Lindelof estaban tratando de generar un modelo inédito de ficción 2.0, una respuesta intencionada a la pseudorealidad en directo, los videojuegos y las nuevas formas de ocio de internet que amenazaban con reducir las series de televisión a un puñado de programas de medicos y polizontes y algunas exquisiteces para minorías en canales de pago. LOST es una estructura inacabable de vínculos y enlaces, un entramado de historias a imagen y semejanza de la red de redes (donde encontraría su ecosistema natural traicionando así, para salvarla, a la pantalla del televisor), una obra abierta de complejidad en aumento hasta rozar las dimensiones de un mapa 1:1 del mundo que iba a explotar por sí misma como juego colectivo en internet, donde los espectadores más curiosos acabarían por encontrarse para colaborar y compartir información, hallazgos, opiniones y teorías, cooperando para desenterrar entre todos los misterios que los guionistas habían puesto tanto celo en ocultar, esos misterios que eran como una hidra de muchas cabezas a la que por cada una rebanada brotaban dos.

Pero entre el juego y el relato abierto existe todavía una sutil distancia, una necesidad extra de sentido. Acabada oficialmente la partida, todos esos espectadores desilusionados que (en lugar de seguir cavando por su cuenta) esgrimen a grito pelado una lista con sus misterios favoritos sin contestar, seguramente lo que más echan de menos es esa única respuesta general y metafísica que debiera englobarlas a todas, el significado último de este universo de ficción. Que el final de la serie se limite a concluir con una apoteosis de emociones la peripecia vital de sus protagonistas, sin tratar de dotar siquiera de un mínimo de cohesión narrativa a esa extraña gimkana de seis años plagada de desvíos, pausas, avances y retrocesos, de episodios y momentos más o menos gloriosos o brillantes pero donde el conjunto vale menos que la suma de sus partes, tan sólo acaba por irritar más a sus detractores.

Sería irónico haber esperado tanto tiempo la gran revelación final, la clave unificadora que iluminara el conjunto y lo llenara de sentido, para después no reconocerla cuando se tiene delante; todo por esa manía de confrontar mentalmente personajes y misterios cuando en la práctica son tan inseparables como el sujeto y el verbo.


Como si los protagonistas de la serie hubieran acabado siéndolo por puro azar, como si los poderes de la Isla que controlan mágicamente su destino no los hubieran arrastrado hasta allí con toda deliberación para que sucediera algo con ellos, o como si sus anfitriones no hubiesen dispuesto ese escenario exclusivamente en su honor y en el de los espectadores que les seguían. Los pasajeros del vuelo 815 de Oceanic Airlines, supervivientes a duras penas de sus propias historias, cada cual con su propio muerto a cuestas que no hay manera de enterrar, un pasado aplastante lleno de angustias, secretos y errores que parecen condenados a repetir una y mil veces, han llegado a la Isla para ser probados, para descubrir quienes son y qué quieren realmente, para recrear a una nueva escala las pautas autodestructivas que los encadenan y encontrar (no sin ayuda) un camino para escapar de ellas o para morir en el intento. Porque, por obvio que parezca afirmarlo, en LOST la vida de cada personaje, lo que le ocurre antes y después de llegar a la Isla, son tan sólo partes de una misma historia, y ya se encarga el propio lugar de que lo sean.

Parte 3 de 8
Texto completo en pdf, aquí: 

Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again

jueves, 29 de julio de 2010

2. We're going to need to watch that again


La historia de LOST arranca y concluye con dos escenas perfectamente simétricas: una pupila que se abre, la imagen de un cañaveral, Jack Shephard en el suelo, un perro que corre, y su contraria.
Hay quien entiende que si un viaje empieza y termina en el mismo punto uno no ha llegado siquiera a moverse: que la serie realmente nunca habría pasado del primer minuto y que todo cuanto hemos visto durante seis años no han sido más que los delirios de un moribundo tras un accidente de avión.
De esta manera tan simple (extendiendo la existencia soñada del Limbo de la última temporada al conjunto de la serie) se explicarían todos los hechos fantásticos, elementos sobrenaturales, complicaciones e incoherencias de la trama de LOST. Quienes se apunten a esta teoría de cortar por lo sano se ahorrarán muchísimo tiempo y dolores de cabeza (incluyendo todas las líneas que siguen). Los que prefieran en cambio complicarse la vida y tomarse el relato tal como se lo cuentan (lo que pasó, pasó), puede que interpreten esa simetría como uno de esos absurdos recursos poéticos que los autores usan a veces cuando les da por inventar historias en vez de retransmitir partidos de fútbol (en este caso, una metáfora visual llamada cerrar el círculo).

El final sorpresa de cualquier relato (ej. ay dios, Bruce Willis está muerto) obliga siempre a revisar todo lo que se ha visto a la luz de los nuevos acontecimientos y eso es algo para lo que LOST ha venido preparando a su público toda esta temporada, jugando con ecos y reflejos entre el comienzo y el final de la obra que van mucho más allá de la última escena, hasta conseguir fundir ambos extremos en una cinta de moebius por la que ahora corre un flujo de información, posibilidades y sentidos completamente nuevos. Volver a ver ahora los primeros episodios de la serie es como descubrir una historia inédita escrita bajo la otra con tinta invisible, como si las revelaciones del último año hubieran convertido retroactivamente la serie entera en su propia secuela.
En el viaje de seis años por la historia llena de misterios de LOST hemos recorrido la isla sin desviarnos apenas de la costa para descubrir su forma y contorno (enorme). Exhaustos, finalmente distinguimos a lo lejos el punto de partida (cañaveral, perro, Jack en el suelo, plano final de la pupila). Nos dejamos caer rendidos, felices de haber llegado. Pero con todo lo que hemos pasado, tenemos que entender que no ha sido más que el final de la primera vuelta. A nuestra espalda, más allá de la playa, quedan, llenas de secretos, las selvas y montañas que sólo hemos vislumbrado de lejos.

Hay quien mira hacia allá y sólo imagina ruinas, tierra quemada y fieras famélicas. Algunos se perdieron por el camino y nunca más se supo. Otros han regresado hirsutos y cabreados después de un viaje penoso y agotador del que dicen no haber sacado nada en limpio porque, en vez de un mapa del argumento (uniendo los puntos de eso que llaman “las respuestas”), han vuelto con las manos vacías o traen un garabato infantil sin pies ni cabeza totalmente inservible. Vaya, que no todo el mundo ha nacido para explorador.


Asumiendo que fuera cierto eso de que existía un plan para la serie, los creadores de LOST debían de saber desde el principio que su luna de miel perfecta con la audiencia no podía durar, que tarde o temprano se iba a producir un cisma entre escépticos (frustrados por la deriva tan poco seria de un relato que empezó prometiendo aventuras, suspense y una dosis razonable de fantasía) y creyentes (o dispuestos a suspender su incredulidad ante lo que se iba revelando como un mundo imaginario con reglas cada vez más alejadas de las que damos por ciertas en el nuestro). Quizá por eso sus guionistas optaron por elevar a hilo conductor de la trama el enfrentamiento entre Jack Shephard y John Locke, el Hombre de ciencia contra el Hombre de fe, el escéptico contra el creyente.
O así es al menos como ellos mismos se veían antes de que los giros del argumento acabaran debilitando sus mútuas convicciones. Hay otra forma de decir lo mismo que quizá retrate mejor a ambos personajes, a los espectadores que abandonaron y al grupo heterogéneo que llegó hasta el final (muchos de ellos sin tan siquiera una inclinación especial hacia la fantasía o la ciencia ficción):
Jack es un profesional terriblemente serio, el tipo más intenso del mundo, alguien que vive en un eterno drama del que siempre se siente el último responsable, sin tiempo ni ganas para tonterías. Y Locke es la clase de persona que se pierde por un buen juego.

Parte 2 de 8
Texto completo en pdf, aquí: 


Entrada anterior:
1. The Long Con