martes, 23 de febrero de 2010

Martin y Leo guardan la ropa


El cine está muy caro y hay que ser selectivos: pasad de Shutter Island y leeros el libro (robado de la biblioteca o incluso comprado en edición de bolsillo, cualquier opción resultará más económica).

La cosa va de un poli (Leo DiCaprio) que llega a la tétrica isla del título para investigar la desaparición de una paciente del psiquiátrico de delincuentes peligrosos del doctor Cowley (Ben Kingsley). Son los años 50 (época dorada de la paranoia) y se nota: la fuga no parece tener sentido, el personal no colabora y se acerca una tormenta con pinta de huracán que amenaza con dejarles incomunicados. ¿A que promete?

Pues así así... Según la muestra no representativa a la que he consultado, la película despierta reacciones opuestas según si estás o no en el ajo de los secretos del argumento. Los que no, la disfrutan de menos a más: fascinados por la atmósfera desquiciada, los ominosos personajes y los flashbacks al pasado del protagonista, el final les acaba decepcionando ("Ah, pero, ¿era ésto?"). En cambio yo, que ya iba prevenido (es una adaptación practicamente literal de la novela de Dennis Lehane), hacía tiempo que no me aburría tanto en el cine como durante la mayor parte de Shutter Island: ni el ejercicio de estilo de Scorsese consiguió que me importaran una trama y una ejecución tan convencionales, como si se tratara de un thriller clásico de los años 50 que hubiera sido fusilado mil veces desde entonces. Sin embargo, pasando del misterio, sí que me creí la intensidad emocional del último tercio, muy bien sostenida por DiCaprio, que es la que acaba salvando los muebles de un Scorsese (muy) menor pero decente, un capricho nostálgico de cine de género que no dejará huella.

domingo, 21 de febrero de 2010

Los días azules de las SS


Con motivo del 65 aniversario de la liberación de Auschwitz, la Casa de la Juventud de Pamplona organizó una exposición fotográfica, una conferencia (a la que falté) y la proyección repartida en cuatro sesiones de Shoah (1985), el famoso documental de Claude Lanzmann sobre el Holocausto que rara vez se ve de un tirón debido a su duración (nueve horas). El tema, que duda cabe, tampoco ayuda.  

No sé exactamente lo que esperaba, supongo que una especie de espeluznante cápsula del tiempo, un desfile de supervivientes desgranando para la Historia su propia experiencia del infierno, todas en el fondo una y la misma, variaciones de un idéntico horror: el ghetto, los trenes, las cámaras, los hornos... Y la confusión, la incredulidad, el espanto, la esperanza contra toda lógica de que Dios y el hombre no tolerarían semejante crimen, el exterminio sistemático de todo un pueblo al que sus asesinos habían decidido despojar de la condición humana.

Y así es Shoah, en parte. Las versiones pasadas por el filtro de la ficción son cuentos de hadas comparadas con la conmoción de escuchar estos testimonios de primera mano, con detalles y sucesos tan viles, tan desgarradores, que resultarían insoportables en una película comercial. En varios momentos a sus protagonistas se les quiebra la voz; se echan a llorar y Lanzmann ha de insistirles para que continúen, para que no se callen nada. Filmada durante la segunda mitad de los 70 y sin emplear ni una sola imagen de archivo, enfatizando el propio acto de recordar para verbalizar el trauma, Shoah rastrea las huellas del Holocausto en tiempo presente, hablando a través de la memoria de las víctimas, incluso visitando con ellas los escenarios de la masacre (Chelmno, Treblinka, Auschwitz...). Algunos lugares se conservan como museos de los horrores donde es hasta demasiado sencillo ilustrar paso a paso el relato de los supervivientes. Otros, treinta años después, han revertido en parajes insospechadamente idílicos y la cámara contempla en silencio bosques bucólicos y frondosos sin apenas signo de actividad humana, donde sólo la memoria del testigo (el inevitable cabo suelto) destruye la ilusión de un crimen perfecto y todo el esfuerzo de los nazis para borrar su rastro.

