jueves, 31 de diciembre de 2009

De jaulas y bestias


Celda 211 es un tremendo thriller carcelario al estilo de las grandes películas del Sidney Lumet de los 70, solo que ambientado en una prisión de Zamora. No es problema, está tan bien hecho que te lo crees igual. Te crees a los reclusos patibularios y a los guardias fascistones y/o cantamañanas, te crees a los presos de ETA y te crees también la reacción de las autoridades cuando los amotinados los toman como rehenes y la historia entra a chapotear en las aguas de la política-ficción. Pero, sobre todo, lo que es es cine negro del bueno, una historia rabiosa y emocionante de amistades improbables y traiciones relativas, sobre la delgada linea que separa al probo ciudadano del criminal. Basta tan sólo con un mal día, como decía el Joker en La broma asesina, y un mal día lo tiene cualquiera.

Todo el reparto está sensacional, desde Alberto Ammann en el ingrato papel del buen chaval atrapado en un motín en su primer día de trabajo, a un Antonio Resines en otro de sus enormes cabronazos lacónicos, y hasta el último secundario característico dando el tipo como genuina carne de presidio. Y sobre todo, en Celda 211 nace una estrella donde menos se esperaba: si Javier Bardem es el joven Brando nacional, desde ahora Luis Tosar puede ser, si le apetece, el Sean Connery gallego. ¿Quién iba a pensar que este actor especializado en tipos corrientes, hoscos y frustrados, tuviera dentro semejante pozo de carisma? Su Malamadre, el lider del motín, sujeto terrorífico pero con corazoncito, es el personaje del año, una creación icónica que sin duda encontrará reflejo en la próxima entrega de Spanish Movie.

Daniel Monzón debutó en el cine con la brillante, irregular y bastante incomprendida El corazón del guerrero (2000), a la que siguieron la divertida El robo más grande jamás contado (2002) y el fallido thriller fantástico en inglés La caja Kovak (2006). Celda 211 es sin duda su mejor película (de la que también firma la adaptación de la novela original junto a Jorge Gerricaecheverría), y no sabéis cómo me alegro por él. En otra vida, hace un millón de años, Daniel Monzón solía ser mi crítico de cine favorito, desde sus apariciones como jovenzuelo irreverente en contraposición al legendario maestro José Luís Guarner en De película a sus reportajes en Días de cine, su sección semanal en la radio con Julia Otero o su vitriólico consultorio en la Fotogramas bajo el sobrenombre de El Sobrino (el auténtico y original). Gamberro, irreverente y ecléctico, no tan erudito como Jordi Costa pero con mejor criterio que Sergi Sanchez (compañeros suyos de promoción), Daniel era como ese amiguete gracioso que nunca se equivocaba al recomendarte una peli. Pero un día se metió a cineasta y en un gesto inconcebible de coherencia (no veía honesto jugar a ambos lados de la barrera) entregó su placa de crítico y desapareció. Hasta ahora su carrera posterior no había sido exactamente fulgurante, y uno se pregunta hasta que punto es posible ganarse la vida en este país rodando una película pequeñita cada dos o tres años. El éxito de Celda 211 (y por éxito imagino a Monzón nadando cual tio Gilito en billetes de quinientos euros) es la justa recompensa a su cabezonería vocacional.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Autobombo


Aunque la meta de este blog es ceñirse al ideal de asepsia y neutralidad que representan el BOE o los telediarios de David Cantero, una realidad autocontenida sin resquicio alguno para las aburridas peripecias vitales del que suscribe, hay veces en que toca hacer de la necesidad virtud.

Resumiendo, que me han dado un premio y no tengo otra estantería donde ponerlo (cierto, también podría no ponerlo en ninguna parte, pero para una vez que gano algo...). El jpg comprimido que véis ahí al lado se ha llevado el primer premio del concurso Crash Comics 2009 (para historietas de una página y autores entre 18 y 35 años) organizado en Vitoria por Gauekoak y la Asociación Atiza. Unos chavales muy majos a los que juro que no conocía de nada.

Confieso que a mi provecta edad (apurando el límite) me da un poco de corte andar abusando de los concursos para mozalbetes, pero también es verdad que esta tontería rollo David Lynch / Monty Python llevaba guardada en una carpeta lo menos diez años. Se supone que los cinco trabajos ganadores (todos bastante más vistosos que el mío, que triunfó "por su dinamismo casi cinematográfico") salían publicados este sábado en el Diario de Noticias de Álava; en la web no hay ni rastro pero el que más me gustó a mí es posible encontrarlo en este enlace: http://amaia-ballesteros.blogspot.com/2009/12/premio-crash-comic-2009.html

jueves, 10 de diciembre de 2009

El colmo del entusiasmo


Si hay una palabra que no encaja con el nombre de Larry David es entrañable, y aún así, la última temporada de Curb Your Enthusiasm, dedicada a la gestación, once años después, de un especial apócrifo de Seinfeld, además la pirueta metatextual más asombrosa jamás intentada en televisión (de quitarse el sombrero y aplaudir con las orejas), es el mejor reencuentro imaginable (y el único fiel a su ideario: ni se abrazan ni aprenden) que pudiéramos haber imaginado los fans de aquella comedia mítica y seminal: lleno de envidias, peleas, segundas intenciones, planes maquiavélicos y risas, risas hasta doler.

1998: Jerry Seinfeld, a esas alturas un hombre asquerosamente rico, da por terminada la serie que se llama como él tras nueve años de éxito cada vez mayor, indiferente ante las paletadas de dinero que la NBC amontona en su puerta para hacerle cambiar de idea: mejor dejar al público con hambre de más, debe de pensar. Después de haberlo sido todo en televisión, Seinfeld emprende una especie de semi retiro disfrutando de su familia, sus millones y su colección de cochazos, con actuaciones puntuales en clubs como stand up comedian, apariciones en talk shows y algún que otro spot; más recientemente escribe y protagoniza la película de animación Bee Movie, recibida sin pena ni gloria (en su descargo diré que el diseño de personajes era bastante inmundo).

Sus compañeros de reparto Jason Alexander (George), Julia Louis Dreyfuss (Elaine) y Michael Richards (Kramer), sin la misma suerte de poder vivir de las rentas, se involucran en nuevas telecomedias a su medida donde cada cual ejerce de estrella pero a las que les faltan más mimbres y sustancia; se dan el castañazo y comienza a hablarse de la maldición de Seinfeld, como si no fuera de por sí bastante difícil para cualquier actor de una serie de éxito escapar al encasillamiento y encontrar nuevos papeles a la altura del que les dió la fama. Peor todavía: en 2004 Michael Richards se ve envuelto en un escandaloso incidente en un local donde actuaba como monologuista: cabreado con unos jóvenes negros que le interrumpen y se burlan de él, Richards pierde los papeles y profiere una serie de insultos imperdonables (que alguien graba y difunde) y que le retratan a ojos de la opinión pública norteamericana como un furibundo racista. La carrera del bueno de Kramer está acabada, opinan todos.

Mientras tanto, otro de los personajes clave de Seinfeld sí que ha logrado escapar a la sombra del mayor éxito comercial de su carrera, valiéndose en parte de la ventaja de haberse mantenido discretamente al otro lado de la cámara. Larry David, un fracaso como cómico de stand up y como guionista del Saturday Night Live, co-creador de Seinfeld y su principal guionista e ideólogo (reciclando con mucho arte las anécdotas más patéticas de sus propia vida y endosándoselas a su desquiciado alter ego George Constanza -fue David, por ejemplo, quien en cierta ocasión, en un orgulloso arrebato de amor propio, mandó a la mierda un buen trabajo para más tarde, en frío, horrorizado por lo que había hecho, decidir regresar como si nada al día siguiente pretendiendo que no lo había dicho en serio-), alcanza finalmente la popularidad creando y protagonizando para la cadena por cable HBO Curb your enthusiasm (Modera tu entusiasmo), única secuela posible de Seinfeld en la que daba una vuelta de tuerca más al juego de espejos que él y su amigo Jerry habían empezado a practicar allá.

