viernes, 25 de septiembre de 2009

A mí, me funciona



Es un tío lleno de manías, judío neoyorkino con gafas, flacucho y narizón, un genio de la comedia cuyo personaje en pantalla ha acabado confundiéndose con el hombre real: Larry David no es Woody Allen (es calvo y más alto, y sus criaturas de ficción tienden a ser mucho más mezquinas) pero el creador de Seinfeld y Curb your Enthusiasm es lo más parecido que tiene Allen a un heredero. Habituados como estamos a verle interpretándose a sí mismo en su propia telecomedia en formato de falso documental (o si no a sí mismo, a ese ser ficticio que se llama como él, egoísta metepatas completamente carente de tacto, millonario ocioso siempre en busca de líos), los fans de David necesitamos unos instantes de ajuste para asimilarlo como simple actor en la piel de un personaje escrito por otro, por mucho que el protagonista de Whatever Works (Si la cosa funciona) sea el más tocapelotas que haya imaginado nunca el clarinetista de Manhattan.

Boris Yellnikoff es un misántropo amargado e iracundo, un ex físico con aires de grandeza que una vez estuvo a punto de recibir el Nobel y que ahora se gana la vida dando clases de ajedrez a chavales mientras pasa el tiempo insultando a sus alumnos y a cualquiera que se ponga a tiro. Boris es un sujeto con un punto de vista negrísimo acerca de la existencia, un materialista radical que contempla un universo indiferente y amoral (se despierta por las noches gritando “¡El horror, el horror! como el Coronel Kurtz de Apocalypse Now, y eso que a Kurtz no le llevaban el periódico a la selva) y cuya filosofía de vida es que, para lo que nos queda en el convento, más nos vale aprovechar cualquier mínimo momento de gozo que el azar nos depare: el amor es ilógico, breve e improbable, y cuando se presenta hay que agarrar la oportunidad por muy descabellada que se vea desde fuera (cualquier cosa que a uno le valga estará bien). Como en una versión histérica y desesperada del carpe diem de los clásicos y retomando varios de los temas más serios de Vicky Cristina Barcelona en clave de comedia descacharrante. Inevitablemente Boris se acabará enamorando de la persona más incompatible que podría haber encontrado, una jovencita tonta como una marmota (Evan Rachel Wood), recién escapada de la América profunda del rifle y la biblia y con edad para ser su hija, pero llena de amor y comprensión hacia todas las criaturas y ansiosa por absorber todo lo que Boris tenga que decir. A continuación, sin embargo, los acontecimientos se complican con la aparición de nuevos personajes que desvían la acción por trayectorias bastante sorprendentes...

Aunque la suma de talentos entre Allen y David no genere una obra maestra al cuadrado, Whatever works es con facilidad la comedia más divertida e incorrecta del maestro en bastante tiempo (cuando Boris se pone a despotricar no deja títere con cabeza). Un cuento moral con muchos más chistes por minuto (la mayoría buenos y algunos de antología, como esa explicación de por qué Dios es gay), personajes de trazo más bien grueso y un paradójico mensaje vitalista que contradice el pesimismo de su protagonista. Quizá el viejo Allen ya no nos sorprenda como antes (que son ya muchos años de trato) pero aún es capaz a estas alturas de encontrar nuevos ángulos para examinar sus temas de siempre. En este regreso puntual a Nueva York en plena racha europea, la gran manzana aparece aquí en segundo plano, un simple fondo para la acción en contraste con los impresionantes espacios idealizados por la nostalgia que solía retratar en el pasado. Y sin embargo, de forma más sutil, la ciudad vuelve a ser una vez más el eje de todo, en esta ocasión más por su espíritu libertario que por sus estructuras de hormigón: Nueva York como ese entorno único y maravilloso plagado de oportunidades donde hasta los paletos rednecks que Boris tanto desprecia encuentran el caldo de cultivo para pasar de gusano a mariposa, para reinventarse como individuos y desarrollar su potencial oculto ahogado por las convenciones, los prejuicios y la ignorancia. Ya lo decía Alvy Singer en Annie Hall: “¿No te das cuenta de que el resto del país ve Nueva York, nos ve como si fueramos una colección de rojos, judíos, homosexuales y pornógrafos? Yo también pienso así a veces, y eso que vivo aquí.”. A ver si va a resultar una descripción del paraiso...

domingo, 13 de septiembre de 2009

Amenábar contraatacado!

Por fin, este octubre, el cómic español más esperado del siglo XXI aparece coloreado y reunido en forma de album para regocijo de quienes sólo alcanzamos a pillar algún episodio suelto en la revista Mondo Bruto: Mis problemas con Amenábar, de Jordi Costa y Darío Adanti.

Basado en los (des)encuentros reales entre el cineasta Alejandro Amenábar y el gran Jordi Costa (ídolo de la crítica cinematográfica, habitual de Fotogramas y El País) e ilustrado por su habitual compinche argentino y maestro del iconismo bizarro-naif, Darío Adanti (actualmente en El Jueves), prometen ser 44 páginas brutales que no dejarán piedra sobre piedra en eso que se conoce como la industria del cine español.