Como instrucción sumarial del Holocausto, Shoah acumula evidencia tras evidencia y presenta un caso tan demoledor que no deja el menor resquicio al revisionismo negacionista, pero Lanzmann no se limita a certificar la veracidad del genocidio. Intenta penetrar en las circunstancias y la atmósfera que lo hicieron posible, en el silencio, la indolencia, el racismo latente y el juego de complicidades que lubricaron durante cinco años el funcionamiento impecable de la Solución final.
El director entrevista a los campesinos polacos que vivían junto a los campos de exterminio (de donde al principio emanaba un olor insoportable aunque luego uno, que quiere usted, terminaba por acostumbrarse). Conversa con los colonos que ocuparon las casas abandonadas de los judíos, propietarios satisfechos que las muestran con orgullo al visitante y que se declaran contrarios al genocidio, aunque para nada echen de menos a aquellos comerciantes opulentos ni a aquellas frescas indolentes que se llevaban de calle a todos los hombres del pueblo. Habla con los conductores de los trenes especiales que iban a Treblinka (quienes recibían una paga extra para alcohol porque sobrios no eran capaces de hacer el trabajo) y a probos funcionarios de los ferrocarriles alemanes que no tenían ni idea de lo que estaba pasando, tan ocupados estaban en gestionar diligentemente el papeleo de los traslados (los viajeros de los trenes de la muerte tenían cada uno su correspondiente billete -pagado por las SS con los bienes incautados a sus víctimas- según las tarifas generales, con precios especiales para los niños). Lanzmann graba con teleobjetivo o cámara oculta a varios antiguos nazis que describen con pelos y señales, con mayor o menor grado de arrepentimiento, el día a día de su trabajo en los campos (el primer día muchos vomitaban; luego también se acostumbraban). Interviene también un historiador para poner en perspectiva la contribución de los nazis al “problema judío”, repasando antecedentes como la expulsión por los Reyes Católicos o el protocolo de los sabios de Sión, hasta llegar a la Solución final, el plan para exterminarlos de una vez y para siempre de la faz de la tierra.

Y que fantástico dispositivo pusieron en marcha, que eficacia logística tan germana (si se me permite el estereotipo). Un simple genocidio está al alcance de cualquier tribu de bárbaros pero sólo la nación más culta y civilizada de Europa podría haber creado la infraestructura de esas fábricas de la muerte funcionando just in time para matar a tantos tan rápidamente. Oh, y la astucia y brutalidad que desplegaron para mantener a sus víctimas a oscuras hasta el último instante, las mentiras y promesas con las que envolvían a cada grupo hasta hacerlos entrar en las supuestas duchas. Todo tan limpio, tan aséptico, tan industrial. No hace falta siquiera recurrir al fatalismo religioso que exhiben algunos de los supervivientes para explicar por qué no hubo prácticamente resistencia ni intentos de rebelión por parte de aquellos que iban derechos al matadero: sus asesinos simplemente no les dieron la menor ocasión. Uno sale con la sangre hirviendo, asqueado de la idea de civilización, deseando volver a ver inmediatamente Malditos Bastardos de Tarantino, y seguir descubriendo más cosas sobre tantas historias que Lanzmann deja apenas apuntadas (por ejemplo, ¿qué respondieron los aliados a la desesperada petición de ayuda de los judíos del ghetto de Varsovia?). Al final, ante la inmensidad del tema, las nueve horas saben a poco.

domingo, 7 de febrero de 2010

Cameron verde


James Cameron ha puesto pasta en el tema y está convencido de que el 3D es el futuro. Entrevistado por Jordi Costa en la Fotogramas de enero, el rey del mundo apuntaba que si tenemos dos ojos es para percibir el mundo con profundidad: vemos en tres dimensiones lo mismo que vemos en color y por eso el blanco y negro ahora no es más que una opción estilística para cuatro artistillas pedantes.
Interesante falacia porque el lenguaje cinematográfico es cualquier cosa menos realista: nadie ve el mundo en forma de planos encadenados (medios, generales, primer plano...) y por mucho que mueva el cuello nadie hace un travelling con grúa ni emula los movimientos frenéticos de la cámara en cualquier secuencia de acción. Pero Cameron tiene razón, a estas alturas el cambio de paradigma
es inevitable (al menos para los blockbusters: la próxima de Harry Potter, por ejemplo, se va a rodar ya en 3D) y buena parte de culpa la va a tener él. Y un visionario que invierte diez años de su vida en forzar a la realidad y la tecnología cinematográfica a doblegarse a su visión se merece, ya por principio, cualquier premio al mejor director del año.

Avatar es un auténtico milagro técnico, una película que es un 70% animación pero se siente 100% real (poniendo en ridículo los experimentos de Robert Zemekis con el cine virtual). El planeta Pandora, completamente generado por ordenador, con toda su orografía y biosfera, su exuberante flora y fauna (y sus alienígenas antropomórficos, los Na´vi, los personajes digitales más convincentes jamás vistos, el siguiente eslabón en la linea de criaturas del equipo Weta que previamente dio vida a Gollum y a King Kong), es una creación magnífica en concepto y estética, el verdadero protagonista de una película que para el caso lo mismo podría haber sido un documental de National Geographic.