Porque aunque haya gente que nunca llegara a pillar el chiste, en realidad Jerry Seinfeld sólo fingía estar interpretándose a sí mismo (una de las ideas de partida de su serie era mostrar de dónde sacaba las ideas para sus monólogos), y de ahí lo mal bicho que acababa dando el personaje en pantalla. El Seinfeld de ficción, el payaso listo (augusto) en el dúo con su amigo George, era un graciosillo profesional siempre con su sonrisa de superioridad en la boca, escrupuloso y engreido, riéndose de todo sin empatizar con nadie. Y sus amigos no resultaban menos mezquinos, una panda de urbanitas neuróticos y superficiales constantemente obsesionados con minuncias y trivialidades, los perfectos conejillos de indias para diseccionar las conductas más ridículas del homo sapiens occidental contemporáneo. A eso lo llamaron “una serie que no trata de nada” y resultó nada menos que la mejor telecomedia de los 90 con el permiso de Los Simpson, aunque los comienzos no fueron fáciles (demasiado judía y neoyorkina, les decían, nunca funcionará). Dentro de la ficción Jerry y George también intentaron vender una serie autobiográfica basada en ese mismo concepto a la NBC (Jerry, iba a llamarse) pero en su caso no coló.

Años después, en Curb Your Enthusiasm (serie rodada en estilo de falso documental y con guiones abiertos a la improvisación) aparece Larry David interpretando al antiguo co-creador de Seinfeld Larry David, ahora forrado de pasta y viviendo sin dar golpe en una mansión de Los Ángeles como un elemento más entre los del show business: un tipo insoportable, bocazas, maniático, metomentodo, siempre con ganas de llevar la contraria, un imán para los desastres que se ve a sí mismo como un quijotesco desfacedor de entuertos, constantemente envuelto en descabelladas aventuras bajo la sombra implacable de la Ley de Murphy. Si sus amigos todavía le dirigen la palabra es sólo porque lo de ellos es casi peor: su mánager Jeff es un gordo desaprensivo casado con Susie, la mujer más colérica del mundo (enemiga a muerte de Larry); su supuesto mejor amigo, el cómico Richard Lewis, es un gorrón autocompasivo; su vecino Ted Danson, un cretino arrogante, y así una larga ristra de personajes reales o imaginarios bastante poco virtuosos entre los que David actúa como disolvente de toda clase de tabús y convenciones sociales (y es abroncado por ello). En los círculos hollywoodienses en los que él se mueve Larry se ha peleado con Ted Danson (repetidamente), Martin Scorsese, Mel Brooks, Ben Stiller, David Schwimmer, Rossie O´Donnell, Hugh Hefner, John McEnroe, Lucy Lawless o Christian Slater (famosos que en su gran mayoría quedan como auténticos capullos, aunque sin llegar nunca a la categoría olímpica de Larry).

El mayor enigma de la serie es por qué sigue con él su esposa Cheryl, una atractiva rubia, antigua aspirante a actriz dedicada a causas ecologistas, algo pija y con una paciencia a prueba de bombas. Pero hete aquí que después de cinco temporadas de tragar con todas sus locuras, un desplante particularmente insensible de Larry es la gota que colma el vaso (ella le llama aterrorizada desde un avión que está a punto de iniciar un aterrizaje forzoso y él le cuelga porque está atendiendo al tío de la tele por cable). Cheryl le abandona (coincidiendo con el divorcio en la vida real del auténtico Larry David) y para recuperarla Larry no tiene mejor idea que aceptar producir para la NBC un especial de reencuentro de Seinfeld y ofrecerle a Cheryl el papel de la ex-mujer de George Constanza (al que dejaron exactamente por la misma razón).
“Pero si tú siempre has estado en contra de esa clase de reuniones”, desconfía Jerry Seinfeld cuando Larry acude a su oficina a proponerle el especial. “Siempre has dicho que son patéticas, que los actores están viejos y todo resulta forzado y sin gracia”.
“Pues la nuestra no será patética”, se defiende Larry, sin la menor intención de confesar sus auténticos motivos. “La haremos de una forma que no resulte patética”.

Y tanto. Lo que se alcanza a ver de ese especial que nunca existirá fuera del mundo paralelo de Curb Your Enthusiasm (porque los verdaderos Larry David y Jerry Seinfeld desprecian esa clase de reuniones y porque, como ha dicho Jason Alexander “no habría habido dinero suficiente para pagarnos a todos para hacer uno de verdad”), en lugar de patético, es un epílogo delicioso capaz de borrar el gusto amargo que a muchos les dejó el episodio final de Seinfeld (en el que acababan todos en la cárcel por malos samaritanos y que no gustó a casi nadie salvo a su autor). “Ya la fastidiamos una vez”, insisten en recordarle a Larry sus compañeros. “¡No, no la fastidiamos!”, se defiende él con evidente mosqueo.

Después de seis años sin verle dar un palo al agua, el Larry David de ficción se mete por fin en el papel de escritor (inspirándose profusamente en episodios anteriores de su propia existencia televisiva). La frontera entre ambos universos se resquebraja alarmantemente y las grietas se agrandan cada vez que Larry y Seinfeld (interpretando al Jerry Seinfeld real y no al Jerry personaje de Seinfeld, aunque la diferencia entre todos ellos resulte imperceptible) comparten pantalla demostrando una complicidad y una química admirables: el Larry de ficción jamás se había enfrentado a nadie que lo tuviera calado de una manera tan perfecta y tan relajada: no hace falta esperar al último episodio para apreciar por fin hasta que punto ellos dos son los auténticos Jerry y George (dando por bueno, por supuesto, que Jerry sea Jerry y Larry Larry. No sé si me explico...).
Una vez que las dos mitades se encuentran y se completa la imagen del espejo, ¿a dónde va Larry David con Curb después de esto? Acostumbrados como nos tiene a superarse a sí mismo con cada temporada, este sería el final perfecto para la serie aunque quien sabe qué otras cartas se guarda en la manga este calvo formidable.

Por otra parte,  y rebuscando un poco, aún quedan formas de distinguir entre el Larry falso y el auténtico. Está la manera oblicua en la que el David creador de Curb aborda el tema del escándalo racista de Michael Richards, un momento cómico cumbre en la historia de la serie (uno de los más absurdos y estrambóticos) y a la vez un instante de catarsis y redención para un actor con el que muchos espectadores juraron que no volverían a reirse nunca, su ocasión para disculparse, explicar que un mal día lo tiene cualquiera y volver a hacer el payaso como nunca. Un par de escenas de ese episodio justificarían ya toda la trama de la temporada y con ellas Larry David no sólo ha salvado la memoria de Kramer sino que probablemente ha ganado para Richards esa segunda oportunidad que nadie veía posible. El Larry de ficción nunca habría sido tan generoso con un amigo. Tampoco habría sonreído así en las fotos promocionales junto a sus antiguos compañeros en el mítico decorado del piso de Jerry. No, esa sonrisa blanca de pura felicidad sin reservas no encaja nada en su cara.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Escoja la caja


Bastante bien ha salido The box para ser un cruce antinatura entre dos escuelas de relato fantástico que se suelen mezclar como el agua y el aceite: en una esquina, la ciencia ficción conceptual de Richard Matheson, maestro del género y autor del relato original en que se basa (y de Soy leyenda, el increíble hombre menguante o El diablo sobre ruedas), con su desarrollo racional e inexorable de una idea brillante hasta sus últimas consecuencias. En la otra, la lógica fluida de los sueños y el inconsciente cuyo maestro en el cine es David Lynch.

La premisa: EEUU, años 70. Un matrimonio algo corto de pasta, ella maestra (Cameron Diaz), él empleado de la NASA y aspirante a astronauta (James Mardsen), reciben la visita de un misterioso anciano (Frank Langella) al que le falta literalmente media cara, que se ofrece a solucionarles como por arte de magia todos sus problemas económicos. Bastará con que se atrevan a pulsar el botón de la cajita rústica e inofensiva que el hombre les deja, con el único inconveniente de que, al apretarlo, alguien a quien no conocen morirá. ¿Será una broma, un test psicológico o que el viejo ya no sabe en que tirar el dinero?

The box (en traducción libre, La caja) es el tercer largo de Richard Kelly, director y guionista americano que se dio a conocer con Donnie Darko, obra de culto bastante lynchiana con adolescentes torturados, viajes en el tiempo y monstruosos conejos gigantes. Después vino Southland Tales (que no he visto), por lo visto todavía más rara y universalmente vilipendiada. Su primer intento de cine comercial accesible, una siniestra fábula moral desbordante de ideas y de inquietantes incongruencias con aire de pesadilla, puede acabar retorciéndose demasiado sobre sí misma para el gusto del espectador pasivo, más desconcertado que estimulado por la insólita propuesta de Kelly. Fascinante, de lo más entretenida, estupendamente dirigida e interpretada (Langella en particular está magnífico) pero un poco embarullada y con un desenlace que dará pie a jugosas discusiones sobre egoísmo, altruismo y ciertas proposiciones indecentes. Por ejemplo: ¿prueba el test de la caja lo que pretende medir o es más bien un desastre como experimento psicológico?

