miércoles, 4 de agosto de 2010

8. Don't Tell Me What I Can or Can't Do


LOST es una máquina narrativa llena de túneles y enlaces que la desbordan y remiten al espectador a innumerables mundos posibles e infinitas historias... Incluida, tal vez, la suya propia.

Supongamos que Jacob, el guardián de la Isla, el taciturno demiurgo que ha dado inicio a la aventura convocando a los personajes con sus extraños poderes sobre el destino, el espacio y el tiempo, pero que en el fondo no es más que un simple mortal imperfecto, fuera en cierto modo el trasunto ficticio de Jeffrey Jacob Abrams, creador de la serie.

Supongamos que su diabólico hermano el Hombre de Negro (del que nunca conocemos su nombre), loco por escapar de una Isla en la que ha vivido atrapado toda su existencia, el enemigo en la sombra de nuestros protagonistas desde el primer día, ese embustero y asesino hecho de humo que para materializarse en la acción requiere de cuerpos y voces ajenos, en suma, el Monstruo, fuera otro nombre para la Trama y por extensión para Damon Lindelof, el otro creador de LOST.

Que la serie fuera la Isla y sus dioses fueran por tanto los dos autores originales repartiéndose en plan de broma los papeles de poli malo y poli peor frente a sus personajes según su distinto grado de intervención en la acción:

Jacob como el creador distante, un legislador retraído y supuestamente bienintencionado que impone reglas, límites y objetivos pero se desentiende de los meros detalles, extrañamente indiferente a los ruegos, sacrificios o muertes de sus criaturas.
El Monstruo como el ejecutor de la trama, un ser despiadado y medio loco obligado a mancharse las manos de sangre con nocturnidad y alevosía, siempre maquinando para burlar las reglas que le impiden matar al guardián del relato o a cualquiera de sus posibles sustitutos (los personajes elegidos), tratando siempre de confundirlos y arrastrarlos a su perdición (pues si acaba con todos termina la historia y queda libre), lanzando sobre ellos toda clase de amenazas y peligros, moviendo en su contra a sus propios peones a losque recluta con promesas y engaños, creando en definitiva todas esas maquiavélicas estrategias de ocultamiento y manipulación de las expectativas que sustentan la inmensa mayoría de los misterios de LOST.


Que hubieran incluido en la serie muchas otras bromas privadas sobre el mundo de la televisión, transformando por ejemplo la obsesión por cifras de audiencia en unos omnipresentes números que lo mismo son la combinación ganadora de la lotería que le arruinan a uno la vida con su mal fario (aquello que gritaba Hugo, The numbers are bad!, los números son chungos); que las estrategias de contraprogramación con sus continuos cambios de día y hora hubieran inspirado la loca idea de mover la isla para salvarla de sus enemigos (tampoco es tan descabellado, existen abundantes leyendas acerca de islas semovientes).

En cualquier caso los personajes, al contrario que en una obra de Pirandello o Paul Auster, ignorarían en todo momento su condición de criaturas de ficción. Para ellos el destino del que tanto hablaba Locke (que no es otro que el que les depara el argumento) es una incomprensible fuerza sobrenatural que les zarandea a su antojo y no les ha traído más que desgracias. Por eso, cuando tras mil vicisitudes terminan por encontrarse cara a cara con los artífices de ese destino, Ben Linus (tal como había previsto el monstruo: demasiado rencor y resentimiento acumulados como para no sublevarse en presencia del silencio de Dios) acabará acuchillando a Jacob, repitiendo sin darse cuenta el asesinato del padre que ya había cometido una vez.

Porque si los dioses de LOST son malos, tampoco son mucho mejores los padres biológicos: negligentes, borrachos, maltratadores, criminales y hasta asesinos, pocos hay que sean trigo limpio. Sus hijos mantienen con ellos relaciones llenas de amargura, enfrentamiento y reproches que les marcan la vida y se acaban confundiendo con la que les unen al autor y los malos tratos que el creador les depara.

