sábado, 27 de marzo de 2010

La bestia de Baker Street


A la derecha, el vigente campeón, Sherlock Holmes tal como solía dibujarlo Sidney Paget para ilustrar en prensa los relatos de Arthur Conan Doyle (es decir, el arquetipo): un señor alto, flaco y de aire aristocrático, perfil aguileño, gorra de cazador y abrigo con capa (atuendo inapropiado para la ciudad convertido en algo así como su uniforme de superhéroe y verdadero icono del oficio de detective). Se le suele ver fumando una gran pipa curva de madera (incorporada como atrezzo en sus primeras apariciones teatrales) y le acompaña un médico de mediana edad, lerdo y bonachón, básicamente el Watson interpretado por Nigel Bruce en las viejas películas de Basil Rathbone.
A la izquierda, el aspirante, el dandy bohemio y ocasional luchador descamisado de la nueva película de Guy Ritchie. Estatura media, cuerpo fibroso de frecuentador de gimnasio, cierto parecido a Charlie Chaplin sin bigote, pipa mucho más discreta y como ayudante, un ex médico del ejército de su misma quinta al que no hay que coserle el nombre a la ropa por si se pierde.

En algún punto entre ambos extremos estaría el personaje descrito en los papeles del doctor John H. Watson (esos que harían rico y famoso al oftalmólogo escocés Conan Doyle), un veterano de la guerra de Afganistán reconvertido en biógrafo de su amigo y sin embargo compañero de piso. Sherlock Holmes, campeón de la justicia por lo privado sin ambiciones pecuniarias (oye nena yo soy un artista), máquina de razonamiento lógico con incorregible afición al golpe de efecto teatral, genio consagrado en cuerpo y alma a la excelencia en su oficio (maestro del disfraz, boxeador y espadachín con nociones de lucha oriental), cortésmente misógino (ya que las mujeres, de por sí casi siempre insensatas, tienen el don de perturbar los procesos mentales), excéntrico, desordenado, en el fondo y tras la máscara de indiferencia un sentimental propenso entre caso y caso a negros ataques de melancolía (que durante un tiempo combate con chutes de cocaina), fumador empedernido, melómano y violinista de talento, autor de raras monografías especializadas y todo un pionero de la criminología científica cuando semejante disciplina era pura ciencia ficción (a finales del siglo XIX hasta la identificación por huella dactilar era todavía una audacia experimental). Tan fascinante como el sabueso es el mundo en el que se mueve, ese Londres victoriano de mansiones, avenidas y callejuelas, capital del Imperio Británico que hoy nos resulta tan exuberante y cosmopolita como la mayor metrópoli moderna y a la vez tan rudimentaria como la ciudad de los Picapiedra (precisamente la nostalgia por ese pasado idealizado de farolas de gas, coches de caballos y máquinas de vapor es lo que ha dado origen, pasando por Julio Verne, a la estética steampunk).

Tras dos primeras aventuras largas que pasaron sin pena ni gloria, la sherlockmanía sólo estalló cuando las hazañas del detective pasaron a publicarse en prensa en forma de relatos cortos, casi como episodios de una trepidante serie de televisión. Mucho antes que Tarzán, Superman, James Bond o Indiana Jones, Sherlock Holmes se convertía en el primer superhéroe de la cultura de masas y ya ni siquiera su propio creador (con toda su maestría para elucubrar asesinatos y la complicidad del profesor Moriarty y unas cataratas austriacas) sería capaz de quitarlo de en medio, harto de que su trabajo más popular eclipsara sus intentos de triunfar como autor de dramas históricos.