Digo yo que en principio el ser humano, en cuanto primate, está programado de serie por la evolución para sentir empatía únicamente hacia aquellos individuos con los que comparte genes o un mismo grupo de caza o recolección. Es sólo gracias a la cultura que la línea divisoria entre nosotros y ellos se va desplazando hasta abarcar comunidades cada vez mayores con relaciones y afinidades progresivamente más abstractas (desembocando en fenómenos tan extraños como el síndrome de Estocolmo o un señor de Málaga hincha a muerte del Madrid). Pero un test de empatía hacia un ser humano completamente desconocido y abstracto, ¿es realmente un experimento moral o más bien una prueba de hasta donde alcanza la mente del primate para imaginarse a sus semejantes?

sábado, 14 de noviembre de 2009

La españolada orgullosa


Se muere Jose Luís López Vázquez y en la radio Julia Otero recuerda que el gran cómico fue la primera persona a la que entrevistó en su vida (él se lo tomó a broma: “Pues qué mala suerte para los dos"). Julia llama a Alex de la Iglesia, flamante presidente de la Academia de Cine, para que haga un panegírico sobre el difunto y la cosa, incomprensiblemente, acaba como el rosario de la aurora...

Alex suena muy afectado (era uno de sus ídolos, le había tratado personalmente...) o quizá es simple cansancio del pluriempleo, en cualquier caso aparece muy susceptible y cuando Julia comenta que López Vázquez hizo grandes películas pero que incluso en las más cutres estuvo siempre espléndido, él salta como un fiera: Que qué es eso de llamarlas cutres, que eso son prejuicios rancios de progre, que eran películas estupendas sólo que hechas con un objetivo diferente (para entretener y divertir) y además mucho mejores que algunas que se hacen ahora. Julia, alucinando ante tanta vehemencia, le pide permiso para sostener una opinión distinta y quedan más o menos civilizadamente para discutir otro día en antena acerca de la españolada (pero, francamente, me extrañaría que le volviera a llamar).
No era el momento ni el lugar para tratar de convencer a grito pelado a una conspicua feminista como Julia Otero de las virtudes cinematográficas de aquellas historias de señores salidos y esmirriados persiguiendo nórdicas macizas; como fan de Alex desde Acción mutante a la actual segunda temporada de Plutón BRB Nero (excelente por cierto, los miércoles a las 22:50 en la 2), es la primera vez que me hace sentir vergüenza ajena. Pero incluso prescindiendo de las formas, este es un tema que a mí me viene ya tocando las narices desde que oí por primera vez a Alfredo Landa (protagonista de El crack, Los Santos inocentes o El bosque animado) reivindicar con orgullo sus años de macho ibérico durante el landismo.

Que no todo el cine tiene que ser de arte y ensayo, que las películas son muy caras y necesitan una industria viable detrás que sepa atraer al público, que está muy bien eso de conseguir que la gente se ría un rato y se olvide de sus problemas, hasta ahí todos de acuerdo. Pero si ahora resulta que la programación de Cine de barrio es el ideal platónico al que debe aspirar a regresar el cine español, pues apaga y vámonos.
El landismo y el cine de destape de los 70 tienen su explicación en su contexto histórico y en la reacción a cuatro décadas de represión franquista; algunas de aquellas cintas todavía se aguantan y tienen su gracia y su solvencia pero la mayoría (sobre todo las que coinciden con los años de la transición) son como esas obras de Fernando Vizcaíno Casas que uno se encuentra de vez en cuando criando malvas en la feria del libro antiguo, productos alimenticios oportunistas cuyos recursos erótico-festivos y chistes tipo Arévalo hoy día sólo pueden atraer a arqueologos o nostálgicos de la Falange. El umbral de tolerancia y las expectativas del público han cambiado y a los ojos de un espectador moderno el adjetivo cutre las define bastante bien: comedietas clónicas hechas como churros por cuatro perras, con guiones terribles y rodadas por directores con espíritu de funcionarios. Aquella supuesta industria del cine español, más bien aquel tinglado en manos de espabilados y facinerosos dignos de presidir un club de fútbol, un monocultivo para consumo interno atento sólo al pelotazo rápido, acabó como todas las burbujas, disolviéndose como un azucarillo al primer cambio de tendencia, dejando apenas con vida a cuatro autores francotiradores y las comedias subvencionadas.

Existe toda una gama de grises entre el producto de consumo de usar y tirar, la obra comercial bien hecha y la obra maestra incontestable, hay gente para todo y la basura de uno es el tesoro de otro, pero no son lo mismo Berlanga que Forqué ni Lazaga, ni ninguno de éstos que Mariano Ozores, como no son lo mismo Plácido, La gran familia o Atraco a las tres que Doctor, me gustan las mujeres, ¿es grave?, Zorrita Martínez o El cid cabreador (todas con López Vázquez). Y si unas y otras comparten repartos enteros no quiere decir que todas sean igual de válidas sino que todo el mundo, incluso los grandes actores, tiene que comer. Los profesionales por cuenta ajena trabajan en lo que pueden y donde les dejan sin que eso afecte a su dignidad o al respeto que se les debe, y viceversa: su mera presencia no contagia la grandeza, y si la película es pura basura y un desperdicio de talento que clama al cielo, no se va a convertir por arte de magia en El verdugo.

viernes, 30 de octubre de 2009

Año 40 después de Python



Este octubre se han cumplido cuarenta años del Monty Python Flying Circus, aniversario que con el correr del tiempo se ha demostrado mucho más trascendental para la humanidad que el del pequeño paso de Armstrong en la Luna. Para celebrarlo ando ahora mismo enganchado con los diarios de Michael Palin (el Python tranquilo).

Para un fan del grupo es una experiencia emocionante revivir de primera mano junto a él la ascensión de estos seis jovenzuelos desde su modesto programa de sketches en la BBC hasta su consagración como verdaderos ídolos de masas y monstruos sagrados del humor, el grupo cómico más famoso del mundo desde la retirada de los Hermanos Marx. El entusiasmo inicial, la euforia de unos pioneros orgullosos de estar haciendo algo completamente diferente, la llegada del éxito y el dinero, las primeras tensiones entre el espíritu subversivo y las mareantes ofertas para sacar rentabilidad al producto, la tentación de las carreras en solitario amenazando cada dos por tres con desintegrarlos, las discusiones tremendas y las sesiones de intercambio de paridas en las que acababan todos por el suelo retorciéndose de risa...

Por supuesto, los diarios de Palin no se limitan a hablar de los Monty Python: sus tres hijos nacen y se convierten en personajes habituales junto a su esposa y sus muchos amigos; relata conteniendo la emoción el lento deterioro de su padre, enfermo de Parkinson y ofrece de pasada un cuadro bastante deprimente de los 70 en el Reino Unido, con el ascenso de la ideología prethatcheriana, los terribles efectos de la crisis del petroleo (huelgas, cortes de energía, incluso cartillas de racionamiento) y la sombra constante del terrorismo del IRA. Y aún así, todavía estaban de humor para escribir chistes.

Palin es un tío majo que rara vez tiene nada malo que decir de nadie; en sus notas cada uno de sus compañeros tiene más de un momento de gloria (incluso John Cleese y Eric Idle acaban resultando entrañables) aunque finalmente el que termina apareciendo como el corazón de Monty Python sea Terry Jones, el único comprometido al 100% y de principio a fin con el proyecto colectivo. Un Python, lo mismo que un Beatle, lo es para toda la vida y tiene que apechugar con la leyenda, y por eso el extrovertido galés mantiene todavía a día de hoy el título de Gran Maestro en poner cara de tonto: lo demuestra esta foto del 15 de octubre en Nueva York donde los cinco supervivientes (Palin, Cleese, Jones, Gilliam e Idle, a falta de Graham Chapman, fallecido en 1989) presentaban un documental de seis horas sobre el grupo que (increiblemente) aún no he conseguido encontrar para bajármelo. Internet tampoco es ya lo que era.

domingo, 11 de octubre de 2009

Bastardos de corazón


Sobre las imágenes de un cuarto en sombras del París ocupado de 1944 escuchamos Cat People (Putting on Fire) de David Bowie, en principio un monumental anacronismo extradiegético y aún así la ominosa canción suena como hecha a medida para la escena (o más bien al revés). En Malditos Bastardos el jetas de Quentin Tarantino hace más que nunca lo que le da la gana; devorador de celuloide compulsivo y poco escrupuloso que toma por principio el lema de que lo que no es homenaje es plagio, corta, pega y recompone, asimila todo el cine en torno a la II Guerra Mundial y lo regurgita en forma de espléndida y personalísima mutación llamada a reventar el género por todas sus costuras.

