miércoles, 4 de agosto de 2010

8. Don't Tell Me What I Can or Can't Do


LOST es una máquina narrativa llena de túneles y enlaces que la desbordan y remiten al espectador a innumerables mundos posibles e infinitas historias... Incluida, tal vez, la suya propia.

Supongamos que Jacob, el guardián de la Isla, el taciturno demiurgo que ha dado inicio a la aventura convocando a los personajes con sus extraños poderes sobre el destino, el espacio y el tiempo, pero que en el fondo no es más que un simple mortal imperfecto, fuera en cierto modo el trasunto ficticio de Jeffrey Jacob Abrams, creador de la serie.

Supongamos que su diabólico hermano el Hombre de Negro (del que nunca conocemos su nombre), loco por escapar de una Isla en la que ha vivido atrapado toda su existencia, el enemigo en la sombra de nuestros protagonistas desde el primer día, ese embustero y asesino hecho de humo que para materializarse en la acción requiere de cuerpos y voces ajenos, en suma, el Monstruo, fuera otro nombre para la Trama y por extensión para Damon Lindelof, el otro creador de LOST.

Que la serie fuera la Isla y sus dioses fueran por tanto los dos autores originales repartiéndose en plan de broma los papeles de poli malo y poli peor frente a sus personajes según su distinto grado de intervención en la acción:

Jacob como el creador distante, un legislador retraído y supuestamente bienintencionado que impone reglas, límites y objetivos pero se desentiende de los meros detalles, extrañamente indiferente a los ruegos, sacrificios o muertes de sus criaturas.
El Monstruo como el ejecutor de la trama, un ser despiadado y medio loco obligado a mancharse las manos de sangre con nocturnidad y alevosía, siempre maquinando para burlar las reglas que le impiden matar al guardián del relato o a cualquiera de sus posibles sustitutos (los personajes elegidos), tratando siempre de confundirlos y arrastrarlos a su perdición (pues si acaba con todos termina la historia y queda libre), lanzando sobre ellos toda clase de amenazas y peligros, moviendo en su contra a sus propios peones a losque recluta con promesas y engaños, creando en definitiva todas esas maquiavélicas estrategias de ocultamiento y manipulación de las expectativas que sustentan la inmensa mayoría de los misterios de LOST.


Que hubieran incluido en la serie muchas otras bromas privadas sobre el mundo de la televisión, transformando por ejemplo la obsesión por cifras de audiencia en unos omnipresentes números que lo mismo son la combinación ganadora de la lotería que le arruinan a uno la vida con su mal fario (aquello que gritaba Hugo, The numbers are bad!, los números son chungos); que las estrategias de contraprogramación con sus continuos cambios de día y hora hubieran inspirado la loca idea de mover la isla para salvarla de sus enemigos (tampoco es tan descabellado, existen abundantes leyendas acerca de islas semovientes).

En cualquier caso los personajes, al contrario que en una obra de Pirandello o Paul Auster, ignorarían en todo momento su condición de criaturas de ficción. Para ellos el destino del que tanto hablaba Locke (que no es otro que el que les depara el argumento) es una incomprensible fuerza sobrenatural que les zarandea a su antojo y no les ha traído más que desgracias. Por eso, cuando tras mil vicisitudes terminan por encontrarse cara a cara con los artífices de ese destino, Ben Linus (tal como había previsto el monstruo: demasiado rencor y resentimiento acumulados como para no sublevarse en presencia del silencio de Dios) acabará acuchillando a Jacob, repitiendo sin darse cuenta el asesinato del padre que ya había cometido una vez.

Porque si los dioses de LOST son malos, tampoco son mucho mejores los padres biológicos: negligentes, borrachos, maltratadores, criminales y hasta asesinos, pocos hay que sean trigo limpio. Sus hijos mantienen con ellos relaciones llenas de amargura, enfrentamiento y reproches que les marcan la vida y se acaban confundiendo con la que les unen al autor y los malos tratos que el creador les depara.