Jin Kwon
, más que llevarse mal, se avergüenza de su padre, el humilde pescador al que tanto se parece en el fondo. Él tiene ambiciones, pretende labrarse un porvenir y casarse con su amada Sun, hija de un turbio hombre de negocios quien, para acceder a tan desigual matrimonio, le obliga a trabajar para él como sicario, transformándolo en un personaje distinto del que Sun se enamoró, sacándolo de un romance para meterlo en un relato de gangsters (y sin Jin a su lado la propia Sun rápidamente comienza a avanzar por el mismo camino). Desde el principio el narrador de su historia conspira una y otra vez para separarlos hasta que, a apenas tres episodios del final, la pareja se planta y se niega a seguir el juego. Su historia acabará allí, en sus propios términos, tal como ellos decidan, y ningún monstruo los volverá a separar nunca más (y Kate, que también mató ya a un padre una vez, declara sombríamente su voluntad de matar al monstruo por ese crimen).

John Locke tiene un padre atroz, un asesino y estafador que le arruinó varias veces la vida: abandonó a su madre tras dejarla embarazada (ella lo entregó a un hospicio), le engañó para que le donara un riñón, trató de matarlo y lo dejó paralítico... Pero la propia obsesión de Locke por ese miserable sólo empeora las cosas. Podría haber escapado de su sombra, haber construido una vida propia junto a la mujer a la que amaba pero no fue capaz de olvidarse de él, se empeñó en perseguirlo para exigirle una explicación, para saber por qué le maltrataba, por qué no le quería.
Amargado con un cruel destino plagado de engaños y desilusiones que lo mejor que parece depararle es una existencia de muñeco roto guardado en una caja, Locke sueña con una vida más plena llena de propósito y significado en la que él no sea una eterna víctima sino un gran cazador en comunión con la tierra y los secretos del universo. La Isla le concederá su deseo convirtiéndole en el personaje que siempre quiso ser, el protagonista de un argumento hecho a la medida de sus más íntimas fantasías, la pieza central de un juego del que por fin cree conocer las reglas. Pero tampoco esa trama se desarrollará como él esperaba y su último destino será todavía más cruel e injusto que todo lo precedió. Sólo en el Limbo comprenderá Locke por fin cual era su papel en el gran argumento; no el que él imaginaba pero una parte esencial de la obra.

Quizá la escena más surreal y turbadora de toda la serie es precisamente esa en la que Locke es literalmente incapaz de matar a su padre tal como le reclaman y tiene que ser Sawyer, otra de sus víctimas (hijo simbólico del mismo autor) quien acabe con él. Anthony Cooper es un tipo tan monstruoso y detestable que en el momento de su muerte se convierte prácticamente en un ser alegórico pero el resto del tiempo los padres de LOST son personajes al mismo nivel que cualquier otro; no hay más que ver a Michael, Claire o Kate (que pierde su condición de aspirante a guardián de la Isla cuando ella misma se convierte en madre y tiene una criatura propia de la que cuidar).

En el complejo equilibrio entre control y creación, autoridad y libertad, el problema es el padre simbólico, ese autor a veces desconocido que ha construido para ellos un personaje que están obligados a interpretar dentro de una obra creada por otros, atados a un pasado que les ha venido escrito, que les lleva a tropezar una y otra vez en los mismos errores sin aprender ni crecer y que les nubla la posibilidad de imaginar un futuro por y para sí mismos. Con esa clase de autor tiránico lo mejor que se puede hacer es freírlo a tiros, estrangularlo o clavarle un puñal, enterrarlo y comenzar a crearse uno mismo su propio destino. Justo lo que Jack Shephard nunca consigue hacer.

A Jack, ya de niño, su padre el gran doctor le advierte de que no trate de de imitarlo, que es demasiado blando, que no tiene carácter para tomar decisiones sobre la vida y la muerte, que a veces no es posible salvarlos a todos. Más terco que una mula, Jack se empeña en demostrar lo contrario y se convierte en un cirujano milagroso especialista en enmendar al destino salvando casos perdidos, y también en el crítico más severo de su padre, al que no perdona que sea falible y humano después de todo y a quien prácticamente acaba empujando a la muerte (algo que Jack, a su vez, no se perdonará a sí mismo mientras viva).