Inglourious Basterds, tan europea y tan distinta, es su mejor película al menos desde Pulp Fiction, dos horas y media de corteses conversaciones al borde de la catástrofe (casi siempre en francés y alemán), resueltas en súbitos fogonazos de violencia, y que aún así deja al espectador con hambre de más porque hasta el último extra con frase es un personaje fascinante que parece llevar una novela dentro.
En una película tan coral donde los cazadores de cabelleras encabezados por Brad Pitt (los Bastardos del título) dosifican bastante su presencia (diluyendo así cualquier parecido con Los doce del patíbulo o Los violentos de Kelly), el gran protagonista de la cinta acaba siendo inopinadamente el propio cine: héroes de guerra nazis que se interpretan a sí mismos en pantalla, la actriz más famosa de Alemania colaborando con los Aliados, la muchacha judía propietaria de un cine parisino (principal escenario de la acción), un crítico de cine a la cabeza de una operación secreta que puede cambiar el curso de la guerra, o la aparición especial del mismísimo Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler y jefe de su industria cinematográfica. Tenemos ocasión de ver parte de la que el propio Führer elogia como su mejor película, esa donde el excelente muchacho y mejor soldado nazi interpretado por Daniel Brühl se dedica a masacrar ingleses desde un solitario torreón, y la escena recuerda sospechosamente a varias de las matanzas que vemos cometer a los Bastardos (el público las celebra en ambos casos con similares risotadas).

Malditos bastardos juega también a ratos a ser una turbia película de propaganda antinazi casi contraproducente, un salvaje relato de venganza sin honor, escrúpulos o coartadas morales protagonizado por un comando fantasma, ese hatajo de judíos legendarios elevados a pesadilla innombrable de sus enemigos. Los Bastardos encarnan la forma más pura y rabiosa de fantasía de venganza que un judío pudiera haber concebido en 1944 y por ello son los personajes más imaginarios de un relato que oscila entre el hiperrealismo y la ciencia ficción, casi un puñado de cartoons (el imperturbable e histriónico redneck interpretado por Pitt parece salido directamente de un corto de Popeye en una época en que hasta los dibujos animados contribuían al esfuerzo bélico pateándole sistemáticamente el culo a Hitler para elevar la moral). Sus métodos son tan brutales que uno no puede estar seguro de poder decir que son los buenos pero al menos si algo no son es hipócritas: fingen fatal y (en una rara premonición de esa Alemania desnazificada de la noche a la mañana tras la caída del III Reich) no soportan la idea de que un nazi pueda pretender ser otra cosa en el futuro.
La película se adentra así en una segunda guerra más insidiosa y soterrada, una guerra entre distintas formas de mentira y verdad, entre fantasía y realismo, entre el cine como arma o instrumento o como arte y fin en sí mismo; autorreflexión sin pizca de pedantería que florece en toda su magnitud cuando Tarantino, siguiendo la lógica de la historia y con toda su mala leche, le cambia el final de la II Guerra Mundial y santas pascuas.

Creo recordar que después de rodar La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan Spielberg declaraba (imbuido de la responsabilidad del artista ante la Historia) que no veía a sí mismo volviendo a utilizar a los nazis como villanos de cómic en una hipotética nueva entrega de Indiana Jones. Los nazis, para él, habían dejado de ser cosa de broma. Tarantino, desde una óptica totalmente opuesta, a pesar de sus juegos con los clichés del cine bélico de acción más desprejuiciado y de sus libertades con los hechos, tampoco se los toma exactamente a pitorreo. El tono lo marca la primera escena: a partir de ahí, la peripecia que cuenta puede ser imaginaria pero el sentimiento que la impulsa es bien auténtico, junto al humor negro y al gamberrismo en Malditos Bastardos hay verdadero horror y tragedia y la disección de una maldad genuina y planificada que no es un recurso de serie B sino pura naturaleza humana.

No es la primera vez que un papel en una película de Tarantino cambia la carrera de un actor y el alemán Christoph Waltz está ya en todas las quinielas de premios por su interpretación del odioso Coronel Landa, un nazi cortés, comprensivo, razonable y simpático, un perspicaz oficial de rara erudición e inteligencia enviado a la Francia ocupada para poner sus talentos al servicio de la caza de judíos. Landa, una especie de Colombo que ejerce de poli bueno de sus víctimas, es un canalla mentiroso, traidor y oportunista pero en esa escena de apertura, confiado en su posición y en la absoluta indefensión de su interlocutor, se sincera en un monólogo extraordinario como sólo Shakesperare o Tarantino son capaces de escribir. Apunta lo absurdo de sentir repugnancia por las ratas y no por las ardillas cuando son prácticamente iguales y ni siquiera es cierto que las primeras transmitan más enfermedades. Sin embargo, ningún argumento será capaz de desmontar un asco tan arraigado, lo mismo que nada podrá convencerle a él de que abandone su odio irracional hacia los judíos. Landa admite sonriente lo infundado de sus prejuicios y a continuación se regodea en ellos con la impunidad que le ofrece el poder absoluto. ¿Será eso el superhombre?

viernes, 25 de septiembre de 2009

A mí, me funciona



Es un tío lleno de manías, judío neoyorkino con gafas, flacucho y narizón, un genio de la comedia cuyo personaje en pantalla ha acabado confundiéndose con el hombre real: Larry David no es Woody Allen (es calvo y más alto, y sus criaturas de ficción tienden a ser mucho más mezquinas) pero el creador de Seinfeld y Curb your Enthusiasm es lo más parecido que tiene Allen a un heredero. Habituados como estamos a verle interpretándose a sí mismo en su propia telecomedia en formato de falso documental (o si no a sí mismo, a ese ser ficticio que se llama como él, egoísta metepatas completamente carente de tacto, millonario ocioso siempre en busca de líos), los fans de David necesitamos unos instantes de ajuste para asimilarlo como simple actor en la piel de un personaje escrito por otro, por mucho que el protagonista de Whatever Works (Si la cosa funciona) sea el más tocapelotas que haya imaginado nunca el clarinetista de Manhattan.

Boris Yellnikoff es un misántropo amargado e iracundo, un ex físico con aires de grandeza que una vez estuvo a punto de recibir el Nobel y que ahora se gana la vida dando clases de ajedrez a chavales mientras pasa el tiempo insultando a sus alumnos y a cualquiera que se ponga a tiro. Boris es un sujeto con un punto de vista negrísimo acerca de la existencia, un materialista radical que contempla un universo indiferente y amoral (se despierta por las noches gritando “¡El horror, el horror! como el Coronel Kurtz de Apocalypse Now, y eso que a Kurtz no le llevaban el periódico a la selva) y cuya filosofía de vida es que, para lo que nos queda en el convento, más nos vale aprovechar cualquier mínimo momento de gozo que el azar nos depare: el amor es ilógico, breve e improbable, y cuando se presenta hay que agarrar la oportunidad por muy descabellada que se vea desde fuera (cualquier cosa que a uno le valga estará bien). Como en una versión histérica y desesperada del carpe diem de los clásicos y retomando varios de los temas más serios de Vicky Cristina Barcelona en clave de comedia descacharrante. Inevitablemente Boris se acabará enamorando de la persona más incompatible que podría haber encontrado, una jovencita tonta como una marmota (Evan Rachel Wood), recién escapada de la América profunda del rifle y la biblia y con edad para ser su hija, pero llena de amor y comprensión hacia todas las criaturas y ansiosa por absorber todo lo que Boris tenga que decir. A continuación, sin embargo, los acontecimientos se complican con la aparición de nuevos personajes que desvían la acción por trayectorias bastante sorprendentes...