(La razón, 11 de septiembre de 2009):

«El anticristo del nuevo cine español». «Si el gotelé fuese cine se llamaría “Tesis”». «El fenómeno Amenábar responde al síndrome de Mr. Chance: el tonto fascinante»... En fin, podría seguir con extractos, pero se agotaría el espacio. «Mis problemas con Amenábar» es el corrosivo cómic que publicará la editorial Glénat, escrito por el crítico de cine Jordi Costa y dibujado por Dario Adanti que trata sobre la fobia personal hacia el autor de «Mar adentro» y su peso en la industria. Nacido por entregas en el fanzine «Mondo Bruto» desde 2004, recopilado y «remasterizado», el tomo saldrá a la venta en octubre, coincidendo con el estreno de «Agora».
¿Mala leche? Toda la del mundo. Pero Costa justifica su trabajo y su ataque visceral: «No odiamos a Amenábar, sino a lo que significa». Y es que, asegura, «el cómic es un intento de explicar, más allá de la animadversión personal, por qué no creo que su cine sea una muestra de excelencia tan axiomática como parece que todo el mundo reconoce». Para Costa, «Amenábar le quita la alegría al concepto del cine dionisiaco, creado por y para dar placer, el modelo que intentó introducir en España la generación anterior a él, la de Álex de la Iglesia, Santiago Segura, etc. Amenábar elimina ese componente lúdico del cine de género y lo reduce a una especie de competencia técnica».
Explica el guionista que «todos los incidentes son anécdotas reales», aunque matiza que «los personajes son versiones exageradas de nosotros. Yo no soy tan avinagrado y el Amenábar que aparece es una imagen de él». Y reconoce que el cineasta «siempre ha sido extremadamente educado».
En las viñetas nadie se libra del látigo: la industria del cine, desde los directores hasta los productores, retratados con aire de «mafiosos» y «chuloputas», los festivales, con barras libres y fiestas hedonistas, y hasta la crítica. «Amenábar es sólo la punta del iceberg», reconoce el autor, y añade: «Es el pretexto para hablar de los rodajes en Madrid, de los festivales, de cómo funciona la industria y de la maquinaria del prestigio».
Dario Adanti reconoce que «antes de crear el libro ya compartía con Jordi la animadversión hacia Amenábar». Con referencias confesas en el «underground» americano, de Peter Gabbe y Charles Burns a Robert Crumb, por sus páginas desfilan Almodóvar, al que el éxito de Amenábar propina una patada en el culo en una viñeta («España es un país monoteísta», razona Costa), Cuerda, De la Iglesia... Todo con trazos sencillos: «Mis cómics nunca fueron paródicos, yo mismo creía que no sabía hacer caricaturas. Empecé y, para mi sorpresa, se veía quién era quién», cuenta el artista.


Nota de prensa de la editorial Glenat copiada (como las cuatro páginas de adelanto) del blog especializado Entrecomics:

Darío Adanti y el crítico de cine Jordi Costa lanzan un ataque frontal, despiadado y muy divertido, contra la figura de Alejandro Amenábar y su obra, a través del repaso de los encuentros del crítico y el director en diferentes festivales y un detallado análisis de su filmografía. Como reconoce el propio Jordi Costa en el prólogo del cómic: “Amenábar es una punta de iceberg, el pretexto para explicar algo más grande. El director de Tesis responde a la definición de monstruo que formula, por ejemplo, una película como La bestia del reino de Terry Gilliam: una creación colectiva orientada a impulsar y mantener un determinado status quo. Y ese estado de la cuestión es el auténtico tema de Mis problemas con Amenábar, la forja, consagración y propagación vírica de un modelo cinematográfico basado en el simulacro de talento, la competencia técnica y la asfixia de lo dionisiaco. O sea que este acto impropio de un crítico de cine –atacar de frente a un emblema de lo irreprochable y reconocer, para más inri, que lo suyo es personal– no deja de ser, en el fondo, una prolongación de su oficio como crítico de cine.”

“Las opiniones más consensuadas sobre Amenábar son, esencialmente, dos: a) es muy buen chico y b) su genio es irrefutable. Por tanto, dedicar cuarenta y cuatro páginas de historieta al escarnio de su figura está condenado a ser un acto tan impopular como propinarle una bofetada, porque sí, a un niño escogido al azar en un parque infantil”. Jordi Costa


sábado, 5 de septiembre de 2009

Deberes del verano 1: Star Trek


Admitamoslo: lo que más me gustó del Star Trek de JJ Abrams es lo mucho que le ha gustado a todo el mundo: sonrío con gratitud al recordar las críticas entusiastas y la pasta que ha ingresado (uno de los taquillazos del año en EEUU, por encima de Terminator Salvation y Lobezno o de Iron Man el verano pasado, y notable éxito como sleeper en la Europa continental gracias al boca a boca, que no a la rácana campaña publicitaria del estudio). Un auténtico chute de esteroides para la moribunda marca espacial, una aventura espectacular y efervescente que ha abierto la serie al público masivo manteniendo su esencia pero barriendo las telarañas.