El tiempo, la fama, el dinero y un título nobiliario acabarían reconciliando a Arthur Conan Doyle con la idea de pasar a la Historia como autor de noveluchas policiacas, literatura de consumo de usar y tirar. Pero no serían tan malas cuando más de un siglo después lectores de todo el mundo continúan devorando sus libros, la sombra de su detective sigue omnipresente en las últimas permutaciones del género (CSI, El mentalista...), y el propio Holmes (que ostenta el record Guiness de personaje de ficción más veces llevado al cine) no cesa de verse envuelto en nuevas aventuras:  Holmes el cazador de nazis, Holmes en el futuro, Holmes el fraude publicitario, el joven estudiante que apuntaba maneras, el drogadicto psicoanalizado por Freud, el alter ego de Jack el Destripador, el perro de dibujos animados...  El genio de la deducción ha venido sobreviviendo casi sin despeinarse a toda clase de revisiones, continuaciones y perversiones sin que ni aún las más irreverentes se atrevieran a prescindir de la iconografía tópica del personaje, esa que permite identificarlo al primer golpe de vista sea quien sea el que lo interprete. El mismo peso de la tradición ha vuelto en cambio irreconocible al pobre Watson, víctima de una especie de aplicación inexorable de las leyes de las buddy movies que fuerzan al máximo el contraste entre la pareja de polis. Así, cuando no es un simplón corto de luces, aparece como un Sancho Panza jovial y rollizo o en el mejor de los casos como un señor mayor con edad suficiente para ser el padre de su amigo.

La excepción que confirma esta regla es la serie de Granada Television Las aventuras de Sherlock Holmes, filmada intermitentemente entre 1984 y 1994, emitida en España por algunos canales autonómicos y que muchos sherlockianos tienen en un altar como la adaptación de-fi-ni-ti-va. Minuciosa recreación casi literal de los relatos originales de Conan Doyle (llegaron a filmar 41 de 60) con todo el primor que los ingleses le echan a sus ficciones de época cuando se ponen a ello, estaba protagonizada por el difunto Jeremy Brett como un Sherlock Holmes brusco y desabrido, casi siempre vestido de luto victoriano, y David Burke y luego Edward Hardwicke como un Watson inteligente y leal, sin barriga y en la horquilla de edad correcta. Todo muy riguroso y correcto pero admito que yo no puedo con ella. No aguanto su carga de solemnidad, su formalismo acartonado de drama de época, su pose de adaptación literaria de qualité casi sin rastro de energía, humor, misterio o espíritu lúdico. Ya digo que a muchos les encanta.

Mientras tanto, en pantalla grande, Sherlock Holmes llevaba sin tocar bola desde El secreto de la pirámide (1985), una precuela apócrifa, y Sin pistas (1988), una parodia desmitificadora con Michael Caine y Ben Kingsley, demasiado tiempo en barbecho para una marca tan famosa en estos tiempos en que las productoras cinematográficas andan desesperadas a la caza y captura del próximo remake convertible en franquicia que las cubra de oro. Se trataba simplemente de empaquetarlo de la forma adecuada para presentarlo a una chiquillería que en su vida había oído hablar de Basil Rathbone, Peter Cushing o Jeremy Brett.

La película de Guy Ritchie, hasta ahora algo así como un pariente pobre de Tarantino especializado en ultraestilizados thrillers londinenses de gangsters que hablan demasiado (Lock & Stock, Snatch, cerdos y diamantes) es una espectacular superproducción en la línea de otras reinvenciones recientes que cumple bastante bien con su misión de ser fresca, sexy, dinámica y muy iconoclasta. Sus productores presumen de haber hecho borrón y cuenta nueva con la herencia recibida de clichés y malos hábitos para crear la primera traslación fiel y directa de los personajes de Conan Doyle  (“el Holmes hombre de acción que nunca te habían dejado ver”).

