sábado, 29 de marzo de 2008

Uno menos


Escribe hoy Manuel Rivas sobre Rafael Azcona (quien en 1999 adaptó para el cine su libro La lengua de las mariposas): “Ha sido necesario que muriera un guionista genial para que se hable bien durante unas horas del cine español. Creo que con tres o cuatro difuntos más vamos hacia una cinematografía de puta madre.” Pero qué iluso: ahora que nos falta Azcona está más claro que nunca que el cine español se va directamente a la mierda.

Ese señor tan modesto y al que le gustaba tan poco figurar ha sido durante más de medio siglo el gran genio en la sombra detras de las mejores películas de Berlanga, de Carlos Saura, de Jose Luis Cuerda, de Fernando Trueba o Jose Luis García Sánchez. ¿Qué vamos a hacer sin él? Lo mejor sería esperar a que suba el dólar, desmantelar todo el tinglado y venderle los restos a algún americano que los sepa aprovechar. ¿Qué tal una versión yanki de El verdugo con Ben Stiller de prota y Robert DeNiro en el papel de Pepe Isbert? Eso sí que sería auténtico humor negro…

En la IMDB aparecen 95 guiones escritos en todo o parte por Rafael Azcona (el último, Los girasoles ciegos, de Jose Luis García Sánchez, drama con Maribel Verdú y Javier Cámara, aún pendiente de estreno), entre ellos El pisito, El verdugo, Plácido, Ana y los lobos, La prima Angélica, La escopeta nacional, La vaquilla, El año de las luces, El bosque animado o Belle epoque. Algún día un holocausto nuclear o una epidemia de zombis en la Seguridad Social aniquilarán a todo bicho viviente en esta península y los historiadores del futuro tendrán que recurrir a esas películas para entender quienes éramos y de dónde sacábamos aquella legendaria mala leche. Porque ahí está todo, en Cervantes y en Azcona.

domingo, 23 de marzo de 2008

Si las hadas hablaran


En medio de la epidemia de películas de fantasía familiar con seres pseudomitológicos y niños aventureros que venimos últimamente padeciendo, existe grave riesgo de que pase desapercibida una tan estupenda como Las crónicas de Spiderwick; sin estrellas de relumbrón, con un título que a la mayoría nos suena a mejunje entre C.S. Lewis y Stan Lee y sin salir para nada del territorio de la serie B, es más que probable que se trate de la mejor de la última hornada...

Hurgando por la wikipedia y en su página oficial me entero de que Las crónicas de Spiderwick son antes que nada una serie de libros (cinco hasta ahora) creados por un par de americanos llamados Toni DiTerlizzi y Holly Black, ampliamente ilustrados al estilo apuntes del natural (en plan manual de ornitología o gran enciclopedia de los gnomos) y en los que se cuentan las aventuras de tres hermanos neoyorkinos desde que se mudan a la vieja mansión familiar y encuentran en el fondo de un baúl (con una nota que advierte NO LEER) la guía de campo de seres fantásticos escrita y nunca editada por su tío abuelo Arthur Spiderwick.
Veo también muchas opiniones de lectores disgustadísimos con las libertades que se toma esta adaptación tan selectiva capaz de expurgar los cinco tomos hasta condensarlos en poco más de hora y media de metraje. Pero, ¿no salimos todos ganando, en resumidas cuentas? Gracias a la película los libros reciben una nueva inyección de fans que descubrirán con aullidos de placer todo ese material extra en el que enterrarse, y los que no tenemos tiempo ni ganas de apuntarnos a cada nueva saga interminable que nos vengan recomendando nos conformamos con disfrutar de esta versión destilada y fibrosa que funciona como un reloj sin que se eche a faltar ninguna pieza (es más, se hace difícil imaginar qué motivo han podido tener los autores para estirar tantísimas páginas, como no sea para incluir dibujos más grandes, un relato de estructura tan ortodoxamente aristotélica). En estos días oscuros en que cada producto de estudio no es más que un episodio piloto encubierto para la próxima franquicia multimillonaria, pasma descubrir una película capaz de escapar de la lógica del loncheado mercantil para contar de un tirón una historia con su inicio, nudo y desenlace, en este caso un insólito híbrido para mayores de 10 años entre El laberinto del fauno y Asalto a la comisaría 13 de John Carpenter. Y se nota mucho la mano de John Sayles en la reescritura de este guión sólido como una roca, con personajes de verdad, lleno de magia, humor, acción, tensión y un puntito de amargura...

Visualmente en la línea de otras muestras recientes de género llenas de bonitas criaturas digitales (el director Mark Waters hace un buen trabajo pero no logra distinguirse particularmente), el tono de la película recuerda más bien a cierto cine familiar de los 80, a aquellas producciones Amblin de Spielberg con su típica familia disfuncional en plena mudanza (de hecho, detrás de Spiderwick andan dos eternos colaboradores de Steven, Frank Marshall y Katheleen Kennedy), o a trabajos de la factoría de Jim Henson como Cristal Oscuro. David Strathairn como el imprudente Spiderwick y Mary-Louise Parker como la señora Grace son los principales adultos aunque la estrella de la cinta (en el doble papel de los gemelos Jed y Simon) sea el pequeño estajanovista Freddie Highmore (Charlie y la Fábrica de chocolate, Descubriendo Nunca jamás, La brújula dorada), un chaval muy simpático al que además de discutir con duendes y trasgos inexistentes le toca pasarse media película dándose la réplica a sí mismo (la magia del cine).

jueves, 20 de marzo de 2008

A.C.C. estuvo aquí


Arthur C.Clarke, el último superviviente de la era de los titanes de la ciencia ficción, moría el miércoles 19 en Sri Lanka a los 90 años. Con achaques y en silla de ruedas, pero lúcido e inquisitivo hasta el final, Clarke había manifestado más de una vez sus planes de permanecer con vida al menos hasta 2001, la fecha del cambio de milenio que él y Stanley Kubrick tanto hicieron por mitificar; se pasó de largo y aún tuvo energías para acompañarnos otro trecho por este futuro mucho más extraño y prosaico que el que él imaginó.

Una tribu protohumana despiojándose en torno a un monolito; una colonia en la luna y un hallazgo arqueológico imposible; dos astronautas en viaje hacia Saturno a merced de una computadora loca y, finalmente (o no), el siguiente paso en nuestra evolución... Salvo un poco de Julio Verne, 2001: una odisea espacial fue la primera novela de ciencia ficción que leí en mi vida y me produjo un cortocircuito neuronal del que aún me estoy recuperando. Ninguna obra de Clarke me volvió a impresionar de la misma manera (aunque por ahí le anda Cita con Rama, que David Fincher y Morgan Freeman llevan años intentando convertir en película), y mucho menos las secuelas que él mismo escribió (2010, 2061 y 3001). Por entonces no tenía ni idea de que la novela era el resultado de su colaboración con Stanley Kubrick, con quien Clarke había escrito el guión de la película a partir de su relato El centinela, y que el megalómano y huraño director le había exprimido hasta el fondo, llevándole mucho más allá de su zona de seguridad para crear poco menos que la película definitiva de ciencia ficción (la que Kubrick quería hacer). Película y novela cuentan la misma historia pero la primera es una obra poliédrica abierta a multitud de interpretaciones, plagada de connotaciones y significados posibles, una auténtica experiencia no verbal, mientras que novela, al más puro estilo Clarke, es un relato perfectamente claro, racional y lineal, y satisface unas expectativas completamente diferentes (aunque complementarias).

Clarke nunca fue un gran prosista ni un gran creador de personajes (sus criaturas tienden a ser astronautas, científicos o ingenieros supercompetentes y perfectamente intercambiables). Pero tenía una imaginación extraordinaria y una sólida formación como científico con las que, donde otros solo veían frios datos empíricos y abstrusas observaciones astronómicas, él vislumbraba aventuras en nuevos escenarios abiertos a la conquista del espíritu humano. Porque seguramente es cierto que todas las historias que valen la pena ya se han contado y solo queda repetirlas para los que han llegado tarde, no hay nada nuevo bajo el sol, dicen, pero el hecho es que nuestro sol es una estrella más bien corriente en un cielo que está lleno de ellas... Nuestra limitada inventiva tiende a poblarlas con variantes sobre lo que conocemos (hay otros mundos, pero están en este), pero los grandes autores de la ciencia ficción hard (Asimov, Heinlein, el propio Clarke) se las arreglaron a menudo para introducir algo nuevo y asombroso en la mezcla, cuestionando axiomas inamovibles, ayudándonos a asimilar la idea del cambio, a extender las fronteras de la realidad más allá del horizonte de nuestras propias narices y nuestras limitadas nociones del sentido común; exploradores del imaginario cartografiando para nosotros fenómenos y lugares incomprensibles que sabemos que están ahí fuera aunque no los vemos ni nos demos por enterados, tan empeñados como andamos en mirarnos al ombligo en esta minúscula mota de polvo al sol en un inmenso universo extraño y aparentemente vacío.

