miércoles, 27 de mayo de 2009

El hombre excelente



No tenía ni idea de que Pedro Sempson había sido famoso por algo más que por ser durante once años la voz original en castellano de Charles Montgomery Burns (mientras escribo el nombre completo del personaje no puedo evitar oírle a él gritándolo con furia de maníaco senil en cualquiera de las veces en que Los Simpson clásicos parodiaron Ciudadano Kane). Yo hasta hoy no conocía ni su cara y sin embargo la Wikipedia habla de una extensa carrera en el teatro y la televisión, donde se hizo popular interpretando a uno de los tacañones en una de las primeras etapas del Un, dos, tres. La ancianidad, al menos, no era fingida: murió el pasado domingo, a los 90 años y 11 meses.


Monty Burns con la voz de Sempson (también es casualidad el apellido) fue más lunático y malvado, más viejo chocho y plutócrata despiadado que nunca; su versión tenía una vida, sustancia y humor que iba mucho más allá de una simple imitación del original, inyectándole un carisma y una humanidad que estaba a años luz de la versión americana de Harry Shearer. El señor Burns que los espectadores españoles tanto admiramos es tan obra de Sampson como de Matt Groening, John Swartzwelder o los dibujantes coreanos que lo animaban, una de las cumbres del doblaje en castellano que prestigian una profesión y la elevan a la categoría de arte.
Sempson tenía 82 años cuando se retiró del oficio y de Los Simpson; por entonces yo no tenía ni idea de que fuera tan mayor y no podía meterme en la cabeza que alguien quisiera dejar voluntariamente lo que sin duda era el mejor trabajo del mundo. Todavía hasta la película de la serie mantuve la esperanza de que volviera, de que hiciera una excepción pero no, estaba bien merecidamente jubilado. Ahora que ya no nos queda otra que seguir echándole de menos indefinidamente, me gustaría creer que durante todos esos años poniendo voz a ese grotesco mamarracho amarillo que tan raro debía resultarle, él mismo disfrutó con su trabajo al menos una milésima parte de lo que lo hicimos nosotros.

domingo, 24 de mayo de 2009

Yo, Vampiro (with a little help from my friends)


Déjame entrar es una película pequeñita sobre un par de niños inadaptados que se encuentran en un deprimente suburbio de Estocolmo, y que hace por el cine de vampiros más o menos lo mismo que El sexto sentido por el de fantasmas.
Oiréis quizá que es cine europeo poético y sensible, una metáfora en clave fantástica acerca las crueldades de la infancia, la soledad, el sentimiento de alienación, los primeros amores y los climas gélidos del norte que le hunden el ánimo a cualquiera. Pues sí pero no.
Vale que de entrada, Oscar, el chaval humano, da bastante más grima que Eli, la chica vampira (le encontramos practicando con una navaja para defenderse de los capullos que le zurran en el colegio), pero luego la introspección y el subtexto no son obstáculo para que Déjame entrar sea también una fenomenal película de monstruos literales, violenta, sanguinaria y con un devoto respeto a la mitología clásica del vampiro (a la que aplica una brillante vuelta de tuerca), esa que por ejemplo, prohibe a estas criaturas entrar en el hogar de sus víctimas si no se les invita primero.
Y mucho cuidado antes de abrirles la puerta porque éstos no son como esos vampiros emos de moda, bellos, incomprendidos y trágicos: la maldición del no muerto no sólo convierte a Eli en un depredador darwiniano, hambriento y amoral, sino que su supervivencia diaria es un cúmulo de problemas prácticos que la conducen una a existencia precaria, marginal y furtiva. No es fácil ser vampiro en la Europa del siglo XXI, y menos si alguien no te echa un cable.
Siguiendo con la pauta de que, salvo por cuatro nombres fundamentales, cada país de Europa no tiene ni idea de lo que se cuece en el resto, la única información que encuentro sobre el director, Tomas Alfredson, es su pelada ficha de imdb.com aunque esta sea por lo menos su séptima película. Me entero de paso de que el guionista, John Ajvide Lindqvist, ha adaptado su propia novela, al parecer recortando mucho y tomándose bastantes libertades. Y seguramente más que se tomará el futuro remake en inglés que prepara para la renacida factoría Hammer Matt Reeves, el director de Cloverfield (Montruoso). En esta historia extrañamente delicada y terrible sobre simbiosis y parasitismos, en la que la atmósfera nórdica hace tanto por crear esa sensación de extrarradio de la civilización, cuesta imaginar que pueda ganarse algo con el transplante.