Jin Kwon
, más que llevarse mal, se avergüenza de su padre, el humilde pescador al que tanto se parece en el fondo. Él tiene ambiciones, pretende labrarse un porvenir y casarse con su amada Sun, hija de un turbio hombre de negocios quien, para acceder a tan desigual matrimonio, le obliga a trabajar para él como sicario, transformándolo en un personaje distinto del que Sun se enamoró, sacándolo de un romance para meterlo en un relato de gangsters (y sin Jin a su lado la propia Sun rápidamente comienza a avanzar por el mismo camino). Desde el principio el narrador de su historia conspira una y otra vez para separarlos hasta que, a apenas tres episodios del final, la pareja se planta y se niega a seguir el juego. Su historia acabará allí, en sus propios términos, tal como ellos decidan, y ningún monstruo los volverá a separar nunca más (y Kate, que también mató ya a un padre una vez, declara sombríamente su voluntad de matar al monstruo por ese crimen).

John Locke tiene un padre atroz, un asesino y estafador que le arruinó varias veces la vida: abandonó a su madre tras dejarla embarazada (ella lo entregó a un hospicio), le engañó para que le donara un riñón, trató de matarlo y lo dejó paralítico... Pero la propia obsesión de Locke por ese miserable sólo empeora las cosas. Podría haber escapado de su sombra, haber construido una vida propia junto a la mujer a la que amaba pero no fue capaz de olvidarse de él, se empeñó en perseguirlo para exigirle una explicación, para saber por qué le maltrataba, por qué no le quería.
Amargado con un cruel destino plagado de engaños y desilusiones que lo mejor que parece depararle es una existencia de muñeco roto guardado en una caja, Locke sueña con una vida más plena llena de propósito y significado en la que él no sea una eterna víctima sino un gran cazador en comunión con la tierra y los secretos del universo. La Isla le concederá su deseo convirtiéndole en el personaje que siempre quiso ser, el protagonista de un argumento hecho a la medida de sus más íntimas fantasías, la pieza central de un juego del que por fin cree conocer las reglas. Pero tampoco esa trama se desarrollará como él esperaba y su último destino será todavía más cruel e injusto que todo lo precedió. Sólo en el Limbo comprenderá Locke por fin cual era su papel en el gran argumento; no el que él imaginaba pero una parte esencial de la obra.

Quizá la escena más surreal y turbadora de toda la serie es precisamente esa en la que Locke es literalmente incapaz de matar a su padre tal como le reclaman y tiene que ser Sawyer, otra de sus víctimas (hijo simbólico del mismo autor) quien acabe con él. Anthony Cooper es un tipo tan monstruoso y detestable que en el momento de su muerte se convierte prácticamente en un ser alegórico pero el resto del tiempo los padres de LOST son personajes al mismo nivel que cualquier otro; no hay más que ver a Michael, Claire o Kate (que pierde su condición de aspirante a guardián de la Isla cuando ella misma se convierte en madre y tiene una criatura propia de la que cuidar).

En el complejo equilibrio entre control y creación, autoridad y libertad, el problema es el padre simbólico, ese autor a veces desconocido que ha construido para ellos un personaje que están obligados a interpretar dentro de una obra creada por otros, atados a un pasado que les ha venido escrito, que les lleva a tropezar una y otra vez en los mismos errores sin aprender ni crecer y que les nubla la posibilidad de imaginar un futuro por y para sí mismos. Con esa clase de autor tiránico lo mejor que se puede hacer es freírlo a tiros, estrangularlo o clavarle un puñal, enterrarlo y comenzar a crearse uno mismo su propio destino. Justo lo que Jack Shephard nunca consigue hacer.

A Jack, ya de niño, su padre el gran doctor le advierte de que no trate de de imitarlo, que es demasiado blando, que no tiene carácter para tomar decisiones sobre la vida y la muerte, que a veces no es posible salvarlos a todos. Más terco que una mula, Jack se empeña en demostrar lo contrario y se convierte en un cirujano milagroso especialista en enmendar al destino salvando casos perdidos, y también en el crítico más severo de su padre, al que no perdona que sea falible y humano después de todo y a quien prácticamente acaba empujando a la muerte (algo que Jack, a su vez, no se perdonará a sí mismo mientras viva).