Jack es un espectador escéptico de su propia historia que discute con el narrador a cada paso, que cree saber más que él (en ocasiones con razón), un personaje con ideas propias que se resiste lo mismo que Hamlet a seguir el curso de la acción que le marca un autor espectral, que se niega a aceptar ninguna baja, a sacrificar un solo peón en la partida en la que él y sus compañeros de relato ejercen de fichas, el protagonista designado de un relato que trata de tomar una y otra vez el control para sabotearlo (por ejemplo, saliendo de la Isla antes de tiempo). Pero Jack, más allá de su espíritu de resistencia, como aprendiz de autor es un desastre, carece de imaginación y sangre fría para asumir las consecuencias de sus acciones. Obsesionado con los fantasmas de su pasado, se muestra incapaz de seguir adelante con su vida, de inventar un futuro para sí mismo y en su lugar sigue soñando con arreglar lo hecho y desescribir lo escrito.
Cuando finalmente el hijo pródigo se rinda al destino para que haga con él lo que quiera, será entonces el narrador en retirada (ya poco más que un puñado de cenizas) quien se niegue a darle pauta alguna. Jacob simplemente quiere voluntarios, ceder el poder a alguno de los supervivientes para que ocupe su puesto como protector de la Isla. Terrorífica responsabilidad que sólo Jack se muestra deseoso de aceptar, sintiendo que aquel es, efectivamente, el destino que siempre había ambicionado, por fin al mando de su propia historia para continuarla a su manera, ¿Qué más da si el relato está ya muy avanzado? Al fin y al cabo, todos somos hijos de nuestros padres, ninguna historia empieza de cero sino cada una nace de otra y es heredera de una tradición que se remonta al origen de los tiempos.

Y Jack, que nunca fue hombre de perder el tiempo, apenas tarda un episodio en encontrarle una conclusión a su gusto. Un final mitad Indiana Jones, mitad Casablanca, del que milagrosamente todo el mundo sale vivo (incluso Frank Lapidus, el piloto que los sacará a todos volando de allí, sorprendentemente rescatado en mitad del océano cuando pocos daban un duro por él). Todos viven excepto el propio Jack (en el papel que siempre había soñado para sí mismo, el noble héroe que se sacrifica por sus amigos y muere feliz sabiendo que, aún costando dios y ayuda, ha logrado salvarlos a todos) y el maldito monstruo (atrapado en el frágil cuerpo de carne y hueso que aparentaba poseer cuando la luz mágica se apaga), otro nombre para esa larga y oscura cadena de secretos y mentiras que ha sido mayormente la trama de LOST, despatarrado al fondo de un barranco como una chocolatina cayendo de una máquina de vending.

El blanco y el negro, la luz y la oscuridad. Desde el primer episodio de la serie ha estado presente esa dicotomía, fichas en un tablero sugiriendo un enfrentamiento maniqueo entre el bien y el mal que en último término no era exactamente tal.
El Hombre de negro fue, en su momento, una víctima, y su furia nace de una verdadera injusticia, pero sus acciones posteriores hacen difícil no verlo como el mal encarnado. Más concretamente, la Mentira, la voz que oscurece el corazón y las mentes de los desgraciados que le dejan hablar a quienes corrompe, engaña y empuja a la ruina. Sondea sus más íntimos secretos, descubre sus mayores deseos y debilidades y después les cuenta historias sobre sí mismos y sobre otros. Vuelve a Claire una loca homicida explotando su soledad y el dolor por su hijo perdido. Destruye el espíritu de Sayid sin otra magia ni conjuro que sus palabras, convenciéndole de que no es ni podrá ser otra cosa que un asesino, prometiéndole recompensas ilusorias, devolverle a los muertos, haciendo de él un perfecto esbirro para ejecutar sus designios. Y quien sabe que le prometió a los compañeros y al marido de Danielle Rousseau: el Hombre de negro, con su poder de suplantar a la voz del padre/autor, de confundir a los seres humanos para asignarles el papel que a él le convenga, es la única plaga que ha habido jamás en la Isla.

Si la luz que custodia Jacob, trasunto del autor, ha de ser lo opuesto a esa oscuridad terrible, entonces debe de ser todo lo contrario: la auténtica chispa divina, el poder de ver lo que no está ahí, la capacidad de inventar y crear, la luz que se encuentra en el interior de cada individuo, la imaginación, la esperanza, las infinitas posibilidades que la mente humana puede concebir.
Porque el humo nace de la luz, del poder de la imaginación contaminada por las peores pasiones de la materia (la rabia, el miedo, la frustración, el dolor, la envidia) surge su reverso tenebroso, los delirios, las pesadillas y falsas certezas que sojuzgan y desesperan a los mortales, nublando su visión del mundo y lanzándolos a la destrucción de los demás y de sí mismos.