domingo, 17 de mayo de 2009

Se van los mejores


Auditorio de Barañáin, 6 de marzo de 2009, hace apenas dos meses.
El publico se inquieta porque Antonio Vega sale a actuar con media hora de retraso. Desde las filas de atrás llegan comentarios sobre un posible problema de garganta pero, cuando al final aparece sobre el escenario con toda su banda (entrando a tocar sin mayores ceremonias) no le notamos absolutamente nada. Tiene buen aspecto para ser él, voz impecable, se mueve, se comunica, nos agradece los aplausos (comenta que sin gafas no ve más allá de la primera fila). Durante toda esta gira está grabando un próximo disco en directo que dará testimonio de su lado más eléctrico y rockero, y ya iba haciendo falta: su disco más vendido hasta la fecha, el Básico para los 40 principales, ofrecía de él un perfil de cantautor ascético que eclipsaba injustamente su faceta de guitarrista excepcional. El concierto es brillante, cálido, emocionante, con versiones fenomenales de muchas de sus clásicas (Caminos infinitos, Océano de sol, Lucha de gigantes) y algunas otras mucho menos conocidas de sus primeros tiempos. Salimos felices, para nada con la sensación de haber visto a un artista en las últimas.


Ahora dicen que era inevitable, que un día u otro tenía que ocurrir, que quien mal anda mal acaba, que esto no ha sido una sorpresa. Cierto que Antonio Vega tenía adicciones peligrosas pero cuando a un artista llevan veinte años dándolo por muerto y él mientras tanto sigue a lo suyo, componiendo y actuando regularmente, al final acabas por creerle poco menos que inmune al veneno, por confiar en que todo el daño que podía hacerle se lo había hecho ya. En realidad, su muerte ha sido completamente inesperada y demasiado rápida, una supuesta neumonía que por lo visto ocultaba un cáncer de pulmón. Si hay una moraleja en este final, no me parece tan transparente como pretenden los lapidarios moralistas de guardia.

Desde la mañana del martes en que dieron la noticia, prácticamente no hice otra cosa en todo el día que seguir la programación especial de Radio 3, íntegramente dedicada a él, un auténtico velatorio en las ondas. Se abrieron teléfonos y empezó la catarata de llantos y el psicodrama colectivo. En cambio sus amigos, varios de ellos locutores de la emisora, retirados o en activo, insistían una y otra vez en desmentir la imagen pública del personaje: Antonio no era “ese chico triste y solitario” (el título del disco tributo que le hicieron hace unos años y que tanto le fastidió) sino un tío vitalista, divertido, humilde, rodeado de gente que le quería, un sujeto excepcional con un mundo interior muy especial al que no había manera de convencer de nada de lo que el no quisiera ser convencido (por ejemplo, de cambiar de estilo de vida).
La luz más brillante es la que se consume más rápido, creo que ha dicho su primo Nacho, o algo por el estilo. Ni murió rápido ni dejó el cadáver más bonito que podría haber sido, él no ha sido un James Dean o un Heath Ledger, pero hubo hasta al final algo de adolescente taciturno en Antonio Vega. Muchas de sus canciones son misteriosas y herméticas, nada más lejano a la anécdota autobiográfica o a la glorificación del propio mito (al estilo, por poner dos ejemplos, de un Sabina o un Enrique Urquijo). Llenas de paisajes mentales abstractos (científico del pop, le han llamado), sus canciones son burbujas de espacio-tiempo de paredes racionales e interior de emoción pura, cantadas con esa voz suya inconfundible, eternamente juvenil, (crispada, le he oído decir a Juan de Pablos), en las que el oyente se reconoce a un nivel profundamente visceral.
Las canciones se quedan (incluido el material inédito), y a partir de ahora hay quien va a ganar mucho dinero con ellas (los mitos muertos son siempre mucho más rentables). Dicen en Efeeme.com que el primer recopilatorio salía ya a la venta el viernes pasado. Para que luego hablen de la eficacia de la industria española.

domingo, 10 de mayo de 2009

Monstruos palpables



En los cines de mi pueblo no se conoce el 3D así que no estoy muy seguro de poder decir que he visto Monstruos contra alienígenas. ¿La hará la ilusión de perspectiva más graciosa, más original, quizá un poco menos artificiosa? Más espectacular está claro que sí porque de eso se trata, de irnos acostumbrando a un sistema de exhibición que no haya forma de piratear (por el momento) para consumo doméstico.

