martes, 15 de febrero de 2011

Qué es un rey para ti (la película)


El discurso del rey es un drama histórico competente y entretenido que se ve con gusto por mucho que pretenda colarnos un bonito cuento de superación personal (a mitad de camino entre Rain Man y My Fair Lady) como una especie de precuela de la extraordinaria The Queen de Stephen Frears y Peter Morgan.
No obstante, las simpatías que en principio podría despertar la película de Tom Hooper (especialmente Geoffrey Rush y Helena Bonham-Carter) se van disipando a toda leche conforme se la ve arrasar con su muy británica flema en todas las galas de premios dejando en la cuneta a trabajos de muy superior categoría, y aquí alguno la empieza a mirar de mala manera como a la Una mente maravillosa de esta temporada.

El cine de época, y la ficción histórica en general, tienen de su parte un prejuicio cultural favorable: que, además de distraer, informan y educan, que son más que un entretenimiento porque, como dicen los Hermanos Pizarro, enseñan deleitando.
Como si el resto de ficciones pudieran escapar de ser (tanto o más que las históricas) reflexiones acerca de la realidad; como si los relatos basados en hechos reales no fueran, en el fondo, casi igual de imaginarios. Más todavía: de esa plaga de miniseries españolas de la que venimos disfrutando en los últimos años podría concluirse que la Historia reciente no es más que un conjunto de franquicias durmientes a la espera de ser explotadas gracias al reconocimiento de marca de ciertos nombres populares con morbo.

Quien quiera historia, que se imprima la wikipedia: El discurso del rey, como es su obligación, falsea los hechos como le viene en gana para llevar el relato al terreno de la fábula que pretende contar. Fábula construida sin mucha sutileza en torno a las vidas paralelas de dos hombres en principio tan opuestos como el futuro rey Jorge VI de Inglaterra (Colin Firth, tartamudo y acomplejado) y el dicharachero terapeuta del habla australiano que le salvará del público bochorno ante el micrófono (Rush).

He aquí a dos veteranos de guerra, devotos padres y esposos, ambos con problemas de dicción que obstaculizan su vocación (Lionel Logue no consigue papeles de rey shakespeariano en el teatro amateur inglés debido a su acento australiano mientras que el Duque de York no puede cumplir con sus obligaciones protocolarias como miembro de la familia real por culpa de su tartamudez) y ambos sin título para ejercer aquello que mejor saben hacer (Logue no es médico y el príncipe no es el heredero al trono) pese a que los dos superan en cualificación a los titulados oficiales. Tanta coincidencia que nada más natural que el monarca y su súbdito de ultramar terminen reconociéndose como almas gemelas y acaben amigos para siempre.

Sus diferencias, si acaso, se limitan a cómicos roces por asuntos de etiqueta y modales, las típicas de una especie de película Disney de imagen real donde todo el mundo es bueno salvo el cretino que abdica y el truculento Arzobispo de Canterbury de Derek Jacobi. Llegan las confesiones, aumenta la intimidad en el trato y aún así se nos escamotea un genuino e inevitable choque de culturas, de prejuicios, valores y puntos de vista en conflicto entre estos dos mutuos alienígenas, a falta del cual los personajes nunca terminan de saltar del papel, de definir su identidad y alcanzar sustancia plena. Podemos admitir quizá que se nos haya contado todo lo esencial de Lionel Logue pero no cabe duda de que nos hemos quedado sin saber que piensa de la vida y de su propio lugar en el mundo esta versión imaginaria del papá de la reina Isabel.
Aquí parece haber moraleja, una conclusión democrática de cajón, esa de que un ser humano vale más por aquello que es capaz de hacer que por el origen que tenga o los títulos que le adornen. Ciertamente Logue es un gran terapeuta que ayuda a pacientes a los que los médicos oficiales han dado por perdidos. Pero ¿Y el rey? ¿Qué hace exactamente el rey?

El hombre sufre mucho por su problema, sigue por la cuenta que le trae un tratamiento que le causa algo de bochorno, no se mete en política (ve a Hitler dando un discurso y sólo se fija en lo bien que se expresa el hombrecillo iracundo) y, sobre todo, huye como alma que lleva el diablo del ejemplo de su hermano Eduardo VIII, un llorón pronazi que descuida sus deberes y lo deja todo por una americana divorciada. Eso sí, Logue le llama “el hombre más valiente que he conocido”. Tendremos que confiar en su palabra.

Jorge V, el padre del tartamudo y del débil de carácter, comenta con disgusto que por culpa de los nuevos medios de masas la familia real se ha convertido en una troupe de actores, y esa parece la reflexión más profunda sobre la monarquía de la que es capaz la película. Ser rey es hacer el papel de rey (lo que quiera que esto signifique) y no tropezar con la lengua o con los muebles. Así, la gran escena legitimadora de Jorge VI, la lectura radiada a las puertas de la II Guerra Mundial de unas palabras escritas por otro a las que apenas presta atención, tan concentrado como está en superar las dificultades técnicas de su interpretación, termina representando un triunfo de la forma sobre el fondo solo comparable a una final de OT. Quien sabe, quizá El discurso del rey tenga más mala baba de lo que aparenta...

2 comentarios:

Alicia dijo...

Mi opinión es que quien se crea que el cine enseña historia contando historias es un imbécil redomado.

Alberto Tejero Villalobos dijo...

Ya pero al final la gente se cree lo que quiere creerse por mucho que les expliquen que es todo un cuento chino. ¡Si hasta hay convencidos de que los hombres de las cavernas tenían mascotas-dinosaurio porque lo vieron de pequeños en los Picapiedra!
Y anda que para confusiones entre realidad y ficción, aquella biografía de Malcom X que vi un día en una librería con la foto en portada de Denzel Washington (verídico)