Es decir, nada más lejos en espíritu de la serie de Granada TV. Pero el caso es que, entre tantas peleas, explosiones y carreras a través de esos impresionantes escenarios del Londres victoriano generados por ordenador, incluso el aficionado más ortodoxo apreciará el afán con que los guionistas han rastreado el Canon para extraer hasta el más pequeño detalle de interés que versiones anteriores hubieran pasado por alto (aún si a veces, en su entusiasmo, acaban metiendo la pata). Hay un momento en Estudio en escarlata en el que Watson, recién licenciado de Afganistán y antes de mudarse a Baker Street, repasa sus pertenencias y menciona un bull pup (cachorro de bulldog) del que no vuelve a hablar en la vida. William Baring-Gould, autor de una famosa biografía de Holmes, especulaba que el pobre perro habría encontrado una muerte temprana envenenado por los experimentos del detective; la película se suma alegremente a esta peculiar teoría aunque, según los expertos, un bull pup es en realidad un término coloquial que designa a un revolver del ejército (pero claro, un perro drogado y catatónico es mucho más gracioso).
En cambio, por insólito que parezca, las notas de Watson documentan perfectamente esas habilidades pugilísticas de su amigo que nunca antes habían adquirido tanta relevancia y que Ritchie enfatiza con su técnica de moviola, introduciéndonos en la mente de Holmes para asistir a un hiperracional análisis previo de cada golpe y sus consecuencias que habría hecho de él un gran campeón de videojuegos (aunque ahora que le hemos visto repartiendo públicamente leña con esa precisión tan letal, asombra más todavía que el rey de los detectives se ganara la fama precisamente por su cerebro).
Y luego están esas otras licencias de la tradición sherlockiana de las que simplemente no han querido prescindir porque les venían bien, ya fuera para aumentar la presencia femenina  (convirtiendo a Irene Adler -la encantadora Rachel McAdams-, originalmente una artista de vida sentimental complicada y tácito amor platónico de Holmes tras una ocasión en que fue derrotado por ella, en una especie de Catwoman enredada con él en una intermitente relación imposible) o para plantar la semilla de la secuela (y es que no puede haber aventura cinematográfica de Holmes en la que no asome la patita el inevitable profesor Moriarty).

Pequeñas objeciones de un picajoso fan de Conan Doyle: la película supera con creces el mínimo legal imprescindible de fidelidad (el de no devaluar la marca irritando así a los herederos de un autor cuyas obras, gracias a la desorbitada protección con que cuenta la propiedad intelectual en EEUU, todavía no han pasado al dominio público allí) y destila verdadero afecto por unas narraciones cuya perenne capacidad de fascinación tiene mucho que ver con la mezcla de sorpresa y familiaridad que contienen. Hay muchos que, aún después de conocer la solución de cada misterio, regresan una y otra vez a sus páginas para volver a habitar por un rato ese mundo familiar siempre patas arriba del 221B de Baker Street, con el tabaco para pipa en su zapatilla persa, los disparos de bala en la pared y tanto visitante intempestivo inquietando a la pobre patrona y dando inicio a una nueva partida del juego: una futura cliente en apuros, tal vez los inspectores Gregson o Lestrade de Scotland Yard superados por un caso inexplicable, los pilluelos dickensianos del servicio secreto irregular de Holmes presentándose a informar a cambio de unas monedas, o incluso el orondo Mycroft Holmes descarrilando de su inamovible rutina para solicitar la colaboración de su hermano en un tremendo asunto de seguridad nacional. Y por supuesto, como elementos inamovibles, el propio héroe y su cronista.

Y Robert Downey Jr. y Jude Law los han clavado absolutamente, disparando así el placer del reconocimiento en lo que puede ser el dúo con mejor química en la larguísima lista de actores que se han calzado esos papeles. Ambos codo con codo, más relajados y divertidos que nunca, son las estrellas absolutas de la función relegando a las chicas y al villano (el por otra parte apropiadamente siniestro Mark Strong) a la categoría de artistas invitados en el show de esta extraña pareja que tan bien se tiene pilladas las vueltas.

El caso al que en esta ocasión se enfrentan es una historia original que entretiene sin sorprender, otro pastiche poco imaginativo entre Dan Brown y Alan Moore sobre conspiradores pseudomasónicos/ satanistas rama Alistair Crowley que vuelven de la tumba para apoderarse de Inglaterra y el mundo con trucos de magia negra de la escuela de Scooby Doo. Poco importa porque el cogollo de la película es el inminente matrimonio de Watson con Mary Morstan (Kelly Reilly), la ruptura de una relación de convivencia que funcionaba de mil amores y que Holmes siente poco menos como una traición, de ahí sus cómicos esfuerzos de amante celoso por sabotear el enlace en tanto que resuelven el otro asunto.