Y si ocurriera lo imposible y este criminal de negro cuyas maquinaciones amenizan los argumentos de esa Isla imaginaria escapara alguna vez hacia tierra firme, se apoderaría del mundo un sinsentido de voces y fantasmas aún mayor del que ya existe, un mar impenetrable de oscuridad, miedo y cinismo, destrucción y violencia que dejaría pequeña a la famosa maldición china: “ojalá que vivas tiempos interesantes”. Quizá ya ha ocurrido y no nos hemos enterado.

Esas fuerzas de la luz y la oscuridad, personificadas o no, escindidas o no en dos mitades, se han enfrentado desde el comienzo de los tiempos en la Isla (una historia que se solapa y confunde con la historia del mundo) y dentro de cada personaje al que hemos venido siguiendo. Tratando valientemente de salir de la selva oscura que les rodea susurrando “esto es todo lo que hay”, esforzándose por entender e imaginar, por descubrir los engaños, por trazar entre todos el mapa que les saque del laberinto de espejismos por el que marchan en círculos hasta la orilla luminosa del océano de las posibilidades donde soltarse de sus hilos invisibles y reclamar el dominio de su propia existencia.

Lo decía J.J. Abrams en su charla sobre el misterio: al final, en todas las historias que importan, la última caja guarda dentro el alma de los personajes; y dentro de ella, un lienzo en blanco donde nos vemos proyectados a nosotros mismos.

Pero la historia de la Isla no acaba nunca; tras Jack I da comienzo la era del enorme Hugo Reyes, nuevo protector de todos los mundos posibles, de todas las ficciones, ideas y fantasías creadas o por crear que se cruzan y bullen en el magma luminoso de su núcleo, la riqueza más grande con la que pudiera soñar un ser humano. Hugo es un gran tipo que implantará un estilo mejor, mucho más llano e incruento (aunque en caso de necesitar inventar nuevas tramas, siempre podrá contar con el mayor mentiroso vivo del mundo, Ben Linus). A su cargo quedan todas las historias concluidas, los misterios no resueltos, las tramas abiertas y las innumerables historias que quedan por contar, tanto dentro como fuera de la Isla. A partir de ahora, los Reyes somos nosotros.

Mientras tanto, ¿a dónde van a parar los personajes de un cuanto que ya ha sido contado? Quizá sigan soñando confusamente con sus vidas entre las páginas del libro, a la espera del día, siglo, o milenio (porque el tiempo no significa nada para un libro cerrado) en que alguien les despierte de nuevo para revivirlas.
Y luego, cuando la historia se haya vuelto a contar una vez más, ellos y sus compañeros de aventuras, reunidos para el último viaje, entrarán de nuevo todos juntos en la luz, en ese lugar único donde los personajes de ficción alcanzan la inmortalidad: viviendo para siempre en nuestra imaginación.


Parte 8 de 8
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Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened, 5. The Man Behind The Curtain , 6. See you in another life, brother , 7. Make Your Own Kind of Music

martes, 3 de agosto de 2010

7. Make Your Own Kind of Music


Guste más o menos, irrite o conmueva, allá cada cual con su organismo, pero lo que no se puede decir en serio del final de LOST es que no encaje, que sea una especie de cuerpo extraño adherido al resto de la serie, un tapón improvisado para cerrar de cualquier manera la hemorragia de la trama. En realidad, contemplando ahora en perspectiva la estructura entera de la serie tal como se ha ido desarrollando, una simple coherencia requería, si no este mismo final, uno muy parecido.

Coherencia, sí. La intimidante complejidad de LOST, sus cientos de personajes, los incontables hilos que se cruzan e interactúan, sus extraños quiebros argumentales y de ritmo, dotan al conjunto una apariencia de caos y desmadre, pero que haya quien no distinga en ella orden ni concierto no quiere decir que no exista o que sus responsables no hayan seguido criterio alguno para darle forma.

La estructura de la serie, más que un esquema rígido planificado al milímetro, parece seguir un modelo fluido y flexible con margen para variaciones, ocurrencias y momentos de inspiración siempre con un ojo puesto en la integridad general. Cualquiera que la haya seguido lo suficiente habrá notado el uso frecuente de repeticiones, variaciones, oposiciones, motivos recurrentes y frases que vuelven una y otra vez. Son recursos retóricos para dotar de cohesión un relato complejo pero también, y quizá antes que eso, técnicas de construcción musical.