Aunque la suma de talentos entre Allen y David no genere una obra maestra al cuadrado, Whatever works es con facilidad la comedia más divertida e incorrecta del maestro en bastante tiempo (cuando Boris se pone a despotricar no deja títere con cabeza). Un cuento moral con muchos más chistes por minuto (la mayoría buenos y algunos de antología, como esa explicación de por qué Dios es gay), personajes de trazo más bien grueso y un paradójico mensaje vitalista que contradice el pesimismo de su protagonista. Quizá el viejo Allen ya no nos sorprenda como antes (que son ya muchos años de trato) pero aún es capaz a estas alturas de encontrar nuevos ángulos para examinar sus temas de siempre. En este regreso puntual a Nueva York en plena racha europea, la gran manzana aparece aquí en segundo plano, un simple fondo para la acción en contraste con los impresionantes espacios idealizados por la nostalgia que solía retratar en el pasado. Y sin embargo, de forma más sutil, la ciudad vuelve a ser una vez más el eje de todo, en esta ocasión más por su espíritu libertario que por sus estructuras de hormigón: Nueva York como ese entorno único y maravilloso plagado de oportunidades donde hasta los paletos rednecks que Boris tanto desprecia encuentran el caldo de cultivo para pasar de gusano a mariposa, para reinventarse como individuos y desarrollar su potencial oculto ahogado por las convenciones, los prejuicios y la ignorancia. Ya lo decía Alvy Singer en Annie Hall: “¿No te das cuenta de que el resto del país ve Nueva York, nos ve como si fueramos una colección de rojos, judíos, homosexuales y pornógrafos? Yo también pienso así a veces, y eso que vivo aquí.”. A ver si va a resultar una descripción del paraiso...

domingo, 13 de septiembre de 2009

Amenábar contraatacado!

Por fin, este octubre, el cómic español más esperado del siglo XXI aparece coloreado y reunido en forma de album para regocijo de quienes sólo alcanzamos a pillar algún episodio suelto en la revista Mondo Bruto: Mis problemas con Amenábar, de Jordi Costa y Darío Adanti.

Basado en los (des)encuentros reales entre el cineasta Alejandro Amenábar y el gran Jordi Costa (ídolo de la crítica cinematográfica, habitual de Fotogramas y El País) e ilustrado por su habitual compinche argentino y maestro del iconismo bizarro-naif, Darío Adanti (actualmente en El Jueves), prometen ser 44 páginas brutales que no dejarán piedra sobre piedra en eso que se conoce como la industria del cine español.

(La razón, 11 de septiembre de 2009):

«El anticristo del nuevo cine español». «Si el gotelé fuese cine se llamaría “Tesis”». «El fenómeno Amenábar responde al síndrome de Mr. Chance: el tonto fascinante»... En fin, podría seguir con extractos, pero se agotaría el espacio. «Mis problemas con Amenábar» es el corrosivo cómic que publicará la editorial Glénat, escrito por el crítico de cine Jordi Costa y dibujado por Dario Adanti que trata sobre la fobia personal hacia el autor de «Mar adentro» y su peso en la industria. Nacido por entregas en el fanzine «Mondo Bruto» desde 2004, recopilado y «remasterizado», el tomo saldrá a la venta en octubre, coincidendo con el estreno de «Agora».
¿Mala leche? Toda la del mundo. Pero Costa justifica su trabajo y su ataque visceral: «No odiamos a Amenábar, sino a lo que significa». Y es que, asegura, «el cómic es un intento de explicar, más allá de la animadversión personal, por qué no creo que su cine sea una muestra de excelencia tan axiomática como parece que todo el mundo reconoce». Para Costa, «Amenábar le quita la alegría al concepto del cine dionisiaco, creado por y para dar placer, el modelo que intentó introducir en España la generación anterior a él, la de Álex de la Iglesia, Santiago Segura, etc. Amenábar elimina ese componente lúdico del cine de género y lo reduce a una especie de competencia técnica».
Explica el guionista que «todos los incidentes son anécdotas reales», aunque matiza que «los personajes son versiones exageradas de nosotros. Yo no soy tan avinagrado y el Amenábar que aparece es una imagen de él». Y reconoce que el cineasta «siempre ha sido extremadamente educado».
En las viñetas nadie se libra del látigo: la industria del cine, desde los directores hasta los productores, retratados con aire de «mafiosos» y «chuloputas», los festivales, con barras libres y fiestas hedonistas, y hasta la crítica. «Amenábar es sólo la punta del iceberg», reconoce el autor, y añade: «Es el pretexto para hablar de los rodajes en Madrid, de los festivales, de cómo funciona la industria y de la maquinaria del prestigio».
Dario Adanti reconoce que «antes de crear el libro ya compartía con Jordi la animadversión hacia Amenábar». Con referencias confesas en el «underground» americano, de Peter Gabbe y Charles Burns a Robert Crumb, por sus páginas desfilan Almodóvar, al que el éxito de Amenábar propina una patada en el culo en una viñeta («España es un país monoteísta», razona Costa), Cuerda, De la Iglesia... Todo con trazos sencillos: «Mis cómics nunca fueron paródicos, yo mismo creía que no sabía hacer caricaturas. Empecé y, para mi sorpresa, se veía quién era quién», cuenta el artista.


Nota de prensa de la editorial Glenat copiada (como las cuatro páginas de adelanto) del blog especializado Entrecomics:

Darío Adanti y el crítico de cine Jordi Costa lanzan un ataque frontal, despiadado y muy divertido, contra la figura de Alejandro Amenábar y su obra, a través del repaso de los encuentros del crítico y el director en diferentes festivales y un detallado análisis de su filmografía. Como reconoce el propio Jordi Costa en el prólogo del cómic: “Amenábar es una punta de iceberg, el pretexto para explicar algo más grande. El director de Tesis responde a la definición de monstruo que formula, por ejemplo, una película como La bestia del reino de Terry Gilliam: una creación colectiva orientada a impulsar y mantener un determinado status quo. Y ese estado de la cuestión es el auténtico tema de Mis problemas con Amenábar, la forja, consagración y propagación vírica de un modelo cinematográfico basado en el simulacro de talento, la competencia técnica y la asfixia de lo dionisiaco. O sea que este acto impropio de un crítico de cine –atacar de frente a un emblema de lo irreprochable y reconocer, para más inri, que lo suyo es personal– no deja de ser, en el fondo, una prolongación de su oficio como crítico de cine.”

“Las opiniones más consensuadas sobre Amenábar son, esencialmente, dos: a) es muy buen chico y b) su genio es irrefutable. Por tanto, dedicar cuarenta y cuatro páginas de historieta al escarnio de su figura está condenado a ser un acto tan impopular como propinarle una bofetada, porque sí, a un niño escogido al azar en un parque infantil”. Jordi Costa


sábado, 5 de septiembre de 2009

Deberes del verano 1: Star Trek


Admitamoslo: lo que más me gustó del Star Trek de JJ Abrams es lo mucho que le ha gustado a todo el mundo: sonrío con gratitud al recordar las críticas entusiastas y la pasta que ha ingresado (uno de los taquillazos del año en EEUU, por encima de Terminator Salvation y Lobezno o de Iron Man el verano pasado, y notable éxito como sleeper en la Europa continental gracias al boca a boca, que no a la rácana campaña publicitaria del estudio). Un auténtico chute de esteroides para la moribunda marca espacial, una aventura espectacular y efervescente que ha abierto la serie al público masivo manteniendo su esencia pero barriendo las telarañas.

Yo la ví tres veces en el cine y cada vez más contento, pero como fan de veinte años de la franquicia, esto no es lo que yo habría pedido. Yo prefiero la ciencia ficción dura a la space opera y Star Trek me gusta más cuando se parece a Asimov que a Flash Gordon, a Planeta prohibido que a Star Wars. Pero lo que yo habría hecho no lo habría ido a ver ni dios, y la película de Abrams, que para unos pocos fundamentalistas son dos horas de ruido y furia contadas por un idiota, resulta ser justo lo contrario: en una serie multimedia donde la rama televisiva siempre le ha dado mil vueltas a la cinematográfica, llena de largometrajes cutres que disfrazaban sus torpezas con citas de Shakespeare y pretensiones temáticas de pacotilla, Star Trek (2009) es un trabajo deslumbrante a varios niveles con todo el mecanismo cuidadosamente oculto bajo la superficie para no asustar a nadie.