Aquí es donde toca aquí matizar eso de que el espíritu de los personajes sea puro Conan Doyle: las incalificables impertinencias de Holmes ante la prometida de Watson y esa sospechosa barba de dos días que luce delatan cierta contaminación en la caracterización final a partir de unos populares descendientes televisivos, muy similares pero no del todo intercambiables. El leal y sufrido doctor Wilson (Robert Sean Leonard) puede ser un perfecto clon contemporáneo de Watson, un sujeto entrañable, compasivo, monógamo en serie y con una paciencia a prueba de bombas para aguantar los peculiares hábitos y actitudes de su amigo House (un ser incapaz de demostrar afecto ni ninguna otra respuesta humana aparte del sarcasmo), pero el genio diagnosticador adicto a la vicodina es demasiado cabrito, borde y amargado (además de cojo) para ser directamente confundido con Sherlock Holmes por mucho que Hugh Laurie dé físicamente el tipo bastante mejor que Downey. Los creadores de la serie médica de la Fox han admitido reiteradamente la inspiración (además de incluir cantidad de chistes sobre el tema) y ahora una nueva reencarnación de los originales se toma la revancha canibalizando a sus derivados para sacudirse el envaramiento victoriano y darle un aire más desenfadado a la dinámica de la pareja. Hay que felicitarlos porque el injerto ha sido todo un éxito, y si como efecto secundario este nuevo Holmes resulta algo más grosero y vacilón de lo que le recordamos, se puede atribuir perfectamente a la prudencia del caballeroso Watson (a quien Holmes con frecuencia acusaba de embellecer demasiado sus crónicas) a la hora de describir los modales y comentarios de su compañero.

Hablando de robos y préstamos: si realmente es inevitable que en la secuela que se prepara para el año que viene nuestros héroes se enfrenten cara a cara con el dichoso profesor Moriarty, ¿sería mucho pedir a sus responsables que fagocitaran entero El problema final de Conan Doyle, con los añadidos precisos para completar un largo de dos horas hasta acabar en las cataratas de Reichenbach? (algo así como lo que se hizo con James Bond en Casino Royale). Creo que era Umberto Eco el que descolocaba a los puristas afirmando que la primera versión de un personaje popular de ficción no es más definitiva ni legítima que cualquier otra reinterpretación que le siga, que todas conviven y se solapan sin jerarquías en el imaginario colectivo, disputándose con sus propios méritos el favor del público. La última mutación de Sherlock Holmes tiene buenas posibilidades en esa carrera pero si sus productores insisten en trabajar con argumentos originales, van a tener que discurrir algo bastante mejor que otra sociedad secreta subterránea de conspiradores.

P.D. Una vez demostrado el potencial comercial de estos personajes en pantalla grande, desde aquí propongo el rodaje de House, la película, una superproducción en 3D plagada de efectos especiales en la que el experto en enfermedades raras y su equipo de internos se enfrentan a la extrañísima fisiología de un alienígena que cae redondo mientras visita nuestro mundo; caso de que muera, una armada de platillos volantes amenaza en represalia con destruir la Tierra. Una pista: no es lupus.

domingo, 7 de marzo de 2010

Gafapasta Santo Job


“El otro día estuve viendo Un tipo serio y no me gustó nada”, le decía la cajera a sus compañeras. “¡No tiene principio ni final!”.
"¿Cómoo?". Me mordí la lengua para no saltar en defensa de la última de los Coen (en vez de eso, pagué lo mío religiosamente y salí: viendo House he aprendido que es de mala educación intervenir en conversaciones ajenas). Además, ¿para qué discutir? Un tipo serio, que está mucho más cerca de Barton Fink que de El gran Lebowski, es una tragicomedia
grandiosa pero a muchos espectadores les resultará tan críptica y desconcertante como el silencio de Dios™.