La estructura de LOST (al menos para este completo ignorante que todo lo que sabe acerca del tema lo ha sacado de la wikipedia y similares) recuerda poderosamente a la más común de las formas de la música clásica, la forma sonata, empleada en sinfonías, conciertos, sonatas y cuartetos de cuerda desde finales del siglo XVIII. El parecido no tendría nada de extraño porque esta estructura musical funciona ya de por sí como una especie de relato sonoro que introduce la retórica en la música, dramatizándola al estilo de la acción trágica aristotélica y su división en inicio, nudo y desenlace. Pero la forma sonata contiene sus propios elementos específicos dentro de los cuales se puede jugar a encajar, por analogía, la trama completa de LOST y sus aparentemente caprichosos cambios de tono y ritmo:

-Exposición: donde se presenta el material dramático principal, generalmente dos grupos de temas en estilos contrastados y tonalidades distintas enlazados por una transición.
Podrían ser, a grosso modo, los temas de la Isla (grupo A) y los de los personajes (grupo B) unidos por una transición a la que llamaremos flashback. Esta fase podría concluir al final de la segunda temporada, cuando Desmond detona el mecanismo de seguridad de la Estación Cisne para salvar al mundo y la tremenda perturbación electromagnética subsiguiente es detectada en el Polo Norte por el equipo de rastreo de Penelope Widmore: la Isla ha sido encontrada y se incorporan al drama nuevos e imprevisibles elementos externos.

-Desarrollo: donde se trabajan todos los materiales de la obra de manera más libre, explorando sus posibilidades sin un orden preestablecido, con un efecto mucho más caótico de cambio y conflicto, hasta acabar regresando a los temas de la exposición.
Correspondería al bloque central de la serie, tercera, cuarta y quinta temporadas, incluyendo: Introducción formal de los Otros. Llegada de los mercenarios de Charles Widmore. Fuga de la Isla. Transiciones que cambian de flashbacks a flashforwards. Desesperación de los huidos en el exterior (la versión más oscura de los temas de los personajes). Retorno a la Isla. Saltos en el tiempo atrás y adelante. Vuelta a la situación de partida.

-Recapitulación: repetición alterada de la exposición pero con ambos grupos de temas ahora en el mismo tono del primero. Termina con un pasaje que recuerda a la conclusión de la primera parte y que parece un final en sí mismo. Déjà vu, sentimientos de nostalgia, persistentes ecos del comienzo de la serie; los temas de los personajes se presentan ahora como una presunta realidad paralela que puede confluir en cualquier momento con la de la Isla a través de las acciones de Desmond,
aparentemente capaz de moverse entre ellas. En la cueva de la luz, justo antes de que dé comienzo el gran desenlace, el propio falso Locke se toma el trabajo de señalar irónicamente la simetría con el final de la segunda temporada: “¿No te recuerda esto a algo, Jack? Desmond descolgándose por un agujero en el suelo... Si hubiera un botón ahí abajo podríamos pelearnos sobre si pulsarlo o no. Como en los viejos tiempos”).


-Coda: Sección final, a veces no esencial, que no es parte del argumento de la obra pero que la lleva a su conclusión. Se hace necesaria tras un pasaje especialmente difícil o intenso, con el fin de reencauzar todo ese impulso, mirar hacia atrás al conjunto y crear una sensación final de equilibrio. Los últimos diez minutos de LOST serían precisamente esa coda que devuelve el equilibrio a la composición y permite cerrar la historia alcanzando cierto grado de serenidad.

Un torrente de emociones tan impúdico como el que plantean esos momentos finales, si no se percibe como una progresión natural del relato, corre el riesgo de verse rechazado como un burdo intento de manipulación sentimental. Quizá el camino más rápido para descubrir esa coherencia (pero sólo si se ha experimentado la serie completa y no unos cuantos episodios al azar) es a través del oído, a un nivel visceral o puramente formal, sin aguardar a entender o racionalizar nada, simplemente distinguiendo la lógica de la melodía y la armonía entre las partes, el sentido estético de una obra que, jugando con nuestras expectativas hasta el último instante, se ha acabado revelando mucho más íntima y conmovedora que épica o cerebral.