Y eso a pesar de una trama bastante bizarra como casi todas las que cocina Abrams: Misteriosas naves gigantes que arrasan con todo a su paso, viajes en el tiempo, universos paralelos, esa materia roja capaz de crear un agujero negro en el corazón de un planeta... Poca idea nueva en lo fantástico, más bien un refrito de greatest hits del pasado hábilmente engarzados con el objetivo de detonar desde dentro el universo trek con toda la documentación en regla. La alteración de la línea temporal es el tunel metanarrativo por el que los nuevos responsables de la saga se fugan de los grilletes de sus 43 años de historia para reinventarla en sus propios términos (demostrando rápidamente que no hay vaca lo bastante sagrada, con ecos del 11-S y otras catástrofes humanas del siglo XX), creando un desconcertante híbrido entre (falsa) precuela, secuela (lo que explica el retorno de un anciano Leonard Nimoy cerrando el círculo como el Spock original) y spin-off de sí misma con los mismos protagonistas. Un nuevo comienzo en todos los sentidos para estos entrañables personajes arquetípicos nacidos en la televisión de los turbulentos 60 para llevar hasta el espacio y en son de paz la Nueva frontera de J.F. Kennedy.

Abrams ya ha demostrado en TV con Alias, Perdidos y Fringe (y en el cine, hasta cierto punto, con Cloverfield/Monstruoso) que el público mayoritario se apunta sin problemas a los conceptos más rematadamente extraños siempre y cuando encuentre una conexión emocional con los personajes. En ese sentido, Star Trek 2009 es, antes que nada, una típica historia de crecimiento y superación frente a la adversidad y la pérdida, así como el relato del nacimiento de una improbable amistad entre dos seres en apariencia opuestos, dos jóvenes desorientados, marginales en sus respectivos mundos, ignorantes del inmenso potencial que acumulan. El encuentro con el Otro ha sido siempre el gran tema subyacente de Star Trek: contactar, conocer y con suerte aprender a convivir en paz y mutuo enriquecimiento con esa criatura diferente y misteriosa de otra raza, sexo, nación o ideología. ¿Qué mejor punto de entrada entonces para el reinicio de la saga que el primer contacto entre los miembros de la tripulación original de la nave Enterprise?

Puede que no sean exactamente como los recordábamos (salvo en el caso del doctor McCoy, un Karl Urban poseido por el espíritu del difunto Deforest Kelley) pero tienen excusa: son jóvenes, inexpertos, han crecido en una realidad alternativa y los interpreta una nueva generación de actores (Chris Pine, Zachary Quinto, Simon Pegg, Anton Yelchin y Zhoe Saldana como una Uhura más implicada en la acción que nunca), un fantástico reparto de futuras estrellas capaces de fundirse con estos personajes icónicos evitando las trampas de la imitación. Bruce Greenwood como el veterano capitán Pike brilla como ancla moral de la historia y figura paterna del desorientado Jim Kirk, mientras que un Eric Bana irreconocible queda francamente desaprovechado en un papel de villano vengativo que es más fuerza desencadenante que otra cosa, un Otro al que no hay tiempo ni ganas de tantear.

La película de Abrams (del que nadie se atreverá a decir ya que tiene un estilo televisivo como director) es un producto populista que se adapta a las reglas de juego que impone el actual Hollywood, la ley del blockbuster o nada: un espléndido episodio piloto, el caramelo en la puerta del colegio para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas, un primer paso imprescindible para rescatar a la franquicia del agujero negro de la extinción. Pero la mejor ciencia ficción es por naturaleza subversiva (puesto que introduce la duda que lo que es ahora vaya a seguir siéndolo indefinidamente), y aunque esta primera entrega cumple brillantemente su misión de destruir las certezas y prejuicios del público trekkie, para el espectador en general el viaje hasta el momento ha resultado todavía demasiado cómodo y libre de riesgos. En aras de una experiencia colectiva más equitativa, ¿qué tal una secuela al menos tan adulta y provocadora como aquellos primeros episodios de efectos visuales prehistóricos y decorados de cartón, pero cuya carga mítica ninguna película de la saga ha conseguido hasta ahora emular? La gran película de Star Trek está todavía por hacer: parafraseando al capitán Pike, el reto es hacerlo todavía mejor.

jueves, 27 de agosto de 2009

Catástrofes y animalicos


El cisne negro (best-seller de no ficción de 496 páginas de Nassim Nicholas Taleb, editorial Paidós) aborda un tema fascinante sobre el que tiene mucho interesante que contar aunque le cueste horrores ponerse a ello. El autor comienza relatando su vida de astuto self made man (desde las costas del Líbano a los rascacielos de Wall Street), para continuar despotricando de forma vagamente humorística contra los economistas, los expertos en evaluación de riesgos y los franceses. Tanto circunloquio me estaba empezando a tocar las narices cuando me encontré con el siguiente experimento mental, para mí el auténtico punto de inflexión del libro:
"Se lanza una moneda al aire noventa y nueve veces y en todas sale cara. ¿Cuál es la probabilidad de que a la siguiente vuelva a salir cara también?"


En plan fábulilla se plantea la pregunta a dos sujetos arquetípicos, un astuto comerciante de Brooklyn y un metódico ingeniero jubilado. El ingeniero responde automáticamente lo que nos enseñaron en clase de mates: “Un cincuenta por ciento: la moneda no tiene memoria y el resultado de cada lanzamiento es independiente de los anteriores”. “Ni de coña”, se carcajea el listo de Brooklyn. En el mundo real y puramente empírico en el que él habita nunca jamás sale noventa y nueve veces cara: o la moneda o la ley de probabilidades, una de las dos está mal y seguramente se trata de un timo.


La respuesta correcta es, por supuesto, la B (puro sentido común). Para Taleb, los borreguillos que habríamos contestado lo mismo que el ingeniero estamos infectados de platonicismo, un mal demasiado extendido entre los humanos. Sus víctimas tendemos a confundir el modelo con la realidad, el mapa con el territorio, vivimos rodeados de abstracciones mentales que imaginamos sólidas y tangibles y por eso nos quedamos de piedra cuando los esquemas nos fallan y nos quedamos en el aire colgados de la brocha.


El título del libro se refiere al pasmo con el que los naturalistas recibieron el descubrimiento en Australia del primer cisne negro, casi un oxímoron pues la blancura del cisne era considerada hasta entonces (lo mismo que ahora) un elemento esencial de su naturaleza, una de esas verdades de cajón extraídas por el método inductivo a partir de innumerables observaciones sin el menor rastro de evidencia en contra. Y si podían existir cisnes negros aunque nadie los hubiera visto o imaginado, ¿quién sabe qué otras certezas evidentes que damos por supuestas podrían desplomarse mañana? ¿Estamos seguros siquiera de que el sol volverá a salir sólo porque es lo que ha pasado cada día desde que tenemos noticia? Siguiendo con las aves, Taleb recuerda el ejemplo del pavo de Bertrand Russell, que creía que la regla general de la existencia era que un amable granjero le echara de comer todos los días hasta que la noche antes de navidad tuvo que revisar de improviso su teoría.


Lo mismo que las del pavo, nuestras predicciones del futuro tienden a ser simples proyecciones del pasado, y como tales bastante inútiles a la hora de prevenirnos contra las sorpresas desagradables. Por extensión el autor ha denominado cisnes negros a aquellos hechos raros de impacto tremendo e imposible de prever por adelantado, pero que parecen explicables o incluso inevitables a posteriori, como el Crack del 29 o el 11-S. Apunta que después de todo, la mayoría de los cambios históricos (por no hablar de los de nuestra propia historia como individuos) llegan siempre por sorpresa para aquellos que los viven en directo, por mucho que inmediatamente después los expertos corran a rodear el escenario del crimen con sus cadenas lógicas de estilo determinista.


Taleb esgrime estudios que indican que, pese a los abultados emolumentos que reciben a cambio de sus saberes, los politólogos y economistas son incapaces de demostrar dotes adivinatorias superiores a las del ciudadano medio salvo a la hora de explicar a posteriori todo aquello que en su momento no vieron venir. Les acusa de utilizar malas matemáticas (o de usarlas mal), de envolverse en arcanos modelos estadísticos para demostrar que saben de lo que hablan, armados con sus bonitas gráficas en forma de campana de Gauss (donde las desviaciones de la media son escasas e irrelevantes), uniendo los puntos en un salto de fe, dejándose llevar por la tendencia humana a ver patrones, prolongando sus curvas imaginarias frente a una realidad que tiende a ser cambiante y fractal y en la que un único acontecimiento o dato puede dar al traste con cualquier media o tendencia consolidada.