En los años 50, para combatir la funesta competencia de la caja tonta, el cine se arrojó de cabeza al color y a los superformatos tipo cinemascope y ahora lucha contra internet y el home cinema con el IMAX y la tercera dimensión. Lo mismo antes que ahora, el resultado inmediato no son necesariamente mejores películas (casi al revés); hasta que el nuevo recurso y sus posibilidades sean integrados con un poco de rigor en el vocabulario cinematográfico, la primera cosecha es siempre más de ruido que de nueces, impactantes pero ingenuos espectáculos de feria como el odorama, las butacas con tembleque o aquellos pioneros experimentos con las gafas 3d. Hay quien dice que Avatar del antipático megalómano James Cameron, que se estrena a finales de año, le dará a la nueva técnica el empujón definitivo hacia la madurez (nada le gustaría más a él).
Mientras tanto, una película como Monstruos contra alienígenas, autoconsciente homenaje a aquella ciencia ficción de serie B de los años 50 (mujeres gigantes, platillos volantes, marcianos con muchos ojos, hombres-mosca, cosas del pantano), sin superar la mayoría de las carencias de las producciones animadas de Dreamworks (argumento flojo, personajes algo blandos, humanos feos que actúan regular, moraleja trivial), se distingue del montón por su espectacular diseño de producción y unos cuantos buenos chistes protagonizados por el monstruo blandiblub. Lo dicho, igual en 3d gana mucho.

domingo, 3 de mayo de 2009

Hoy como ayer en Marte


Parece que el primer episodio de La chica de ayer (Antena 3, domingos a las 22.00), la serie del policía madrileño de 2009 que sufre un atropello y se despierta en 1977, consiguió buena audiencia y ha gustado bastante (elogiada, entre otras cosas, por su originalidad, pese a ser una adaptación literal de la serie de la BBC Life on Mars). Pues nada, a disfrutarla y ojalá su éxito sirva para acostumbrar a los espectadores de la tele generalista a productos un poco menos obvios. Pero no sé por qué me da a mí por pensar en los Beatles y sus problemas para penetrar en el mercado musical español en aquellos tiempos felices del Spain is different y la autarquía cultural, cuando su propia discográfica retenía los singles del cuarteto de Liverpool hasta que algún grupo yeyé nacional como los Mustang lanzaba su versión doblada al castellano con ripios a lo Dúo Dinámico.

Si se me nota reticente no es porque el concepto de la serie no sea lo bastante flexible como para prestarse a toda clase de interesantes variaciones locales; uno supone que habría un universo de distancia entre el Manchester de 1974 y el Madrid postfranquista de 1977, mucha más que entre Manchester y el Nueva York de la versión USA que la cadena ABC acaba de cancelar. Y es posible que próximos episodios de La chica de ayer (qué coño tendrá que ver con nada de esto Antonio Vega) le saquen más partido al contexto histórico Cuéntame cómo pasó más allá de esos chistes del PC como ordenador doméstico y como el partido de Carrillo, pero a mí ya no me pillarán delante para descubrirlo. La diferencia entre el original y su versión española es como la de estas dos fotos promocionales que acompañan a esta entrada: un calco en cutre, y no es sólo problema de presupuesto. El guión es una copia exacta escena a escena, la dirección (las secuencias de persecución, los momentos más sobrenaturales y de mal rollo) no pasa del nivel de comedieta de salón, el casting de secundarios es bastante lamentable y en cuanto al reparto habitual, supongo que habrá que darles tiempo pero la voz y la cara de pasmado de Ernesto Alterio no ayudan nada a vender el punto de desquiciamiento nervioso en el que se encuentra su personaje, y cuesta creerse a Antonio Garrido en el papel de poli bocazas y fascistón pero de fondo noblote después de haber visto en su equivalente a una fuerza de la naturaleza como Philip Glenister.