Parte 7 de 8
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1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened, 5. The Man Behind The Curtain , 6. See you in another life, brother

lunes, 2 de agosto de 2010

6. See you in another life, brother


Y al final, en el rincón más sagrado había polvo de hadas y ruinas de cartón piedra. Se acaba la aventura y el espectador se queda con las ganas de saber qué era exactamente ese gran poder de la Isla por el que la gente moría y mataba, capaz de hacer que un individuo consagrara una existencia de siglos a preservarlo (pues su destrucción podría provocar poco más o menos el fin del mundo) y que al final se ha despachado con un montón de metáforas y poesía y un efecto especial representando alguna clase genérica de energía.

En realidad LOST ha hecho algo mejor que explicarlo: ha reservado una demostración práctica para los diez últimos minutos de la serie, a partir del momento que Jack Shephard comprende finalmente donde está y qué es esa misteriosa existencia alternativa en la que parecía estar viviendo.

Fue una de las pocas cosas que la Madre le dijo a Jacob, parte de esa luz habita en el corazón de cada ser humano, y ahí aparece ahora, ante nuestros ojos: el corazón de la Isla contiene el secreto de la vida después de la muerte, el secreto de la inmortalidad. El único misterio que no hay manera de desbancar con otro mayor, no hay ninguno más íntimamente incomprensible para un ser humano, crea o no crea en algo, que la idea de pasar en un instante de la existencia a la nada; imposible no emocionarse con un sueño de trascendencia que llevamos grabado en los genes y sobre el que se fundan todas las mitologías y religiones.

Demasiado obvio, manipulador y sensiblero, denuncian otros. Una cosa es llenar la selva de fantasmas o resucitar a los muertos y otra abrazarse con ellos en el otro lado con música de Michael Giacchino. Lo disfracen como lo disfracen, por mucho que la escena incluya iconos de todas las religiones, incluso si esa otra vida es un regalo especial de la Isla para sus salvadores, el resultado de la detonación de la bomba o cualquiera de las muchas teorías que circulan para explicarlo, el reencuentro de todos los personajes es una pura fantasía consoladora de la peor calaña y su inoportuno misticismo new age deja un mal sabor de boca a los fans más racionalistas radicales de la serie.

Veámoslo desde otro punto de vista: para quienes querían una respuesta definitiva, un final que lo dejara todo atado y bien atado, imposible imaginar otro más concluyente que éste.

La historia de la Isla realmente nunca termina, es como la Historia con mayúsculas, inabarcable, una sucesión infinita de acontecimientos entre los que es imposible discriminar o tomar distancia para extraer un sentido global. Son tan sólo las historias individuales las que concluyen, el viaje personal de cada ser humano, su propio conjunto de experiencias únicas, sus respuestas parciales al significado de la existencia, esa percepción subjetiva única e irrepetible del universo que se desvanece con la muerte.

Pero quizá en el mundo de LOST, en lugar de perderse, pasa a formar parte de un inconsciente colectivo junto con la de todos aquellos sin los que uno mismo no podría concebir su propio relato, todos juntos soñando un eco de sus vidas pasadas, arrastrando la inercia de viejas alegrías y antiguas heridas y de tantas historias como quedaron sin concluir, cada uno imaginando para sí mismo lo que hubiera podido ser y no fue.

Cuando el durmiente despierta, su historia entera pasa ante sus ojos y por un momento es uno de nosotros, un sorprendido espectador de su propia vida, ahora ya un relato con principio y final, sus luces y sus sombras que al contarse entero cobra quizá por primera vez sentido y coherencia, dándole ocasión de hacer balance y cerrar el libro. En la serie que era la puerta de un millón de historias, qué menos que dar ocasión a sus protagonistas de conocer la suya propia.

Algunos ya habían comenzado a hacer ese balance, rectificando en sueños alguno de sus peores errores. Ben Linus desiste de su pequeño golpe de estado escolar para no perder otra vez a su hija Alex. Sun y Jin ya ni siquiera están casados sino que ahora son una pareja de amantes furtivos unidos contra el mundo.


Y John Locke, de regreso del aeropuerto, se empeña en bajar por sí mismo de la camioneta con su silla de ruedas pero se cae al jardín, saltan los aspersores y comienzan a regarle. El viejo Locke se habría desesperado y maldecido, otro pequeño instante patético de una existencia empeñada en no darle tregua. En vez de eso, tirado y chorreando sobre la hierba, capta de pronto el lado ridículo de la escena. Y se ríe.
Imposible, debía tratarse de otra persona, un Locke de una realidad paralela con alguna diferencia esencial de mecanismo, alguien que hubiera llevado una vida distinta y más feliz. Pero por supuesto que era él, algo después (¿cuanto? Nos dicen que no existe el tiempo en el limbo), comenzando a cicatrizar heridas, a aceptar su historia y su propio papel en ella.