Muchos de esos expertos admitirían sin problemas lo endeble de sus predicciones, un puro castillo de naipes a merced de la primera brisa, para a continuación encogerse de hombros: “Es mejor que nada”. Los que pagan, mandan, y algo hay que decirles: en la sociedad del conocimiento la incertidumbre da pavor y cualquier cosa antes que admitir que hay demasiado que no sabemos y simplemente no hay manera de saber.

Todos estos conductores ciegos capaces de arrastrarnos con absoluto aplomo de cabeza al abismo están en el punto de mira de este ensayista y conferenciante, brillante autodidacta especializado en teorizar sobre el riesgo en relación a los límites del conocimiento. Despejar las falsas certezas y delimitar las zonas de incertidumbre, aprender a distinguir los matices entre improbable e imposible y sus respectivas consecuencias, sería el primer paso para tomar decisiones verdaderamente informadas y actuar en el mundo con un mínimo sentido de la realidad. Es decir, más Popper y menos Platón.

lunes, 17 de agosto de 2009

Parnassus: el trailer



ACTUALIZACIÓN:
Enlace para descargar en Quicktime alta definición en movie-list.com (al fondo de la página: Other formats - expand).
http://www.movie-list.com/trailers.php?id=imaginariumofdoctorparnassus

martes, 28 de julio de 2009

Corta y pega (Comic Con 2009)



1. Mínimo signo de vida de este mortecino blog de julio: Que por lo que cuentan la Comic Con de San Diego de este año ha debido de estar muy bien e internet está lleno de videos que lo prueban. Allí se presentó (para empezar por lo más esotérico) esta (larguísima) promo del remake de El prisionero en miniserie de 6 capítulos con Ian McKellen y James Caviezel, rodada en Sudáfrica con tratamiento de peli y que no pinta tan sacrílega como podría suponerse (¿un poco escasa de humor, quizá?).

2. Varios desconcertantes spots promocionales de la 6ª (y final) temporada de Perdidos. Si no habéis visto el final de la 5ª no os podéis ni imaginar la clase de enloquecidas especulaciones que han levantado... Y la charla de los cachondos de los productores con los fans tampoco tiene desperdicio: (http://www.youtube.com/watch?v=ruNjVeEBA_I)




3. Los presentes pudieron ver en vivo el trailer de la aventura final de David Tennant como El Doctor (Who), para las próximas navidades (está en youtube y tiene spoilers por un tubo, pero se ve fatal). Antes de eso, quizá en noviembre en la BBC, la penúltima aventura del Décimo Doctor, The Waters of Mars, éste sí con trailer oficial:




Y muchas más cosas que pasaron, y posiblemente más interesantes, las podéis encontrar en vuestras páginas favoritas de cine y tv. Y si no tenéis ninguna no entiendo cómo habéis llegado hasta aquí abajo...

viernes, 3 de julio de 2009

No hay quien pueda contra la entropía


No pensaba escribir nada sobre Michael Jackson porque bastante ruido ha habido ya, pero hoy me ha dejado impresionado esa grabación en la que se le ve ensayando para su inminente reaparición en Londres.
Es el impacto de verle por última vez haciendo de Michael Jackson, pero del de verdad, del artista superdotado que recordábamos de los buenos tiempos, antes de las operaciones y los escándalos, antes de que se transformara en un nuevo fantasma de la ópera pasto de la prensa amarilla. Darse cuenta de que para él la posibilidad de redención no era tan absurda, que Jackson no era todavía ese despojo alucinado que suponíamos o nos contaban sino que estaba trabajando como un burro para volver a ser grande y pagar las facturas sin tener que pasar por el trago de morirse a cambio del reconocimiento mundial y el perdón de sus pecados reales o supuestos. A estas alturas, sin embargo, el daño era tan grande que quizá el esfuerzo acabó siendo demasiado para él. Próxima exclusiva de The Sun sobre el caso: la autopsia lo confirma, a Jacko lo mató la segunda ley de la termodinámica.

viernes, 26 de junio de 2009

Déjà vu


Imagina que tienes una gran idea para una película de terror. El consejo del director destroyer arrepentido Elio Quiroga sería: “Antes de que te la roben, escóndela cuidadosamente dentro de un remake lo más plano que puedas de El Orfanato". Y como muestra, su propia NO-DO.

Cansado y mosqueado de las incidencias de la vida diaria que conspiran para mantenerme apartado de este blog, oh queridos lectores, y aún teniendo por delante varias películas excelentes para comentar (Star Trek, Ponyo en el acantilado, Los mundos de Coraline), me salto el habitual orden cronológico para despotricar contra la única de la que he salido echando pestes.
NO-DO es un producto bien rodado, con excelentes actores (Ana Torrent, Héctor Colomé), que funciona dando a ratos susto y repelús y que seguramente se venderá pasablemente en el extranjero ahora que parece que hemos creado los cimientos de una especie de industria autóctona del fantástico (ya lo estoy viendo, anunciada en caracteres más grandes que el título: “Si te gustaron Los otros o El orfanato, te encantará NO-DO”. Pero, ¿era realmente necesario para triunfar por el mundo reunir con tanta cara semejante antología de topicazos de nuestro último cine de género? Casas encantadas, madres histéricas, maridos incrédulos, viejas locas que callan algo, bebés que lloran al paso de fantasmas de niños muertos… ¿Será capaz Quiroga de defender que lo suyo no es pura explotación mimética de un éxito previo? Y no sólo roba de El orfanato, también fagocita bastante de La habitación del niño, la Película para no dormir de Alex de la Iglesia. NO-DO es una obra ramplona, mecánica, sin chispa, montada a base de estereotipos y trozos de historias bastante mejores que ella, unidos por saltos de trama ridículos, con personajes de cartón cuyas angustias es imposible creerse, sin apenas detalle de inspiración que la ilumine.
Y lo que más me cabrea no es el desperdicio de tiempo, dinero y talento por parte de todos los implicados, lo que no tiene perdón de dios es la tomadura de pelo que supone arruinar de esta manera una premisa de partida tan brillante y llena de posibilidades, la de ese equipo B de reporteros del NO-DO enviados a cubrir en secreto toda clase de milagros y fenómenos paranormales con el fin de reivindicar para la España franquista su posición como eje de la Cristiandad. Esa es la película que valía la pena ver y no otra más de parejas con pasta que se mudan a un caserón gótico y se arrepienten la primera noche. Un caso para estudiar: Elio Quiroga, que debutó con Fotos pidiendo paso como sucesor de Almodóvar y Buñuel y salió escaldado de la experiencia, se esfuerza tanto ahora por no asustar a nadie, por demostrar su calidad de artesano fiable y discreto al servicio de la taquilla, que el resultado es casi más bizarro y desconcertante que cuando iba de artista.

domingo, 21 de junio de 2009

¡Ocupado!



miércoles, 10 de junio de 2009

El que quiera peces


¿Quién ha dicho que la ficción no vale para nada? Hasta el thriller de verano más popular (por ejemplo, Tiburón) puede ser utilísimo como campo de pruebas y fábrica de patrones para interpretar la realidad...

Nadie describiría la primera obra maestra de Spielberg como un densa exploración de las interioridades del alma humana; de hecho es una versión chiringuitera y suburbana de Moby Dick en clave de serie B, donde el momento humano más dramático (el monólogo de Robert Shaw sobre su experiencia con los tiburones tras el hundimiento del portaaviones Indianapolis) se terminó de improvisar en el último momento. Y sin embargo, ¿cómo olvidarse del alcalde de Amity, el tío aquel que, aterrado por la fuga de turistas en temporada alta de su bonita ciudad costera, quitaba importancia al peligro del escualo y animaba sonriente a los bañistas a regresar a las playas y meter la patita? A aquel hombre tan valiente y lleno de sentido común lo único que le quitaba el sueño por las noches era que a final de año no le cuadraran las cuentas. El ejemplo, sin duda, ha cundido.