En lo que se refiere al formato 3D, en cambio, me mantengo escéptico con reservas, a riesgo de parecerme a aquellos espectadores carcamales que renegaban contra el sonoro con el argumento de que la expresividad del cine mudo era un arte en sí misma y no una carencia (con cierta razón, al menos al principio: los micrófonos cortaron los pies al movimiento de la cámara dentro del plano y las películas no volvieron a rozar la exuberancia y dinamismo visual de Amanecer de Murnau hasta los años dorados de Francis Ford Coppola).

De entrada, Cameron dirá lo que quiera pero ningún primate salvo Rompetechos tiene que ponerse gafas especiales para ver el mundo, artilugios de los que es imposible olvidarse durante toda la proyección y que son la servidumbre práctica de una tecnología aún por perfeccionar. Después, claro, uno entra en la película y se queda con la boca abierta ante el plus de realismo sensorial de las primeras escenas. El efecto óptico es excitante, espectacular y bastante convincente, como contemplar otro mundo a través de un gran ventanal en vez de una simple imagen proyectada. En contrapartida, ese mismo efecto ventana hace más difícil abstraerse del espacio real, de la pared y de la sala, en perjuicio de la cualidad alucinatoria y fantasmagórica de la imagen creada por la simple luz proyectada (¿sueñan los humanos en 3D? No estoy seguro...), con lo que esta variante de la experiencia cinematográfica, aunque más espectacular, corre el peligro de resultar fácilmente menos inmersiva (o quizá es el shock de la novedad y simplemente acabaremos por acostumbrarnos).

Las tres dimensiones parecen funcionar muy bien para crear atmósferas, para planos descriptivos o de ubicación. En cambio, en las escenas de montaje rápido o con bruscos giros de cámara (v.g., en las escenas de acción), falla la triangulación, el resultado se embarulla y el cerebro (al menos el del que suscribe) no termina de procesar esos saltos como pertenecientes a un espacio físico real, procediendo a ignorar la información extra. Para terminar la parrafada aguafiestas, soy de la opinión de que el verdadero cine en 3D debería replantearse desde cero toda la teoría del montaje y el encuadre o dejarse de medias tintas y saltar directamente a una experiencia inmersiva de realidad virtual. Aunque eso, claro, ya no sería exactamente cine, ¿no?.

Ávatar, esa película sofisticadísima e hipertecnológica, envuelve una fábula ecologista descrita más o menos correctamente como Pocahontas o Bailando con lobos en el espacio: la historia del choque de culturas entre terrícolas depredadores llegados desde un mundo moribundo para explotar los valiosos recursos de un mágico planeta virgen, y los nativos gatunos y azules, místicos abrazaárboles tan parecidos a los indios americanos que se les oponen. ¿Alegoría de la conquista del oeste, de la destrucción de la Amazonia, de las guerras por el petroleo? Un poco de cada cosa, aunque el pragmático Cameron la acabe derivando, más que a un enfrentamiento cultural, a un violento choque de tecnologías donde los verdaderos bárbaros son esos humanos cegados por la inmediata necesidad económica, incapaces de reconocer (y rentabilizar) una ciencia más avanzada que la suya, la superintegración neuronal en red que enlaza entre sí a todos los seres vivos de Pandora (los puertos usb orgánicos que llevan integrados en el craneo son, aparte del aspecto, prácticamente el único rasgo alien de los Na´vi).

Bien mirado, no se aprecia nada especialmente más místico y sensible en este James Cameron post Titanic (la respuesta adecuada a la invasión acaba siendo armar la de dios y combatir el fuego con el fuego, lo que quiera que eso signifique para su interpretación alegórica). Lo que sí que se le nota es un esfuerzo deliberado por simplificar la historia al máximo, por reducirla a puros arquetipos para limitar riesgos y hacerla accesible al mayor porcentaje de público. Cameron es un perfeccionista obsesivo y un gran director de acción pero también un guionista tosco y prosaico que salva el tipo por su olfato para reciclar en formato de superproducción buenas ideas que otros tuvieron antes aunque más en privado (en este caso, todo el concepto del programa Avatar). El romance entre el simplón marine americano y la princesa india es tan automático y de manual que sólo lo salvan las estupendas interpretaciones, llenas de simpatía y carisma, de Sam Worthington y Zoe Saldana (digitalizada). El esquematismo de los personajes se compensa con el excelente trabajo de un reparto que clava cada papel, entre ellos el coronel cabrito de Stephen Lang y una Sigourney Weaver más cerca de su trabajo en Gorilas en la niebla que de la Ellen Replay de Alien. Ahora, una vez garantizado el futuro financiero de la franquicia, solo cabe desear que las secuelas conduzcan a este universo y a sus personajes hacia aventuras más a la altura del escenario.