Los relatos de náufragos suelen acabar con la llegada del rescate pero este epílogo no hay más isla que la que cada uno de los personajes representa (la otra, hundida por si acaso en el fondo del mar, no tiene papel aquí: esto es sólo para ellos). El final lógico para una historia sobre un grupo de personajes perdidos en el caos de sus propias vidas, incapaces de fijar su propio rumbo, aferrados a sus fantasmas y fantasías ilusorias, también es ser rescatados. Todos necesitan un empujón para despertar, la ayuda de algún otro para salir de su propio pozo de oscuridad, para descubrirse a sí mismos, para comprender quienes son y dónde están. El infierno no sólo no son los otros sino que son, quizá, el único cielo posible.

¿Sentimental? Sí, claro. Creo que no he llorado tanto desde que tenía seis años.

Parte 6 de 8
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1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened, 5. The Man Behind The Curtain

domingo, 1 de agosto de 2010

5. The Man Behind The Curtain


Tanto esfuerzo y energía malgastados para acabar en el punto de partida. Los supervivientes se palpan la ropa, miran en torno y lo encuentran todo más o menos donde solía. La bomba, en lugar de cambiar la historia, parece haberles devuelto a su propio tiempo. Locke sigue muerto y pronto también enterrado para desconcierto de una audiencia que hasta el último momento ha seguido esperando que la Isla le concediera al viejo cazador una revancha. No.

Todo es lo mismo pero ya nada es igual. Tras tanto recorrerla de arriba a abajo, ahora la Isla, más que asombro o terror, despierta una sensación de déjà vu o incluso de nostalgia por los buenos viejos tiempos (Hugo se lo comenta a Jack, otra vez aquí de excursión por la selva, como solíamos hacer). Cierto que aún queda un resto de magia en el aire (los fantasmas, el faro, ese extraño niño que aparece de cuando en cuando) pero es como si el asesinato del guardián y el desenmascaramiento del monstruo, su enemigo jurado (alias el humo asesino, la criatura detrás de casi todas las apariciones sobrenaturales que venían atormentado a los protagonistas y ahora el suplantador de John Locke) hubiera deshecho algún encantamiento que pesara sobre el lugar, disipando el clima de misterio y girando la trama hacia un tradicional choque entre el bien y el mal cada vez menos ambiguo.

Precisamente el gran Jacob, el misterioso dueño de los destinos de todos, aquel a quien los Otros sirven y reverencian como al Ser Supremo (y que sólo una vez que se deja matar tiene la decencia de dar la cara, cuando apenas es ya un eco a un paso de desvanecerse para siempre), ha sido probablemente el mayor fiasco de todos. Sus fieles devotos, abandonados a su suerte sin previo aviso, se descubren de pronto desamparados ante la furia homicida de su adversario. Ya apenas un puñado de extras aterrorizados que corren entre los muros de su Templo como pollos sin cabeza, comandados por un par de cretinos arrogantes e ineptos que resultan estar equivocados en todo lo que dicen o afirman, se hace difícil no sospechar que, pese a todas sus bravatas de iluminados, los Otros siempre fueron una secta bastante dejada a su libre albedrío, llena de supercherías y dogmas de su propia cosecha, tan al tanto de los últimos secretos del lugar como los científicos de Dharma a los que masacraron. Hasta Richard Alpert, el silencioso inmortal, el único al que el pseudo dios admitía en su presencia, después de siglos de obedecerle a ciegas sufre una crisis histérica y se intenta quitar la vida al ver derrumbarse todas sus creencias, su fe en Jacob y en un supuesto plan que (ahora lo comprende) nunca existió realmente.