En esta era de la socialización del riesgo en la que el lobby pronuclear, arrimando a su sardina el ascua de la crisis y el CO2, insiste en que no hay más alternativa que lo suyo y todo lo demás son fantasías o trasnochados prejuicios izquierdistas, cuando supuestos expertos independientes (que indefectiblemente han hecho carrera en ese sector) insisten una y otra vez en que la tecnología punta del siglo XXI, si bien incapaz de impedir que se estrelle un avión de cuando en cuando, es perfectamente segura y a prueba de fugas radioactivas, cuando cada dos por tres surgen noticias de escapes y averías silenciadas por los responsables de tan magníficas centrales no contaminantes (siempre, por supuesto, incidentes leves; los otros no habría manera de ocultarlos), a uno le entran unas ganas tremendas de ponerse demagógico. Por ejemplo: ya que se les ve tan convencidos de que las ventajas anulan cualquier hipotético peligro, ¿por qué no obligar al presidente de Iberdrola y al ministro de Industria a hacer pedagogía y mandarlos a vivir con sus familias junto a esa central burgalesa que tanto les apetece conservar? Que también Fraga se bañó en Palomares y no le comió nadie.

sábado, 6 de junio de 2009

El huracán entero


Claro que me hacía ilusión ver en vivo a Neil Young pero admito la tontería de sentir cierta prevención subliminal a encontrármelo en carne y hueso (con diez o doce metros y varias filas de cabezas de por medio), sobre todo ahora que todos ya vamos teniendo una edad… Mr. Young (Toronto, 1945) es el músico al que más veces había visto en directo sin haberle visto nunca realmente, desde el impresionante documental The Year of the Horse de Jim Jarmush (que me convirtió para siempre en un fan) a la cutreretransmisión de TVE del verano pasado de su concierto en el Rock in Rio, sin contar todos los discos en vivo, oficiales o no, a lo largo de una trayectoria de cuarenta años. ¿Estaría el músico real, a día de hoy, a la altura de sus registros? ¿Echaría igualmente el resto cuando no había nadie importante mirando?

Vaya si lo echó. El pasado domingo en el velódromo de Anoeta de San Sebastián Neil Young dio delante nuestra uno de los mejores conciertos que le haya escuchado en la vida. Desde el momento en el que pisó el escenario con su camisa de cuadros empuñando su guitarra Old Black y tocó las primeras notas de Mansion on the Hill supimos que venía a dar caña, como reafirmó inmediatamente con una versión brutal de Hey Hey, my my (Into the Black), más lenta y pesada que nunca, con el efecto de una bola de demolición. A falta de los Crazy Horse (su clásica banda de acompañamiento), esta otra que se ha montado con mezcla de amigos jóvenes y veteranos y de su esposa Peggy a los coros no tiene nada que envidiar en cuanto a potencia destructiva y resulta mucho más dúctil a la hora de seguir al líder por sus diferentes palos, que no todo fue rock, distorsión y decibelios, hubo brochazos salvajes pero también caligrafía fina. Neil cambió el tempo sentándose ante un viejo órgano de iglesia que se había traído (el genio=la capacidad infinita para tomarse molestias) para cantar Spirit Road, emocionante himno de su disco de 2007 Chrome Dreams II; más tarde desfilaron varios temas de su legendario Harvest, clásico del folk-rock, con una precisión, limpieza y sensibilidad de poner la carne de gallina.
El canadiense (que habló poco pero sonrió y gesticuló mucho) venía con ganas de complacer a estos remotos fans europeos así que casi todo fueron clásicos absolutos (Cortez the Killer, Cinnamon Girl, The Needle and the Damage Done, Down by the River, Rockin’ In The Free World…), con tan sólo dos temas de su último disco, el peleón Fork in the Road, inspirado en un viaje que hizo por EEUU en un viejo Lincoln Continental convertido en coche eléctrico (últimamente el viejo rockero ha volcado su activismo en las energías renovables tras haberse partido la cara con los acólitos de Bush; en realidad, por supuesto, todo está bastante vinculado).
Fue un repaso fabuloso, aunque para nada exhaustivo (yo habría seguido allí otra hora o lo que me echaran sin acordarme del calor, del dolor de espalda o del madrugón del día siguiente) a una carrera llena de contrastes que en ninguna otra parte se manifiestan tan claros como en Like a Hurricane, el tema con que se despidió; una pieza romántica, fantasmagórica, perfecta, cantada en falsete, la calma en el ojo del huracán que Young envuelve en un desarrollo instrumental de estruendo, furia y caos aparente a la búsqueda de patrones, donde Young explora con su guitarra territorios que sólo él ve, un otro lado al que nos arrastra sobrecogidos con su música mientras el tiempo en este otro universo se detiene. Qué pocos pueden hacer eso.

miércoles, 27 de mayo de 2009

El hombre excelente



No tenía ni idea de que Pedro Sempson había sido famoso por algo más que por ser durante once años la voz original en castellano de Charles Montgomery Burns (mientras escribo el nombre completo del personaje no puedo evitar oírle a él gritándolo con furia de maníaco senil en cualquiera de las veces en que Los Simpson clásicos parodiaron Ciudadano Kane). Yo hasta hoy no conocía ni su cara y sin embargo la Wikipedia habla de una extensa carrera en el teatro y la televisión, donde se hizo popular interpretando a uno de los tacañones en una de las primeras etapas del Un, dos, tres. La ancianidad, al menos, no era fingida: murió el pasado domingo, a los 90 años y 11 meses.


Monty Burns con la voz de Sempson (también es casualidad el apellido) fue más lunático y malvado, más viejo chocho y plutócrata despiadado que nunca; su versión tenía una vida, sustancia y humor que iba mucho más allá de una simple imitación del original, inyectándole un carisma y una humanidad que estaba a años luz de la versión americana de Harry Shearer. El señor Burns que los espectadores españoles tanto admiramos es tan obra de Sampson como de Matt Groening, John Swartzwelder o los dibujantes coreanos que lo animaban, una de las cumbres del doblaje en castellano que prestigian una profesión y la elevan a la categoría de arte.
Sempson tenía 82 años cuando se retiró del oficio y de Los Simpson; por entonces yo no tenía ni idea de que fuera tan mayor y no podía meterme en la cabeza que alguien quisiera dejar voluntariamente lo que sin duda era el mejor trabajo del mundo. Todavía hasta la película de la serie mantuve la esperanza de que volviera, de que hiciera una excepción pero no, estaba bien merecidamente jubilado. Ahora que ya no nos queda otra que seguir echándole de menos indefinidamente, me gustaría creer que durante todos esos años poniendo voz a ese grotesco mamarracho amarillo que tan raro debía resultarle, él mismo disfrutó con su trabajo al menos una milésima parte de lo que lo hicimos nosotros.

domingo, 24 de mayo de 2009

Yo, Vampiro (with a little help from my friends)


Déjame entrar es una película pequeñita sobre un par de niños inadaptados que se encuentran en un deprimente suburbio de Estocolmo, y que hace por el cine de vampiros más o menos lo mismo que El sexto sentido por el de fantasmas.
Oiréis quizá que es cine europeo poético y sensible, una metáfora en clave fantástica acerca las crueldades de la infancia, la soledad, el sentimiento de alienación, los primeros amores y los climas gélidos del norte que le hunden el ánimo a cualquiera. Pues sí pero no.
Vale que de entrada, Oscar, el chaval humano, da bastante más grima que Eli, la chica vampira (le encontramos practicando con una navaja para defenderse de los capullos que le zurran en el colegio), pero luego la introspección y el subtexto no son obstáculo para que Déjame entrar sea también una fenomenal película de monstruos literales, violenta, sanguinaria y con un devoto respeto a la mitología clásica del vampiro (a la que aplica una brillante vuelta de tuerca), esa que por ejemplo, prohibe a estas criaturas entrar en el hogar de sus víctimas si no se les invita primero.
Y mucho cuidado antes de abrirles la puerta porque éstos no son como esos vampiros emos de moda, bellos, incomprendidos y trágicos: la maldición del no muerto no sólo convierte a Eli en un depredador darwiniano, hambriento y amoral, sino que su supervivencia diaria es un cúmulo de problemas prácticos que la conducen una a existencia precaria, marginal y furtiva. No es fácil ser vampiro en la Europa del siglo XXI, y menos si alguien no te echa un cable.
Siguiendo con la pauta de que, salvo por cuatro nombres fundamentales, cada país de Europa no tiene ni idea de lo que se cuece en el resto, la única información que encuentro sobre el director, Tomas Alfredson, es su pelada ficha de imdb.com aunque esta sea por lo menos su séptima película. Me entero de paso de que el guionista, John Ajvide Lindqvist, ha adaptado su propia novela, al parecer recortando mucho y tomándose bastantes libertades. Y seguramente más que se tomará el futuro remake en inglés que prepara para la renacida factoría Hammer Matt Reeves, el director de Cloverfield (Montruoso). En esta historia extrañamente delicada y terrible sobre simbiosis y parasitismos, en la que la atmósfera nórdica hace tanto por crear esa sensación de extrarradio de la civilización, cuesta imaginar que pueda ganarse algo con el transplante.