Principio está bien claro que tiene, aunque no sea en la primera escena. Un tipo serio comienza con Danny Gopnik, el hijo adolescente del protagonista, en clase de hebreo, escuchando a todo volumen Somebody to Love de Jefferson Airplane por sus auriculares en vez de al viejo carcamal que escribe arcanos símbolos en la pizarra.
Antes de eso viene un prólogo (siglos atrás, un matrimonio de judíos centroeuropeos se espanta ante la visita en plena noche de un anciano rabino del que sospechan que sea un muerto viviente poseído por un espíritu), una especie de cuento tradicional que adelanta, si no el tono, al menos el contenido de la cinta principal: temática judía, prodigios y señales, terribles dilemas sin solución evidente, un marido paralizado que sólo acierta a implorar al cielo, una esposa con iniciativa y un final más o menos abierto.

Salto a los años 60 del siglo XX, Minnesota, EEUU. Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg) es un profesor de física cuántica que escribe en su pizarrón fórmulas matemáticas tan esotéricas como las del más abstruso cabalista con las que explica a sus alumnos la imposibilidad de saber realmente nada. Sus alumnos, lejos de compartir su entusiasmo por el tema, se aburren con él tanto como los de la clase de hebreo.
El pobre Gopnik ignora que está a punto de caer en una espiral de desdichas y humillaciones completamente inmerecidas, irreconciliables con su visión de una existencia donde la virtud y el esfuerzo reciben su recompensa (una versión apenas secularizada de la fe de sus padres). “¡Yo no he hecho nada!”, clamará quejumbroso, y ese es precisamente su problema: la mediocridad. Tipo serio, trabajador, gris, apocado,  un americano casi completamente convencional (esposa, hijos, casita suburbana, vecino antisemita, a punto de conseguir la plaza titular en su universidad), en realidad es un infeliz que no ha hecho en toda su vida más que lo que se esperaba de él y que en el curso de breves días se descubre privado de todo cuanto creía haber logrado.  Lleno de angustia, el hombre de ciencia acude a la fe de sus ancestros en busca de respuesta o consuelo y los rabinos (llenos de banalidades, disparates o silencios sepulcrales) le dejan igual que estaba. Y mientras Gopnik sufre horrorosamente, el espectador se avergüenza un poco de encontrar tan divertida su desgracia (como en el viejo chiste judío: si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes).

Un tipo serio resulta, además de muy graciosa, bastante esotérica, casi un viaje antropológico a las esencias de la cultura judía norteamericana. Después de No es país para viejos y Quemar después de leer, los Coen siguen cavilando en torno a la incapacidad de los sujetos de autoridad para reaccionar a las complejidades del mundo moderno. Así, Larry Gopnik es un moderno Job al que no hay sabio que le explique las señales incomprensibles que Dios le envía ni por qué se ceba con él de esa manera. ¿Será un castigo por su la tibieza de su fe? ¿Acaso una prueba? ¿Un empujón para que se decante?

Gopnik es un hombre atrapado en tierra de nadie, el punto donde se rompe la cadena entre la tradición milenaria de sus antepasados y unos hijos adolescentes que le toman por el pito del sereno,  ya totalmente asimilados por la forma de vida norteamericana (sólo quieren ver la tele, escuchar rock e irse de fiesta) y para quienes ser judío no es más que asistir a un coñazo de clases y cumplir por compromiso con algún ritual (su hijo Danny asiste fumado a su propio bar mitzvah). ¿Serán estas criaturas tan descastadas, tan poco serias -ejemplo viviente de su fracaso como padre y como judío- el verdadero pecado de Job? Los Coen (que también fueron chavales judíos en la Minnesota de los 60), a imagen y semejanza del propio Ser Supremo, no responden ni que sí ni que no.