viernes, 30 de octubre de 2009
Año 40 después de Python
Este octubre se han cumplido cuarenta años del Monty Python Flying Circus, aniversario que con el correr del tiempo se ha demostrado mucho más trascendental para la humanidad que el del pequeño paso de Armstrong en la Luna. Para celebrarlo ando ahora mismo enganchado con los diarios de Michael Palin (el Python tranquilo).
Para un fan del grupo es una experiencia emocionante revivir de primera mano junto a él la ascensión de estos seis jovenzuelos desde su modesto programa de sketches en la BBC hasta su consagración como verdaderos ídolos de masas y monstruos sagrados del humor, el grupo cómico más famoso del mundo desde la retirada de los Hermanos Marx. El entusiasmo inicial, la euforia de unos pioneros orgullosos de estar haciendo algo completamente diferente, la llegada del éxito y el dinero, las primeras tensiones entre el espíritu subversivo y las mareantes ofertas para sacar rentabilidad al producto, la tentación de las carreras en solitario amenazando cada dos por tres con desintegrarlos, las discusiones tremendas y las sesiones de intercambio de paridas en las que acababan todos por el suelo retorciéndose de risa...
Por supuesto, los diarios de Palin no se limitan a hablar de los Monty Python: sus tres hijos nacen y se convierten en personajes habituales junto a su esposa y sus muchos amigos; relata conteniendo la emoción el lento deterioro de su padre, enfermo de Parkinson y ofrece de pasada un cuadro bastante deprimente de los 70 en el Reino Unido, con el ascenso de la ideología prethatcheriana, los terribles efectos de la crisis del petroleo (huelgas, cortes de energía, incluso cartillas de racionamiento) y la sombra constante del terrorismo del IRA. Y aún así, todavía estaban de humor para escribir chistes.
Palin es un tío majo que rara vez tiene nada malo que decir de nadie; en sus notas cada uno de sus compañeros tiene más de un momento de gloria (incluso John Cleese y Eric Idle acaban resultando entrañables) aunque finalmente el que termina apareciendo como el corazón de Monty Python sea Terry Jones, el único comprometido al 100% y de principio a fin con el proyecto colectivo. Un Python, lo mismo que un Beatle, lo es para toda la vida y tiene que apechugar con la leyenda, y por eso el extrovertido galés mantiene todavía a día de hoy el título de Gran Maestro en poner cara de tonto: lo demuestra esta foto del 15 de octubre en Nueva York donde los cinco supervivientes (Palin, Cleese, Jones, Gilliam e Idle, a falta de Graham Chapman, fallecido en 1989) presentaban un documental de seis horas sobre el grupo que (increiblemente) aún no he conseguido encontrar para bajármelo. Internet tampoco es ya lo que era.
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domingo, 11 de octubre de 2009
Bastardos de corazón
Sobre las imágenes de un cuarto en sombras del París ocupado de 1944 escuchamos Cat People (Putting on Fire) de David Bowie, en principio un monumental anacronismo extradiegético y aún así la ominosa canción suena como hecha a medida para la escena (o más bien al revés). En Malditos Bastardos el jetas de Quentin Tarantino hace más que nunca lo que le da la gana; devorador de celuloide compulsivo y poco escrupuloso que toma por principio el lema de que lo que no es homenaje es plagio, corta, pega y recompone, asimila todo el cine en torno a la II Guerra Mundial y lo regurgita en forma de espléndida y personalísima mutación llamada a reventar el género por todas sus costuras.
Inglourious Basterds, tan europea y tan distinta, es su mejor película al menos desde Pulp Fiction, dos horas y media de corteses conversaciones al borde de la catástrofe (casi siempre en francés y alemán), resueltas en súbitos fogonazos de violencia, y que aún así deja al espectador con hambre de más porque hasta el último extra con frase es un personaje fascinante que parece llevar una novela dentro.