Jack es un espectador escéptico de su propia historia que discute con el narrador a cada paso, que cree saber más que él (en ocasiones con razón), un personaje con ideas propias que se resiste lo mismo que Hamlet a seguir el curso de la acción que le marca un autor espectral, que se niega a aceptar ninguna baja, a sacrificar un solo peón en la partida en la que él y sus compañeros de relato ejercen de fichas, el protagonista designado de un relato que trata de tomar una y otra vez el control para sabotearlo (por ejemplo, saliendo de la Isla antes de tiempo). Pero Jack, más allá de su espíritu de resistencia, como aprendiz de autor es un desastre, carece de imaginación y sangre fría para asumir las consecuencias de sus acciones. Obsesionado con los fantasmas de su pasado, se muestra incapaz de seguir adelante con su vida, de inventar un futuro para sí mismo y en su lugar sigue soñando con arreglar lo hecho y desescribir lo escrito.
Cuando finalmente el hijo pródigo se rinda al destino para que haga con él lo que quiera, será entonces el narrador en retirada (ya poco más que un puñado de cenizas) quien se niegue a darle pauta alguna. Jacob simplemente quiere voluntarios, ceder el poder a alguno de los supervivientes para que ocupe su puesto como protector de la Isla. Terrorífica responsabilidad que sólo Jack se muestra deseoso de aceptar, sintiendo que aquel es, efectivamente, el destino que siempre había ambicionado, por fin al mando de su propia historia para continuarla a su manera, ¿Qué más da si el relato está ya muy avanzado? Al fin y al cabo, todos somos hijos de nuestros padres, ninguna historia empieza de cero sino cada una nace de otra y es heredera de una tradición que se remonta al origen de los tiempos.

Y Jack, que nunca fue hombre de perder el tiempo, apenas tarda un episodio en encontrarle una conclusión a su gusto. Un final mitad Indiana Jones, mitad Casablanca, del que milagrosamente todo el mundo sale vivo (incluso Frank Lapidus, el piloto que los sacará a todos volando de allí, sorprendentemente rescatado en mitad del océano cuando pocos daban un duro por él). Todos viven excepto el propio Jack (en el papel que siempre había soñado para sí mismo, el noble héroe que se sacrifica por sus amigos y muere feliz sabiendo que, aún costando dios y ayuda, ha logrado salvarlos a todos) y el maldito monstruo (atrapado en el frágil cuerpo de carne y hueso que aparentaba poseer cuando la luz mágica se apaga), otro nombre para esa larga y oscura cadena de secretos y mentiras que ha sido mayormente la trama de LOST, despatarrado al fondo de un barranco como una chocolatina cayendo de una máquina de vending.

El blanco y el negro, la luz y la oscuridad. Desde el primer episodio de la serie ha estado presente esa dicotomía, fichas en un tablero sugiriendo un enfrentamiento maniqueo entre el bien y el mal que en último término no era exactamente tal.
El Hombre de negro fue, en su momento, una víctima, y su furia nace de una verdadera injusticia, pero sus acciones posteriores hacen difícil no verlo como el mal encarnado. Más concretamente, la Mentira, la voz que oscurece el corazón y las mentes de los desgraciados que le dejan hablar a quienes corrompe, engaña y empuja a la ruina. Sondea sus más íntimos secretos, descubre sus mayores deseos y debilidades y después les cuenta historias sobre sí mismos y sobre otros. Vuelve a Claire una loca homicida explotando su soledad y el dolor por su hijo perdido. Destruye el espíritu de Sayid sin otra magia ni conjuro que sus palabras, convenciéndole de que no es ni podrá ser otra cosa que un asesino, prometiéndole recompensas ilusorias, devolverle a los muertos, haciendo de él un perfecto esbirro para ejecutar sus designios. Y quien sabe que le prometió a los compañeros y al marido de Danielle Rousseau: el Hombre de negro, con su poder de suplantar a la voz del padre/autor, de confundir a los seres humanos para asignarles el papel que a él le convenga, es la única plaga que ha habido jamás en la Isla.