Arthur C. Clarke fue siempre un incurable optimista en cuanto a la capacidad de la ciencia para dar respuesta a cualquier problema (creencia recogida implícitamente en su famosa tercera ley de Clarke: “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”). Hoy día, cuando las promesas de ayuda de la ciencia y la tecnología a menudo casi dan más miedo que el problema que pretenden resolver (como un fontanero chapuzas que por cada agujero que tapa te abre dos más), cuando paradójicamente vivimos inmersos en un presente hipertecnológico con wifi, iphone, terapias genéticas y coches que aparcan solos, la ciencia ficción al estilo Clarke está prácticamente extinta y la única variedad que encuentra eco popular es la del escenario apocalíptico; más que a maravillarnos con el futuro, a lo más que aspiramos es a quedarnos como estamos. ¿Será una fase?

domingo, 16 de marzo de 2008

Interiores 2





La soledad
de Jaime Rosales es un hueso duro de roer para cualquier crítico aficionado que no se haya chupado antes todo el cine de Eric Rohmer o Michael Haneke (que no es el caso). Costumbrismo hiperrealista contado con técnicas de cine de vanguardia, normalidad cotidiana en plano fijo con pantalla partida como en una versión para interiores del cine de Brian de Palma o Tarantino (polivisión, lo llama él) y una duración de 130 minutos que hay momentos en que se vuelven un coñazo tan perfecto como la más meticulosa reconstrucción de una tarde lluviosa de domingo, es fácil imaginar que esta película no es apta para todos los públicos...

Sin embargo, con un poco de paciencia, lo que amenazaba con ser un simple ejercicio de estilo medio autista acaba contando bastantes cosas: dramas y tragedias, enfrentamientos a cara de perro, relaciones que terminan, que empiezan o se sobrellevan, además de un importante punto de inflexión que no conviene revelar; pasito a pasito se va hilvanando esta historia coral sin actores conocidos protagonizada por una recién divorciada que decide salir de su pueblo y mudarse con su hijo a Madrid, una señora mayor propietaria de una tienda de barrio, viuda con nueva pareja y tres hijas, una con cáncer, otra que acaba compartiendo piso con la divorciada, y una tercera que necesita pasta para comprarse su apartamento en la playa.

La película fue la sorpresa de los últimos premios Goya, interponiéndose en la noche triunfal de El orfanato (difícilmente se pueden enfrentar dos trabajos más distintos) al hacerse con los de mejor película, mejor director y mejor actor secundario, un reconocimiento que le ha permitido disfrutar de una segunda vida comercial en las salas por las que en su día había pasado en un visto y no visto. Y ahí sigue en cartel un mes después como una propuesta diferente de esas que despiertan borrascosas divisiones de opiniones, una película difícil, no sé si realista o pesimista en torno a las relaciones humanas y la intrínseca soledad con la que cada cuál se enfrenta y se sobrepone a lo que se le viene encima. Personas encerradas como islas en su parte del plano, o perdidas fuera de campo mientras la cámara se queda encuadrando un pasillo vacío… Lo que menos me convence de La soledad es ese rollo formalista medio nórdico de Rosales, tan peligrosamente al borde de la pedantería, pero al menos es bonito verle correr el riesgo.

lunes, 10 de marzo de 2008

Lo que España vota va a misa


Qué razón tiene Wyoming en
El intermedio, eso de que siempre votáis para hacer daño; y esto es lo que pasa cuando se pide la opinión a cualquier desgarramantas sin criterio con acceso a móvil o internet, que os tomáis Eurovisión a guasa como si no fuera el honor de la patria lo que estuviera en juego, y acabáis mandando a competir contra el pavo de Irlanda a un tío de la escuadra de Buenafuente con un tupé más grande que él, que para más inri canta un tema compuesto por Pedro Guerra y Santiago Segura (¡si Jose Luis Perales levantara la cabeza!).