Así que al señorito elitista sólo le gustan las series de culto en inglés que se baja de Internet, ¿no? Vale, quizá sea problema mío, pero sospecho que a vosotros también os pasaría si hubierais tenido ocasión de comparar con el original. El otro día moría a los 86 Bea Arthur (Dorothy Zbornak en Las chicas de oro) pocos meses después que también nos dejara Estelle Getty quien con un año menos, una peluca blanca y mucho desparpajo interpretaba a su madre, Sophia Petrillo. Dos actrices como la copa de un pino de aquella serie mítica de los 80 que ocasionalmente asoma todavía en las reposiciones de algún canal y que sigue siendo tan buena como la recordamos, con el mismo humor, ternura y mala leche. ¿Os acordáis en cambio de Juntas pero no revueltas, la versión española que intentó hacer TVE a mediados de los 90 con Mercedes Sampietro, Mónica Randall, Kiti Manver y Amparo Baró? ¿A que no? Pues eso.

viernes, 1 de mayo de 2009

A siete días de la última frontera



Una de las peores cosas que internet ha traído al mundo de los fans es la obsesión por el éxito y el fracaso comercial: convertidos todos en expertos en marketing por la universidad de la vida, los foros temáticos revientan de especulaciones sobre cuantos millones deben recaudar Lobezno, Terminator Salvation o Hannah Montana para cubrir gastos y cuantos para ser un éxito, de debates sobre la oportunidad de estrenar en navidades o en mayo considerando la competencia, o ahora mismo sobre la influencia en la taquilla de la gripe porcina.

Admitamos que tanta preocupación por las entretelas económicas de la fábrica de sueños tiene cierta base racional: el éxito o el fracaso de una línea de negocio determinará si el chorro de esa marca concreta de diversión y fantasía se corta o sigue fluyendo (aquí no se hace nada por amor al arte, amigos). Pero nada más rascar un poco descubrimos otro motivo subyacente más inconfesable: la aceptación masiva o la falta de popularidad de la franquicia de sus amores repercute personalmente en la autoestima del fanboy que, en el fondo, sólo quiere que le quieran aunque sea por objeto interpuesto.

Caso concreto: Dentro de siete días los trekkies pasaremos por nuestro propio desembarco en Normandía con el estreno mundial simultáneo de Star Trek (a secas) de J.J. Abrams, la película que se juega a una sola carta el futuro de la saga (que de todos modos ya estaba muerta cuando el creador de Alias, Perdidos y Fringe aceptó encargarse de reinventarla a lo grande para el siglo XXI contando los orígenes y primer encuentro del capitán Kirk y Mr. Spock).
Y claro que hay nervios, los ha habido durante dos años largos, desde el mismo anuncio del proyecto. Nervios por la selección del reparto, por el currículum de los guionistas, por el presupuesto (demasiado, decían algunos), por el cambio en la fecha del estreno, por el diseño de los uniformes y del Enterprise, por si era una precuela o un reboot, por si salía o no salía William Shatner, porque los trailers no se parecían en nada a la serie de televisión de los 60, por la aparente falta de promoción fuera de EEUU… Para algunos han sido dos años constantes de pura histeria y hasta hoy. Inútil que el boca a boca de los preestrenos esté siendo abrumadoramente positivo, que esté cosechando críticas fabulosas de la prensa seria y la de internet (100% favorables de las recogidas hasta ahora en Rottentomatoes.com y una recomendación del 93% de la Broadcast Film Critics Association, la mayor asociación de críticos de EEUU y Canadá) y de los espectadores no alineados; basta con que un enfurruñado trekkie francés escriba en un foro que es peor que cualquier episodio de cualquiera de las series (porque, desde su punto de vista no les guarda el debido respeto) para que los incrédulos y cenizos vuelvan a hacer saltar las alarmas, siempre poniéndose en lo peor.
Pues hasta aquí hemos llegado: El martes pasado compré la Fotogramas y leí la crítica de Jordi Costa, y ese mismo día me bajé la banda sonora compuesta por Michael Giacchino, y ahora estoy seguro de que no hay nada que temer, de que nuestra paciencia ha sido recompensada y el transplante al nuevo cuerpo ha funcionado. Que empiece el Renacimiento.