Si la luz que custodia Jacob, trasunto del autor, ha de ser lo opuesto a esa oscuridad terrible, entonces debe de ser todo lo contrario: la auténtica chispa divina, el poder de ver lo que no está ahí, la capacidad de inventar y crear, la luz que se encuentra en el interior de cada individuo, la imaginación, la esperanza, las infinitas posibilidades que la mente humana puede concebir.
Porque el humo nace de la luz, del poder de la imaginación contaminada por las peores pasiones de la materia (la rabia, el miedo, la frustración, el dolor, la envidia) surge su reverso tenebroso, los delirios, las pesadillas y falsas certezas que sojuzgan y desesperan a los mortales, nublando su visión del mundo y lanzándolos a la destrucción de los demás y de sí mismos.

Y si ocurriera lo imposible y este criminal de negro cuyas maquinaciones amenizan los argumentos de esa Isla imaginaria escapara alguna vez hacia tierra firme, se apoderaría del mundo un sinsentido de voces y fantasmas aún mayor del que ya existe, un mar impenetrable de oscuridad, miedo y cinismo, destrucción y violencia que dejaría pequeña a la famosa maldición china: “ojalá que vivas tiempos interesantes”. Quizá ya ha ocurrido y no nos hemos enterado.

Esas fuerzas de la luz y la oscuridad, personificadas o no, escindidas o no en dos mitades, se han enfrentado desde el comienzo de los tiempos en la Isla (una historia que se solapa y confunde con la historia del mundo) y dentro de cada personaje al que hemos venido siguiendo. Tratando valientemente de salir de la selva oscura que les rodea susurrando “esto es todo lo que hay”, esforzándose por entender e imaginar, por descubrir los engaños, por trazar entre todos el mapa que les saque del laberinto de espejismos por el que marchan en círculos hasta la orilla luminosa del océano de las posibilidades donde soltarse de sus hilos invisibles y reclamar el dominio de su propia existencia.

Lo decía J.J. Abrams en su charla sobre el misterio: al final, en todas las historias que importan, la última caja guarda dentro el alma de los personajes; y dentro de ella, un lienzo en blanco donde nos vemos proyectados a nosotros mismos.

Pero la historia de la Isla no acaba nunca; tras Jack I da comienzo la era del enorme Hugo Reyes, nuevo protector de todos los mundos posibles, de todas las ficciones, ideas y fantasías creadas o por crear que se cruzan y bullen en el magma luminoso de su núcleo, la riqueza más grande con la que pudiera soñar un ser humano. Hugo es un gran tipo que implantará un estilo mejor, mucho más llano e incruento (aunque en caso de necesitar inventar nuevas tramas, siempre podrá contar con el mayor mentiroso vivo del mundo, Ben Linus). A su cargo quedan todas las historias concluidas, los misterios no resueltos, las tramas abiertas y las innumerables historias que quedan por contar, tanto dentro como fuera de la Isla. A partir de ahora, los Reyes somos nosotros.

Mientras tanto, ¿a dónde van a parar los personajes de un cuanto que ya ha sido contado? Quizá sigan soñando confusamente con sus vidas entre las páginas del libro, a la espera del día, siglo, o milenio (porque el tiempo no significa nada para un libro cerrado) en que alguien les despierte de nuevo para revivirlas.
Y luego, cuando la historia se haya vuelto a contar una vez más, ellos y sus compañeros de aventuras, reunidos para el último viaje, entrarán de nuevo todos juntos en la luz, en ese lugar único donde los personajes de ficción alcanzan la inmortalidad: viviendo para siempre en nuestra imaginación.


Parte 8 de 8
Texto completo en pdf, aquí:

Entradas anteriores:
1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman , 4. What Happened, Happened, 5. The Man Behind The Curtain , 6. See you in another life, brother , 7. Make Your Own Kind of Music

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