Y además es la única opción consecuente para un festival que es desde hace décadas un chiste internacional (que hace dos años, sin ir más lejos, ganaron unos klingon satánicos) y que, por muy inconcebible que le parezca a ese viejecito tan verboso que ha consagrado su carrera a comentarlo, tiene tanto que ver con la música como la banda sonora de un anuncio de sujección de dentaduras (porque si no Guille Milkyway/ La casa azul estaría ahora mismo consultando la guía de hoteles de Belgrado).
De entre el triste desfile de preseleccionados (mitad ganadores de las votaciones en Myspace, mitad voluntarios repescados por un sagazísimo jurado de expertos), una ecléctica mezcla de aficionados con ganas, principiantes sin pulir, inútiles con pose y la citada estrella emergente del pop distorsionando la competencia como si Dostoyevski se apuntara a un concurso escolar de redacciones, Rodolfo Chikilicuatre se destacó desde el primer día como el friki más autoconsciente y con más gracia, y era inevitable que el sábado volviera a arrasar. Vale que la gracia de la canción se concentra en la letra y que es posible que no la acaben de captar allende nuestras fronteras pero, en el fondo, ¿no es preferible así? Ganar en Eurovisión es un embolado tremendo que te obliga a organizar y pagar la gala del año siguiente; con el Chiki-Chiki TVE se lava las manos del resultado a la par que se asegura una audiencia amplia y rejuvenecida dispuesta a partirse con el concurso ( y de paso da un poco más de lustre a su curiosa relación simbiótica con Andreu Buenafuente y la productora Mediapro) ¡Todos contentos salvo Uribarri!

viernes, 7 de marzo de 2008

Transplante marciano


Lo de Mr Bean es solo un chiste porque la serie británica que quiere adaptar Antena 3 (adelantándose a la versión norteamericana que preparaba David E. Kelley -Ally McBeal-) es la sensacional Life on Mars. Se ve que primero la compraron para emitirla y que después a algún avispado directivo se le debió de encender la bombilla (y esto de que una cadena española se le ocurra hacer un remake de una serie extranjera que no es ni una comedia ni un culebrón se hace tan raro que la noticia ha cruzado el charco hasta las páginas de Variety...)

Life on Mars es una serie de 16 episodios de la BBC que cuenta el extraño caso de Sam Tyler (John Simm), un inspector de policía de Manchester que, tras sufrir un accidente en 2006, recobra el conocimiento en 1973 (un desplazamiento cultural tan bestia que es como si hubiese caído de cabeza en otro mundo). Incrédulo y aturdido, vuelve dando tumbos a su propia comisaría y la encuentra invadida por un hatajo de patanes justicieros con patillas y pantalones de campana, que lo toman por un colega recién transferido y lo ponen inmediatamente a trabajar. Con el fondo sonoro del mejor rock de los 70 para meterse en ambiente, Tyler hace amistades, se gana el respeto de sus compañeros (cuyos brutales métodos policiales intenta civilizar), y todo aquello le empieza a parecer tan real que ya no sabe si está loco, si está en coma delirando o si de verdad ha viajado en el tiempo.

La versión española (dice la noticia) estará ambientada en 1978 y permitirá explorar los cambios en la policia y la sociedad en plena transición a la democracia … Es decir, Cuéntame… + Abre los ojos + polis franquistas metidos en persecuciones y tiroteos. ¡Habría que estar loco para no hacerla!

