miércoles, 25 de noviembre de 2009

Escoja la caja


Bastante bien ha salido The box para ser un cruce antinatura entre dos escuelas de relato fantástico que se suelen mezclar como el agua y el aceite: en una esquina, la ciencia ficción conceptual de Richard Matheson, maestro del género y autor del relato original en que se basa (y de Soy leyenda, el increíble hombre menguante o El diablo sobre ruedas), con su desarrollo racional e inexorable de una idea brillante hasta sus últimas consecuencias. En la otra, la lógica fluida de los sueños y el inconsciente cuyo maestro en el cine es David Lynch.

La premisa: EEUU, años 70. Un matrimonio algo corto de pasta, ella maestra (Cameron Diaz), él empleado de la NASA y aspirante a astronauta (James Mardsen), reciben la visita de un misterioso anciano (Frank Langella) al que le falta literalmente media cara, que se ofrece a solucionarles como por arte de magia todos sus problemas económicos. Bastará con que se atrevan a pulsar el botón de la cajita rústica e inofensiva que el hombre les deja, con el único inconveniente de que, al apretarlo, alguien a quien no conocen morirá. ¿Será una broma, un test psicológico o que el viejo ya no sabe en que tirar el dinero?

The box (en traducción libre, La caja) es el tercer largo de Richard Kelly, director y guionista americano que se dio a conocer con Donnie Darko, obra de culto bastante lynchiana con adolescentes torturados, viajes en el tiempo y monstruosos conejos gigantes. Después vino Southland Tales (que no he visto), por lo visto todavía más rara y universalmente vilipendiada. Su primer intento de cine comercial accesible, una siniestra fábula moral desbordante de ideas y de inquietantes incongruencias con aire de pesadilla, puede acabar retorciéndose demasiado sobre sí misma para el gusto del espectador pasivo, más desconcertado que estimulado por la insólita propuesta de Kelly. Fascinante, de lo más entretenida, estupendamente dirigida e interpretada (Langella en particular está magnífico) pero un poco embarullada y con un desenlace que dará pie a jugosas discusiones sobre egoísmo, altruismo y ciertas proposiciones indecentes. Por ejemplo: ¿prueba el test de la caja lo que pretende medir o es más bien un desastre como experimento psicológico?

Digo yo que en principio el ser humano, en cuanto primate, está programado de serie por la evolución para sentir empatía únicamente hacia aquellos individuos con los que comparte genes o un mismo grupo de caza o recolección. Es sólo gracias a la cultura que la línea divisoria entre nosotros y ellos se va desplazando hasta abarcar comunidades cada vez mayores con relaciones y afinidades progresivamente más abstractas (desembocando en fenómenos tan extraños como el síndrome de Estocolmo o un señor de Málaga hincha a muerte del Madrid). Pero un test de empatía hacia un ser humano completamente desconocido y abstracto, ¿es realmente un experimento moral o más bien una prueba de hasta donde alcanza la mente del primate para imaginarse a sus semejantes?

sábado, 14 de noviembre de 2009

La españolada orgullosa


Se muere Jose Luís López Vázquez y en la radio Julia Otero recuerda que el gran cómico fue la primera persona a la que entrevistó en su vida (él se lo tomó a broma: “Pues qué mala suerte para los dos"). Julia llama a Alex de la Iglesia, flamante presidente de la Academia de Cine, para que haga un panegírico sobre el difunto y la cosa, incomprensiblemente, acaba como el rosario de la aurora...

Alex suena muy afectado (era uno de sus ídolos, le había tratado personalmente...) o quizá es simple cansancio del pluriempleo, en cualquier caso aparece muy susceptible y cuando Julia comenta que López Vázquez hizo grandes películas pero que incluso en las más cutres estuvo siempre espléndido, él salta como un fiera: Que qué es eso de llamarlas cutres, que eso son prejuicios rancios de progre, que eran películas estupendas sólo que hechas con un objetivo diferente (para entretener y divertir) y además mucho mejores que algunas que se hacen ahora. Julia, alucinando ante tanta vehemencia, le pide permiso para sostener una opinión distinta y quedan más o menos civilizadamente para discutir otro día en antena acerca de la españolada (pero, francamente, me extrañaría que le volviera a llamar).
No era el momento ni el lugar para tratar de convencer a grito pelado a una conspicua feminista como Julia Otero de las virtudes cinematográficas de aquellas historias de señores salidos y esmirriados persiguiendo nórdicas macizas; como fan de Alex desde Acción mutante a la actual segunda temporada de Plutón BRB Nero (excelente por cierto, los miércoles a las 22:50 en la 2), es la primera vez que me hace sentir vergüenza ajena. Pero incluso prescindiendo de las formas, este es un tema que a mí me viene ya tocando las narices desde que oí por primera vez a Alfredo Landa (protagonista de El crack, Los Santos inocentes o El bosque animado) reivindicar con orgullo sus años de macho ibérico durante el landismo.

Que no todo el cine tiene que ser de arte y ensayo, que las películas son muy caras y necesitan una industria viable detrás que sepa atraer al público, que está muy bien eso de conseguir que la gente se ría un rato y se olvide de sus problemas, hasta ahí todos de acuerdo. Pero si ahora resulta que la programación de Cine de barrio es el ideal platónico al que debe aspirar a regresar el cine español, pues apaga y vámonos.
El landismo y el cine de destape de los 70 tienen su explicación en su contexto histórico y en la reacción a cuatro décadas de represión franquista; algunas de aquellas cintas todavía se aguantan y tienen su gracia y su solvencia pero la mayoría (sobre todo las que coinciden con los años de la transición) son como esas obras de Fernando Vizcaíno Casas que uno se encuentra de vez en cuando criando malvas en la feria del libro antiguo, productos alimenticios oportunistas cuyos recursos erótico-festivos y chistes tipo Arévalo hoy día sólo pueden atraer a arqueologos o nostálgicos de la Falange. El umbral de tolerancia y las expectativas del público han cambiado y a los ojos de un espectador moderno el adjetivo cutre las define bastante bien: comedietas clónicas hechas como churros por cuatro perras, con guiones terribles y rodadas por directores con espíritu de funcionarios. Aquella supuesta industria del cine español, más bien aquel tinglado en manos de espabilados y facinerosos dignos de presidir un club de fútbol, un monocultivo para consumo interno atento sólo al pelotazo rápido, acabó como todas las burbujas, disolviéndose como un azucarillo al primer cambio de tendencia, dejando apenas con vida a cuatro autores francotiradores y las comedias subvencionadas.

Existe toda una gama de grises entre el producto de consumo de usar y tirar, la obra comercial bien hecha y la obra maestra incontestable, hay gente para todo y la basura de uno es el tesoro de otro, pero no son lo mismo Berlanga que Forqué ni Lazaga, ni ninguno de éstos que Mariano Ozores, como no son lo mismo Plácido, La gran familia o Atraco a las tres que Doctor, me gustan las mujeres, ¿es grave?, Zorrita Martínez o El cid cabreador (todas con López Vázquez). Y si unas y otras comparten repartos enteros no quiere decir que todas sean igual de válidas sino que todo el mundo, incluso los grandes actores, tiene que comer. Los profesionales por cuenta ajena trabajan en lo que pueden y donde les dejan sin que eso afecte a su dignidad o al respeto que se les debe, y viceversa: su mera presencia no contagia la grandeza, y si la película es pura basura y un desperdicio de talento que clama al cielo, no se va a convertir por arte de magia en El verdugo.