Yo la ví tres veces en el cine y cada vez más contento, pero como fan de veinte años de la franquicia, esto no es lo que yo habría pedido. Yo prefiero la ciencia ficción dura a la space opera y Star Trek me gusta más cuando se parece a Asimov que a Flash Gordon, a Planeta prohibido que a Star Wars. Pero lo que yo habría hecho no lo habría ido a ver ni dios, y la película de Abrams, que para unos pocos fundamentalistas son dos horas de ruido y furia contadas por un idiota, resulta ser justo lo contrario: en una serie multimedia donde la rama televisiva siempre le ha dado mil vueltas a la cinematográfica, llena de largometrajes cutres que disfrazaban sus torpezas con citas de Shakespeare y pretensiones temáticas de pacotilla, Star Trek (2009) es un trabajo deslumbrante a varios niveles con todo el mecanismo cuidadosamente oculto bajo la superficie para no asustar a nadie.

Y eso a pesar de una trama bastante bizarra como casi todas las que cocina Abrams: Misteriosas naves gigantes que arrasan con todo a su paso, viajes en el tiempo, universos paralelos, esa materia roja capaz de crear un agujero negro en el corazón de un planeta... Poca idea nueva en lo fantástico, más bien un refrito de greatest hits del pasado hábilmente engarzados con el objetivo de detonar desde dentro el universo trek con toda la documentación en regla. La alteración de la línea temporal es el tunel metanarrativo por el que los nuevos responsables de la saga se fugan de los grilletes de sus 43 años de historia para reinventarla en sus propios términos (demostrando rápidamente que no hay vaca lo bastante sagrada, con ecos del 11-S y otras catástrofes humanas del siglo XX), creando un desconcertante híbrido entre (falsa) precuela, secuela (lo que explica el retorno de un anciano Leonard Nimoy cerrando el círculo como el Spock original) y spin-off de sí misma con los mismos protagonistas. Un nuevo comienzo en todos los sentidos para estos entrañables personajes arquetípicos nacidos en la televisión de los turbulentos 60 para llevar hasta el espacio y en son de paz la Nueva frontera de J.F. Kennedy.

Abrams ya ha demostrado en TV con Alias, Perdidos y Fringe (y en el cine, hasta cierto punto, con Cloverfield/Monstruoso) que el público mayoritario se apunta sin problemas a los conceptos más rematadamente extraños siempre y cuando encuentre una conexión emocional con los personajes. En ese sentido, Star Trek 2009 es, antes que nada, una típica historia de crecimiento y superación frente a la adversidad y la pérdida, así como el relato del nacimiento de una improbable amistad entre dos seres en apariencia opuestos, dos jóvenes desorientados, marginales en sus respectivos mundos, ignorantes del inmenso potencial que acumulan. El encuentro con el Otro ha sido siempre el gran tema subyacente de Star Trek: contactar, conocer y con suerte aprender a convivir en paz y mutuo enriquecimiento con esa criatura diferente y misteriosa de otra raza, sexo, nación o ideología. ¿Qué mejor punto de entrada entonces para el reinicio de la saga que el primer contacto entre los miembros de la tripulación original de la nave Enterprise?

Puede que no sean exactamente como los recordábamos (salvo en el caso del doctor McCoy, un Karl Urban poseido por el espíritu del difunto Deforest Kelley) pero tienen excusa: son jóvenes, inexpertos, han crecido en una realidad alternativa y los interpreta una nueva generación de actores (Chris Pine, Zachary Quinto, Simon Pegg, Anton Yelchin y Zhoe Saldana como una Uhura más implicada en la acción que nunca), un fantástico reparto de futuras estrellas capaces de fundirse con estos personajes icónicos evitando las trampas de la imitación. Bruce Greenwood como el veterano capitán Pike brilla como ancla moral de la historia y figura paterna del desorientado Jim Kirk, mientras que un Eric Bana irreconocible queda francamente desaprovechado en un papel de villano vengativo que es más fuerza desencadenante que otra cosa, un Otro al que no hay tiempo ni ganas de tantear.

La película de Abrams (del que nadie se atreverá a decir ya que tiene un estilo televisivo como director) es un producto populista que se adapta a las reglas de juego que impone el actual Hollywood, la ley del blockbuster o nada: un espléndido episodio piloto, el caramelo en la puerta del colegio para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas, un primer paso imprescindible para rescatar a la franquicia del agujero negro de la extinción. Pero la mejor ciencia ficción es por naturaleza subversiva (puesto que introduce la duda que lo que es ahora vaya a seguir siéndolo indefinidamente), y aunque esta primera entrega cumple brillantemente su misión de destruir las certezas y prejuicios del público trekkie, para el espectador en general el viaje hasta el momento ha resultado todavía demasiado cómodo y libre de riesgos. En aras de una experiencia colectiva más equitativa, ¿qué tal una secuela al menos tan adulta y provocadora como aquellos primeros episodios de efectos visuales prehistóricos y decorados de cartón, pero cuya carga mítica ninguna película de la saga ha conseguido hasta ahora emular? La gran película de Star Trek está todavía por hacer: parafraseando al capitán Pike, el reto es hacerlo todavía mejor.