¿Qué posibilidades hay de que todo esto no acabe como en el bonito ejemplo del dibujo? Dios dirá, y que su sabiduría ilumine el camino a los de Boomerang-Producciones ida y vuelta (Círculo rojo, Motivos personales, Génesis-en la mente del asesino y, más recientemente, Física o química) que son los que se van a encargar directamente del transplante. De entrada, una duda: ¿De verdad son tan incompatibles los polis españoles de 1978 y 2008, o eso son cosas de la tele?

domingo, 2 de marzo de 2008

Las navajas las carga el diablo



Primero las advertencias: Sweeney Todd es un musical y las canciones no están dobladas sino subtituladas en castellano, y cantan tanto que los diálogos (que sí están doblados) no deben de llegar ni a diez minutos. Como pudiera ser que esta circunstancia echase para atrás a una parte del público habitual de Tim Burton y Johnny Depp, es natural que la publicidad de la película haya preferido no mencionarlo para no arruinarles la sorpresa.

Segundo: Sweeney Todd es una película truculenta en la que la sangre fluye literalmente a chorros, un melodrama folletinesco de venganzas, amores, locura, canibalismo, pequeña empresa y apurados perfectos, creado en 1979 por Stephen Sondheim (música) y Hugh Wheeler (letras) a partir de la figura de un legendario barbero asesino de comienzos del siglo XIX varias veces llevado a la ficción. La cosa empieza en plan Conde de Montecristo, con un inocente encarcelado (Depp) que regresa a Londres para matar al gran Alan Rickman, el juez pervertido y corrupto que se lo quitó de en medio con la simple intención de apoderarse de su esposa. Lo curioso es que, entre que culmina su venganza, el barbero da un sorprendente rodeo por el mundo de los negocios bajo los auspicios de la Sra Lovett (Helena Bonham Carter), que hasta el momento languidecía vendiendo las peores empanadas de Londres a falta de buena materia prima.

A mí lo de las canciones en versión original me parece estupendo porque no conocía la obra y se agradece muchísimo escucharlas intactas sin pasar por la trituradora de la traducción ripiosa. Y qué pedazo de canciones (las escucho ahora mismo mientras escribo): siniestras, románticas, burlonas, cínicas, en ocasiones recuerdan a un Danny Elfman superpolifónico y otras suenan a algo mucho más lírico e inocente (una inocencia pisoteada y marchita, como un West Side Story representado por los internos en el corredor de la muerte). Todos los actores se lucen interpretándolas y las ajustan a sus posibilidades vocales sin florituras ni gorgoritos, interiorizándolas como otro ritmo más en el discurso del personaje. Depp y Bonham Carter, que cantan estupendamente, están especialmente intensos en esta versión decimonónica y psicótica de Bonnie & Clyde, él un vengador desquiciado muerto por dentro salvo para el arte de la navaja (como se agradece verle quitarse de encima el registro del puñetero Jack Sparrow), y ella una amoral profesional de la hostelería inútilmente enamorada de su inquilino barbero, perdida en sus sueños de pequeñoburguesa normalidad. Dentro del absurdo general de la trama, ambos consiguen darle a esta pareja de asesinos en serie un punto de verdadero patetismo.

Tim Burton anda por ahí diciendo que el único musical que le gusta es, precisamente, Sweeney Todd (¿y Pesadilla antes de navidad, qué?); supongo que lo que pasa es que no ha visto ninguno y la verdad es que se le nota; la cámara parece a menudo un invitado incómodo que no sabe donde meterse para no estorbar las efusiones melódicas de Depp y Bonham Carter, tomando primeros planos para hacer tiempo hasta que acaben y pueda salir disparada en uno de esos travelling que atraviesan la ventana y sobrevuelan la ciudad, casi lo único interesante que se le ocurre hacer (vamos, que la coreografía no es lo suyo). Burton se ha acostumbrado demasiado a que el diseño de producción le haga todo el trabajo pero esta vez no queda otra que alabarle la excelente dirección de actores y que no se haya dejado intimidar por el estudio para rebajar el elemento gore (que resulta bastante chocante en una gran producción de este estilo). La película me ha gustado pero posiblemente es válido el reproche de que le ha quedado demasiado seria y solemne para lo desquiciado y bizarro del material (hay partes más humorísticas que supongo que irán más en el tono de la función de Broadway, como las intervenciones del barbero rival Pirelli –el magnífico robaescenas Sacha Baron Cohen- o los planes para el futuro de la señora Lovett). Pero aún así, tras tanta mediocridad genialoide como ha venido entregando ultimamente para desesperación de sus fans, Sweeney Todd es la mejor película de Tim Burton en mucho tiempo.