En una película tan coral donde los cazadores de cabelleras encabezados por Brad Pitt (los Bastardos del título) dosifican bastante su presencia (diluyendo así cualquier parecido con Los doce del patíbulo o Los violentos de Kelly), el gran protagonista de la cinta acaba siendo inopinadamente el propio cine: héroes de guerra nazis que se interpretan a sí mismos en pantalla, la actriz más famosa de Alemania colaborando con los Aliados, la muchacha judía propietaria de un cine parisino (principal escenario de la acción), un crítico de cine a la cabeza de una operación secreta que puede cambiar el curso de la guerra, o la aparición especial del mismísimo Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler y jefe de su industria cinematográfica. Tenemos ocasión de ver parte de la que el propio Führer elogia como su mejor película, esa donde el excelente muchacho y mejor soldado nazi interpretado por Daniel Brühl se dedica a masacrar ingleses desde un solitario torreón, y la escena recuerda sospechosamente a varias de las matanzas que vemos cometer a los Bastardos (el público las celebra en ambos casos con similares risotadas).
Malditos bastardos juega también a ratos a ser una turbia película de propaganda antinazi casi contraproducente, un salvaje relato de venganza sin honor, escrúpulos o coartadas morales protagonizado por un comando fantasma, ese hatajo de judíos legendarios elevados a pesadilla innombrable de sus enemigos. Los Bastardos encarnan la forma más pura y rabiosa de fantasía de venganza que un judío pudiera haber concebido en 1944 y por ello son los personajes más imaginarios de un relato que oscila entre el hiperrealismo y la ciencia ficción, casi un puñado de cartoons (el imperturbable e histriónico redneck interpretado por Pitt parece salido directamente de un corto de Popeye en una época en que hasta los dibujos animados contribuían al esfuerzo bélico pateándole sistemáticamente el culo a Hitler para elevar la moral). Sus métodos son tan brutales que uno no puede estar seguro de poder decir que son los buenos pero al menos si algo no son es hipócritas: fingen fatal y (en una rara premonición de esa Alemania desnazificada de la noche a la mañana tras la caída del III Reich) no soportan la idea de que un nazi pueda pretender ser otra cosa en el futuro.
La película se adentra así en una segunda guerra más insidiosa y soterrada, una guerra entre distintas formas de mentira y verdad, entre fantasía y realismo, entre el cine como arma o instrumento o como arte y fin en sí mismo; autorreflexión sin pizca de pedantería que florece en toda su magnitud cuando Tarantino, siguiendo la lógica de la historia y con toda su mala leche, le cambia el final de la II Guerra Mundial y santas pascuas.
Creo recordar que después de rodar La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan Spielberg declaraba (imbuido de la responsabilidad del artista ante la Historia) que no veía a sí mismo volviendo a utilizar a los nazis como villanos de cómic en una hipotética nueva entrega de Indiana Jones. Los nazis, para él, habían dejado de ser cosa de broma. Tarantino, desde una óptica totalmente opuesta, a pesar de sus juegos con los clichés del cine bélico de acción más desprejuiciado y de sus libertades con los hechos, tampoco se los toma exactamente a pitorreo. El tono lo marca la primera escena: a partir de ahí, la peripecia que cuenta puede ser imaginaria pero el sentimiento que la impulsa es bien auténtico, junto al humor negro y al gamberrismo en Malditos Bastardos hay verdadero horror y tragedia y la disección de una maldad genuina y planificada que no es un recurso de serie B sino pura naturaleza humana.
No es la primera vez que un papel en una película de Tarantino cambia la carrera de un actor y el alemán Christoph Waltz está ya en todas las quinielas de premios por su interpretación del odioso Coronel Landa, un nazi cortés, comprensivo, razonable y simpático, un perspicaz oficial de rara erudición e inteligencia enviado a la Francia ocupada para poner sus talentos al servicio de la caza de judíos. Landa, una especie de Colombo que ejerce de poli bueno de sus víctimas, es un canalla mentiroso, traidor y oportunista pero en esa escena de apertura, confiado en su posición y en la absoluta indefensión de su interlocutor, se sincera en un monólogo extraordinario como sólo Shakesperare o Tarantino son capaces de escribir. Apunta lo absurdo de sentir repugnancia por las ratas y no por las ardillas cuando son prácticamente iguales y ni siquiera es cierto que las primeras transmitan más enfermedades. Sin embargo, ningún argumento será capaz de desmontar un asco tan arraigado, lo mismo que nada podrá convencerle a él de que abandone su odio irracional hacia los judíos. Landa admite sonriente lo infundado de sus prejuicios y a continuación se regodea en ellos con la impunidad que le ofrece el poder absoluto. ¿Será eso el superhombre?
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