Jacob es tan sólo el último y más notorio de una larga serie de visionarios, líderes y sujetos carismáticos que LOST ha hecho pasar a escena irradiando sabiduría y un íntimo conocimiento de los secretos de la trama, para acabar derribándolos con estrépito del pedestal como farsantes o ilusos, a menudo entre lágrimas y pataleos. El síndrome del Mago de Oz: fe ciega, infantil, irracional, sin otra base que la mera apariencia o el puro deseo de creer. Así es como llegamos a creer en John Locke (el gurú original, con su conexión especial con la Isla), en Benjamin Linus (el jefe de los Otros, siempre cultivando un aire de maligna omnisciencia), en Daniel Faraday (el científico que lo explicaría todo), en Richard Alpert (la mano derecha de Jacob), hasta en el pobre Desmond Hume, tan seguro de la verdad, tan despreocupado del aquí y ahora tras malinterpretar (como nosotros) su visión de ese otro mundo mejor donde todo el mundo era feliz. Y ese mismo escepticismo de LOST hacia cualquier variante de idolatría es el que expresaba John Lennon (quien quizá no por casualidad comparte nombre con el hippy de las gafitas del Templo) en su canción God:

God is a concept, 
By which we can measure, 
Our pain, 
I don’t believe in magic, 
I don’t believe in I-ching, 
I don’t believe in bible, 
I don’t believe in tarot, 
I don’t believe in Hitler, 
I don’t believe in Jesus, 
I don’t believe in Kennedy, 
I don’t believe in Buddha,
I don’t believe in mantra, 
I don’t believe in Gita, 
I don’t believe in yoga, 
I don’t believe in kings, 
I don’t believe in Elvis, 
I don’t believe in Zimmerman, 
I don’t believe in Beatles, 
I just believe in me, 
Yoko and me, 
And that’s reality. 
The dream is over

Al final Jacob tampoco tiene todas las respuestas; no es más que un simple ser humano, un oscuro manipulador frío y distante convertido en Guardián de la Isla a falta de mejor candidato, el cargo del que emanan todos su poderes y que tuvo que aprender a ejercer por su cuenta porque la terrible mujer a la que sucedió (mentirosa, violenta y medio loca, alguien que mezclaba alegremente hechos y superstición, con toda seguridad tan sólo una más en una larga cadena de guardianes que se pierde en la noche de los tiempos) nunca quiso explicarle demasiado: “Cada respuesta sólo conduciría a otra pregunta”.

Un obvio guiño de los responsables de LOST a ese sector de la audiencia que aguarda todavía, desafiando todo el propósito de la serie, a que los poderosos dioses de la pantalla del televisor se asomen a entregarles una lista de soluciones que lo deje todo atado y bien atado, que despeje cualquier duda y les libre de la tentación de tener que pensar o emplear su imaginación.

Si antes hablábamos de que la historia de LOST se puede representar como un viaje circular alrededor de la Isla, cabe citar aquí a Benoît Mandelbrot, padre de la geometría fractal, que en un artículo de 1967 (How Long is the Coast of Britain? Statistical Self-Similarity and Fractional Dimension) describe la paradoja de la línea de costa: se ha demostrado en la práctica que la longitud de un tramo de costa aumenta cuanto más precisa es la unidad de medida que se utiliza para calcularla. El motivo es obvio: cuando más detalle se intenta obtener, más recovecos y entradas del terreno hay que entrar a medir y más accidentes menores hay que sumar al total que de otra forma quedarían ignorados por el redondeo. Es decir, que cuanto más pequeña y próxima a cero sea la unidad de medida (cuanto más precisión y detalles se exijan a la historia), más tenderá a infinito el perímetro de la Isla (la historia se hará interminable). No parece casual que el mismo episodio de LOST que nos cuenta el origen de Jacob y su hermano (Across the Sea) proporcione precisamente una aproximación fractal a la historia de la Isla, un modelo que se repite con el tiempo a diferentes escalas de manera escalofriantemente semejante: llegan forasteros, comienzan a investigar las propiedades de la Isla, tratan de explotarlas para su propio beneficio violando sus secretos y son destruidos sin compasión (más o menos coincidiendo con el comentario despectivo de la Madre y el Hombre de negro: “Llegan, luchan, destruyen, se corrompen, siempre acaba igual”).

Y esto es todo lo que LOST piensa extenderse acerca de las eras oscuras de su mitología: que se parece mucho a la Historia del mundo, que es igual de inabarcable y que el que quiera más información va a tener que extrapolarla por su cuenta combinando detalles sueltos con la pauta cíclica y genérica que acaban de dar. Como dijo Lennon, se acabó el tiempo de los dioses, los líderes, los ídolos y los dichosos narradores omniscientes que mastican la comida por ti: The dream is over.

Parte 5 de 8
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Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened