domingo, 29 de marzo de 2009

Tambores sin fronteras


¿Quién no ha tenido algún profesor como Walter Vale, el protagonista de The Visitor? Un digno caballero ya a un paso de la jubilación, uno de esos huesos que no ha cambiado en décadas el temario de su asignatura (de comercio internacional), que repite impertérrito el mismo rollo curso tras curso. Un zombi que sabe mantener la compostura, un cascarón vacío que se viene dejando arrastrar por la inercia y la rutina al menos desde la muerte de su esposa.

Y cuando parecía que a Walter no le quedaba ya otra que seguir vegetando hasta la muerte en su depresión crónica, la universidad le obliga a asistir a un congreso en Nueva York; quien iba a pensar que al llegar a su apartamento de la ciudad se iba a encontrar allí viviendo a una pareja de inmigrantes del tercer mundo (Tarek, libanés, y Zainab, senegalesa, ambos sin papeles pero muy buena gente), un acontecimiento que le cambiará la vida y un choque cultural que hará que la sangre le vuelva a correr por las venas, cambiando su fúnebre melancolía pianística por el explosivo ritmo del tambor que le enseña a tocar Tarek.

The Visitor es la segunda película como guionista y director del actor Tom McCarthy*, y parece menos americana que obra de algún discípulo europeo de Bertrand Tavernier por su manera de imbricar las historias personales con una problemática social más amplia. Además de un entrañable relato sobre un blanco estirado que recupera la alegría de vivir gracias al multiculturalismo, es una historia de cabreo e indignación sobre el daño que hace cerrar las fronteras, sobre el despiadado egoísmo del occidente rico con los que simplemente buscan empezar una vida mejor (en un país que se pintaba a sí mismo como la tierra de las oportunidades hasta que decidió cerrar el grifo), sobre el sórdido oscurantismo legal de un sistema de extranjería sin derechos ni garantías, no muy distinto del libanés (un estado policial dentro del estado para seres oficialmente inexistentes). McCarthy habla de EEUU (con sus centros de internamiento privados entre otras peculiaridades) pero me temo que el cuento es extensible y nos lo podemos aplicar perfectamente a nosotros y a nuestra propia manera de poner puertas al campo.

Walter es Richard Jenkins, entrañable actor secundario en multitud de películas (habitual del cine de los hermanos Coen, el padre difunto en la serie A dos metros bajo tierra…), y que a sus años se estrena aquí con su primer papel protagonista: discreto y callado, pero de una tremenda elocuencia en sus silencios (e incluso más cuando se harta de guardar silencio), estuvo nominado por este trabajo en la última edición de los oscar pero competía contra Brad Pitt, Mickey Rourke y Sean Penn (y es bien sabido que los premios de la Academia tienen mucho de concurso de popularidad). No menos brillantes están Haaz Sleim y Danai Gurira como la pareja extranjera, y Hiam Abbass (Los limoneros, Munich, Conversaciones con mi jardinero) como la formidable madre de Tarek (qué presencia la de esta mujer).

*Entre sus muchos papeles en cine y tv, los que hayan visto la quinta temporada de The Wire recordarán a Tom McCarthy como el periodista sin escrúpulos que cubre la historia del asesino de vagabundos.

domingo, 22 de marzo de 2009

La guerra en un flash


De entrada, la idea de una película documental de animación podría parecer una contradicción en los términos (como aquella de inteligencia militar que decía Groucho Marx), pero Vals con Bashir demuestra una vez más a los escépticos que no hay historia ni género que no se pueda contar con dibujos.

Con su estilo rotoscópico- naturalista de formas vectoriales, el largometraje reconstruye escenas y situaciones de las que en su mayor parte no existe testimonio gráfico, dando forma y color a los recuerdos de un puñado de prósperos cuarentones israelíes acerca de su participación en la guerra del Líbano de 1982 (las entrevistas y los personajes, por lo visto, son auténticos). Lo que en imagen real habría sido una carísima superprodución bélica no menos ficticia, se convierte a través de la animación en una especie de retrato robot creado a partir del cruce de declaraciones de los testigos sobre lo que verdaderamente ocurrió.
La memoria funciona de forma muy parecida a un dibujo, es subjetiva y caprichosa, retiene lo que le interesa y descarta lo que le sobra, y en este caso la técnica aporta además un efecto de distanciamiento que le viene muy bien al material. Vemos a unos jóvenes israelíes que no se acaban de creer que son soldados, envueltos en un conflicto que no acaban de explicarse, marchando por paisajes idílicos y nucleos urbanos desiertos donde nadie diría que se esté librando una guerra, que viven cada combate con el pasmo y la incredulidad del que acaba de caer en un videojuego, y así pasito a pasito los acompañamos hasta el desenlace, la masacre de los refugiados palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila, perpetrada (según se nos cuenta y más o menos confirma la wikipedia) por falangistas cristianos libaneses aliados de Israel en venganza por el asesinato de su lider Bashir Gemayel, y que tiene lugar en las mismas narices de los soldados judíos sin que ellos muevan un dedo por evitarla, bien porque no se enteran, bien porque ellos sólo pasaban por allí.

La excusa que sirve de hilo conductor a las entrevistas, la extraña amnesia del director Ari Folman acerca de su experiencia en el Líbano (salvo unas inquietantes imágenes de un desembarco en una playa) es, de hecho, la exploración de un trauma reprimido que sus antiguos compañeros resultan padecer también, una conciencia de culpa cuidadosamente enterrada para poder reanudar una vida normal en el sentido más civilizado y occidental del término, protegiendo su imagen de sí mismos como seres humanos decentes. La película se estructura así en forma de psicoanálisis colectivo en torno a un episodio concreto (particularmente criminal, es cierto, pero al contrario que otros, investigado y más o menos asumido por la versión oficial, quedando como responsable último el ya prácticamente difunto Ariel Sharon) de tantos como han ocurrido en las inacabables guerras de aquellas malditas tierras. Gran banda sonora con contundentes temas de rock israelí ochentero (más alguno que otro original) que terminan de acotarla como experiencia generacional.

Finge ahora que no duele


El luchador se parece a muchas otras películas del mismo género, ese que traza un paralelismo entre la violencia en el ring y las hostias que te da la vida (siempre peores que las de cualquier contrincante) pero, aunque no invente nada, se eleva sobre la mayoría gracias a tres puntos fuertes:


1) Es sobria, sencilla y sin artificios, rasgos hasta ahora inéditos en el cine de Darren Aronofski, tan proclive a esotéricas idas de olla en plan alegórico como Pi o La fuente de la vida (por la que fue casi unánimemente crucificado). Refugiado por primera vez tras un guión ajeno, Aronofski sigue demostrando su virtuosismo como director en la que hasta el momento resulta su película más directa y transparente (o al menos contada en clave más comprensible).

2) Transcurre en el fascinante mundo del wrestling, esos combates de pantomima y coreografía donde ganadores y perdedores, héroes y villanos, tienen repartidos los papeles de antemano y se someten mansamente al guión que les pasan. Randy The Ram hace de bueno en la lona y siempre gana aunque su estrella esté de capa caída, pero cuando baja se marcha a dormir a un remolque para el que no le alcanza el alquiler, su salud ya no es la que era, trabaja de almacenista aguantando las burlas y humillaciones de su jefe (al que no puede retorcer el pescuezo por mucho que quiera) y, al menos en lo que respecta a su hija, le ha tocado también ejercer de villano. Y aunque todo lo que se ve es puro teatro, nos cuentan que al menos en los circuitos de provincias para viejas glorias acabadas o principiantes entusiastas, la sangre corre y se rompen los huesos y los cuerpos acaban machacados de verdad, y entonces lo que toca es fingir que todo está bien y uno no está realmente más muerto que vivo: el público ha pagado por su diversión y la función debe continuar.

3) Las fantásticas interpretaciones de Mickey Rourke, envejecido, enorme y abotargado (imposible imaginar a nadie más dando el tipo en el plano físico y dramático), un hombre deshecho a sí mismo, incapaz de vérselas con el mundo real, aún perdido en sus fantasías de un regreso a la cumbre, y de Marisa Tomei como Cassidy, la bailarina de strip tease de la que se enamora, con mucha más cabeza y con los pies en la tierra, pero ambos trozos de carne vendiendo emociones patéticas a una clientela embrutecida. Randy y Cassidy comentan en una escena la sanguinaria Pasión de Cristo de Mel Gibson “ese si que era un tipo duro”, dice él. El suyo en cambio es un vía crucis profano que ni siquiera es realmente por dinero; esas cuatro esquinas donde casi todo es mentira son su propia reserva de vida salvaje, donde Randy recupera su identidad y se convierte en el gran hombre que no es en ninguna otra parte, otro superhéroe imaginario tratando de estar a la altura de su propio muñeco articulado.

domingo, 15 de marzo de 2009

Locos por las mallas


Decían que no podía hacerse pero todo es ponerse: finalmente Watchmen, legendaria obra maestra del cómic, una de las piezas de ficción más aclamadas e influyentes de finales del siglo XX, ha subido de categoría y se ha convertido en película. Porque sólo ungidas por la varita de Hollywood pueden las obras nacidas en un formato menos afortunado y masivo (cómic, novela, teatro, serie de tv, videojuego, o película hablada en sueco) sentirse por fin reconocidas a los ojos del gran público y premiadas de la manera más sincera y tangible: esto es, sirviendo como punto de partida para un largometraje presupuestado en millones de dólares.

Y ahora, dejando a un lado el sarcasmo, ¿qué podemos decir de Watchmen, la película de Zack Snyder? Violenta, delirantemente extraña, densa como ella sola, con un tono entre Taxi Driver y Los increíbles y en todo momento entretenida, las reacciones ante ella están siendo de lo más diversas, desde el entusiasmo desaforado a un tibio “fallida pero con partes salvables”. Contra lo que pudiera pensarse ambos extremos no parecen tener mucho que ver con la familiaridad con el cómic: hay profanos que la encuentran un tostonazo interminable (162 minutos), deprimente y embarullado, y otros que la ven como una pieza fascinante, imaginativa, arriesgada y sin concesiones a la comercialidad.
Los fans del original, por nuestra parte, nos repartimos entre los que se congratulan de la extrema fidelidad con la que han saltado las imágenes del papel a la pantalla (la especialidad de Snyder tras su trabajo con 300 de Frank Miller), y arguyen incluso que el nuevo final es mejor, y los que nos quedamos un poco fríos ante esta versión voluntariosa pero escasa con regusto a trailer, en su mayor parte tan esclava del original que lo único que aporta es su interesante diseño de producción y la extraordinaria creación del antiguo actor infantil Jackie Earle Haley como el desquiciado enmascarado Rorschach.

Tiene su mérito, no cabe duda, haber logrado desmontar el mecanismo creado para un medio, volverlo a montar en otro y que salga algo tan parecido (aunque sobren piezas), sobre todo porque la maquinaria interna de Watchmen volvería loco a cualquier relojero con su multiplicidad de engranajes girando simultáneamente. Se trata, para empezar, de una historia de época ambientada en el 1985 de un universo alternativo donde la guerra fría entre americanos y rusos ha llegado al borde de la catástrofe nuclear, donde el presidente Nixon acaba de ser reelegido para un tercer mandato y donde existen los superhéroes, aunque todos, salvo uno, sean humanos corrientes disfrazados y la mayoría se retiraran cuando el gobierno prohibió sus actividades. La excepción (y menuda excepción) es el Doctor Manhattan, científico nuclear desintegrado en un accidente con un dispositivo experimental y recompuesto poco después como un ser de facultades semidivinas sobre el tiempo y la materia, el arma de disuasión (y agresión) más poderosa de los EEUU (“Dios existe y es americano”). Súmese al anterior escenario el misterio del asesino de enmascarados (supuesta trama principal), el relato de los orígenes de Rorscharch (el detective psicópata de cine negro), las historias personales de Búho Nocturno 2 (apocado empollón millonario tipo Batman) y Espectro de Seda 2 (hija de la superheroína y pin-up del mismo nombre), las trayectorias de El Comediante (mercenario a sueldo del gobierno) y Ozymandias, el hombre más listo del mundo, además de un puñado de referencias a tantos justicieros históricos que empezaron a vestirse con mallas allá por los años 40 y cuyas carreras, casi invariablemente, encontraron finales indignos y abruptos.

Con semejante sobredosis de información nada tiene de extraño que algunos espectadores encuentren la película extremadamente confusa; suerte que el público actual cada día se asusta menos de las tramas no lineales porque tanto flashback y salto de un personaje a otro exigen un esfuerzo de atención al que no todos estarán dispuestos. Snyder y sus guionistas han logrado incorporar en mayor o menor medida la práctica totalidad de las líneas argumentales del cómic y la estructura se mantiene en pie pero al precio de resultar mucho más descabellada, artificiosa y arbitraria: en el esfuerzo por no dejarse nada importante, se ha perdido la relación profunda entre los elementos que daba al conjunto su sentido dramático.
¿Qué pasaría si existieran los superhéroes en el mundo real, se preguntaban en 1985 Alan Moore y Dave Gibbons. Me temo que, de las dos mitades de la ecuación, a Snyder le atrae mucho más la parte de los superhéroes que la de la realidad. El director se lo pasa en grande con la deconstrucción del arquetipo del superhéroe como ser acomplejado con problemas de identidad (aquí, en su mayor parte, una pandilla de sádicos, pervertidos, fascistillas, megalómanos o exhibicionistas en busca de publicidad), se entretiene en detalles cool y se regodea en violencia gore (con toda la ironía que se quiera sobre el sadismo de los enmascarados) y se olvida de la verdad fundamental de sus personajes: Que no son más que humanos corrientes que se han disfrazado para no ser como el resto, para escapar a su destino de simples víctimas potenciales sometidas a la misma angustia que los demás, piezas insignificantes en el tablero de juego de los dioses. Se autoerigen en justicieros, se elevan por encima de las leyes de la sociedad y dan rienda suelta a sus propias neuras y nociones sobre la justicia y el bien; a la hora de la verdad, sin embargo, su poder para cambiar la realidad no es mayor que el de cualquier ciudadano de paisano.
El único auténtico superhéroe de Watchmen, el Doctor Manhattan (que no lo es por propia elección) tampoco deja de ser un instrumento en las manos de otros, la pieza más poderosa del tablero pero pieza al fin y al cabo. Se necesitaría mucho más que un superhéroe para salvar al mundo, para cambiar la naturaleza humana y las maneras en que los humanos ejercen la violencia unos contra otros (además de que los auténticos hombres con poderes no salen por la noche a repartir mamporros vestidos de estrellas de circo).

No, al contrario que en el cómic, apenas hay rastro de gente corriente en el Watchmen de Zack Snyder (todo son superhéroes, criminales o políticos), nada de testigos angustiados e impotentes que intenten seguir con sus vidas con la espada de Damocles del Apocalipsis nuclear pendiendo sobre sus cabezas, anclando a la realidad (y al zeitgeist del verdadero 1985) toda esta fantasía de pirados en látex. Y bastante difícil es ya hacer partícipe al espectador contemporáneo de la paranoia de la mutua destrucción asegurada de los años 80 (tan magistralmente capturada en el original) como para que cada escena relacionada con el inminente holocausto atómico venga protagonizada por un mamarracho disfrazado de Nixon viejo con un inconfundible aire a Celebrity de Muchachada Nui (Nixon, que en el original aparece en una sola página y visto de lejos, es a estas alturas todo un cliché de presidente malvado bastante mejor explotado en Futurama). No menos horrendo, por cierto, es el maquillaje de Carla Gugino como la anciana Espectro de Seda 1, francamente lamentable teniendo tan reciente el ejemplo de El curioso caso de Benjamin Button.

Con estos y otros errores de bulto la trama principal avanza en el vacío, sin verdadera sensación de peligro o fatalidad, y cuando llega el gran desenlace y se plantea el dilema moral fundamental de la película, mucho me temo que el espectador tan sólo sea capaz de apreciarlo a nivel intelectual (y yo también soy de los que creen que el nuevo final no tiene mucho sentido visto desde la psicología de masas). Pero aunque el conjunto sea muy inferior a la suma de las partes, es cierto que hay partes realmente logradas: los fantásticos créditos iniciales con The Times They Are Changing de Dylan (quien aparece mucho en la banda sonora), el grandioso episodio de Roscharch en prisión (y en general cualquier escena de Roscharch, ese monstruo de moralidad maniquea en negros y blancos al que Haley dota de una humanidad doliente estremecedora); algunos de los momentos más sinceros entre los héroes más normales, Búho nocturno (Patrick Wilson) y Espectro de Seda (Malin Akerman); la segunda escena de Manhattan y el Comediante en Vietnam; el cambio de opinión en la superficie de Marte de un Manhattan casi completamente ajeno al hombre que fue, pasando de considerar la vida un elemento muy sobrevalorado en el gran esquema de las cosas (“en qué mejoraría el planeta rojo con un oleoducto o un centro comercial”) a ensalzarla al considerar la improbabilidad de la existencia de cada ser humano concreto, tan ínfima como la de convertir el aire en oro, cada persona un verdadero milagro termodinámico. Eso es puro Alan Moore palabra por palabra y en espíritu, y tras los desastres de Desde el infierno o La liga de los hombres extraordinarios, causa un extraño vacío en el estómago que, precisamente en la adaptación de la obra que le hizo famoso, el nombre de la persona que imaginó el 97% de lo que sigue no figure en ninguna parte.

Harto de verse asociado con películas terribles que descuartizan sus guiones y de productores tramposos que mienten más que hablan (la gota que colmó el vaso fue aquella falsa insinuación de Joel Silver de que contaban con sus bendiciones para V de Vendetta), y ya que no puede impedir que las rueden (los derechos para el cine de sus primeras obras no le pertenecen), Moore ha exigido que lo borren de los créditos de cualquier futura adaptación; para demostrar que va en serio ha cedido su parte de los beneficios a su colegas dibujantes. Snyder ha dicho que espera que algún día el picajoso barbudo de Northampton acceda a ver su película y compruebe que, por una vez, los del cine no han fastidiado del todo su trabajo. Qué encantadora ingenuidad la de este hombre.

lunes, 9 de marzo de 2009

A contracorriente


Salvo por un par de detalles la vida de Benjamin Button no es tan distinta de la de muchos de sus contemporáneos. Nacido y abandonado en Nueva Orleans en 1918, criado por una madre adoptiva, algunos viajes intrépidos en su juventud, cierta acción en la Segunda Guerra Mundial y poco más. Es decir, que no es ningún Forrest Gump y su pequeña excentricidad de nacer viejo y morir joven no es al fin y al cabo tan grave como para no poder identificarse con él (y tampoco es esta la primera historia en observar lo mucho que se parecen la tercera edad y la primera).

Cierto es que su edad aparente, tan distinta de la mental, complica un poco el trato con la gente, condicionando sus reacciones y expectativas, pero a la larga lo más difícil es la falta de sincronía. Para Benjamin los buenos momentos son efímeros, todas las relaciones humanas son barcos que se cruzan en la noche con trayectorias divergentes en el espacio y en el tiempo. Lo de atesorar el instante, disfrutar del aquí y ahora, no será muy revolucionario como mensaje pero el relato que lo contiene es fascinante y conmovedor, trágico y extraordinario como cualquier otra vida humana bien contada. Una historia que sin embargo habría sido imposible de filmar de esta manera sin los últimos milagros en efectos visuales, lo más espectaculares y mejor aplicados que se hayan visto en mucho tiempo. El truco está tan logrado, la suspensión de la incredulidad es tan perfecta, que no hay peligro de que quede obsoleto con el progreso de la técnica: lo que se ve es simplemente lo que hay.
Para mi gusto a la película le habría ido mejor sin algunos momentos poéticos de realismo mágico al estilo Tim Burton (o incluso Amelie), que chirrían un poco en la paleta general sombría y melancólica (con sus momentos de humor fundados en la incongruencia de la situación) que utiliza David Fincher, ampliando una vez más su registro como director después del estirón que ya dio con Zodiac. Brad Pitt da la talla y está en todo momento vulnerable y creíble en el papel protagonista, un personaje más bien introspectivo y distante para quien, después de todo, su estilo de vida es algo natural porque es el único que conoce. El verdadero drama de su condición lo acabarán sufriendo las personas que le quieren, en particular Cate Blanchett interpretando a la mujer de su vida en un trabajo deslumbrante y dificilísimo. Para Benjamin el sentido de la existencia corre en dirección contraria y a él le ha tocado viajar solo pero al final, por supuesto, el punto de destino es el mismo para todos; el tiempo se lo lleva todo, lo mismo que el huracán Katrina arrastró consigo a la vieja Nueva Orleans. El curioso caso de Benjamin Button es una fantasía que toca zona sensible que ningún espectador con un mínimo de imaginación olvidará facilmente.