domingo, 7 de marzo de 2010

Gafapasta Santo Job


“El otro día estuve viendo Un tipo serio y no me gustó nada”, le decía la cajera a sus compañeras. “¡No tiene principio ni final!”.
"¿Cómoo?". Me mordí la lengua para no saltar en defensa de la última de los Coen (en vez de eso, pagué lo mío religiosamente y salí: viendo House he aprendido que es de mala educación intervenir en conversaciones ajenas). Además, ¿para qué discutir? Un tipo serio, que está mucho más cerca de Barton Fink que de El gran Lebowski, es una tragicomedia
grandiosa pero a muchos espectadores les resultará tan críptica y desconcertante como el silencio de Dios™.

Principio está bien claro que tiene, aunque no sea en la primera escena. Un tipo serio comienza con Danny Gopnik, el hijo adolescente del protagonista, en clase de hebreo, escuchando a todo volumen Somebody to Love de Jefferson Airplane por sus auriculares en vez de al viejo carcamal que escribe arcanos símbolos en la pizarra.
Antes de eso viene un prólogo (siglos atrás, un matrimonio de judíos centroeuropeos se espanta ante la visita en plena noche de un anciano rabino del que sospechan que sea un muerto viviente poseído por un espíritu), una especie de cuento tradicional que adelanta, si no el tono, al menos el contenido de la cinta principal: temática judía, prodigios y señales, terribles dilemas sin solución evidente, un marido paralizado que sólo acierta a implorar al cielo, una esposa con iniciativa y un final más o menos abierto.

Salto a los años 60 del siglo XX, Minnesota, EEUU. Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg) es un profesor de física cuántica que escribe en su pizarrón fórmulas matemáticas tan esotéricas como las del más abstruso cabalista con las que explica a sus alumnos la imposibilidad de saber realmente nada. Sus alumnos, lejos de compartir su entusiasmo por el tema, se aburren con él tanto como los de la clase de hebreo.
El pobre Gopnik ignora que está a punto de caer en una espiral de desdichas y humillaciones completamente inmerecidas, irreconciliables con su visión de una existencia donde la virtud y el esfuerzo reciben su recompensa (una versión apenas secularizada de la fe de sus padres). “¡Yo no he hecho nada!”, clamará quejumbroso, y ese es precisamente su problema: la mediocridad. Tipo serio, trabajador, gris, apocado,  un americano casi completamente convencional (esposa, hijos, casita suburbana, vecino antisemita, a punto de conseguir la plaza titular en su universidad), en realidad es un infeliz que no ha hecho en toda su vida más que lo que se esperaba de él y que en el curso de breves días se descubre privado de todo cuanto creía haber logrado.  Lleno de angustia, el hombre de ciencia acude a la fe de sus ancestros en busca de respuesta o consuelo y los rabinos (llenos de banalidades, disparates o silencios sepulcrales) le dejan igual que estaba. Y mientras Gopnik sufre horrorosamente, el espectador se avergüenza un poco de encontrar tan divertida su desgracia (como en el viejo chiste judío: si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes).

Un tipo serio resulta, además de muy graciosa, bastante esotérica, casi un viaje antropológico a las esencias de la cultura judía norteamericana. Después de No es país para viejos y Quemar después de leer, los Coen siguen cavilando en torno a la incapacidad de los sujetos de autoridad para reaccionar a las complejidades del mundo moderno. Así, Larry Gopnik es un moderno Job al que no hay sabio que le explique las señales incomprensibles que Dios le envía ni por qué se ceba con él de esa manera. ¿Será un castigo por su la tibieza de su fe? ¿Acaso una prueba? ¿Un empujón para que se decante?

Gopnik es un hombre atrapado en tierra de nadie, el punto donde se rompe la cadena entre la tradición milenaria de sus antepasados y unos hijos adolescentes que le toman por el pito del sereno,  ya totalmente asimilados por la forma de vida norteamericana (sólo quieren ver la tele, escuchar rock e irse de fiesta) y para quienes ser judío no es más que asistir a un coñazo de clases y cumplir por compromiso con algún ritual (su hijo Danny asiste fumado a su propio bar mitzvah). ¿Serán estas criaturas tan descastadas, tan poco serias -ejemplo viviente de su fracaso como padre y como judío- el verdadero pecado de Job? Los Coen (que también fueron chavales judíos en la Minnesota de los 60), a imagen y semejanza del propio Ser Supremo, no responden ni que sí ni que no.

3 comentarios:

mentesestupidas dijo...

Aunque la complejidad ya se ve que no es cosa de la modernidad como deja claro el prólogo.. Los Cohen siempre han sido de revelar una complejidad no progresiva, la de lo imbécil.

Alberto Tejero Villalobos dijo...

Hum, sí, pero... Es lo que le dice su hermana al pobre Gopnik cuando no sabe que hacer con la infidelidad de su mujer y el mangoneo al que le somete con su amante: "Somos judíos, tenemos la suerte de contar con la riqueza de una tradición antiquísima, todos nuestros problemas tienen algún precedente en los de nuestros antepasados, habla con el rabino que él te aconsejará", o algo por el estilo.
Claro que la vida de los judíos en Centroeuropa en tiempos premodernos tendría también sus angustias y complejidades (posiblemente más: eso de que te aparezca a cenar un presunto zombi, por ejemplo), y algunos problemas son bastante universales pero otros son específicos de un tiempo y un lugar y necesitan su propia respuesta... Si las tribulaciones de Gopnik tienen algún precedente en la casuística, estos oxidados intérpretes de Dios son incapaces de encontrarlo para ayudarle.

Gopnik, como en los cuentos, visita a tres rabinos: el joven es un panoli que se maravilla y da gracias a Dios simplemente por la existencia de un mundo ahí fuera cuando se asoma a la ventana ("¡Mire, un aparcamiento!"). El rabino maduro, sujeto mucho más preparado, serio y conservador, domina la forma del discurso tradicional de los de su oficio y es capaz de hilar una parábola que aparentemente viene al caso pero que al final no tiene pies ni cabeza ni ofrece iluminación (puro conocimiento inútil, vulgo pajas mentales). En cambio, el rabino más viejo (al que a Gopnik jamás se le permite acceder, quizá porque debe resolver él solo su propia prueba), se revela como un verdadero sabio, mucho más abierto a la experiencia del mundo que le rodea (se ha aprendido casi al dedillo la formación de Jefferson Airplane) y bastante más capaz de juzgar a las personas. Su consejo para el joven Danny Gopnik con motivo de su mayoría de edad religiosa es sencillo, genérico y aplicable a todo tiempo y circunstancia: "Sé bueno".

mentesestupidas dijo...

¡Me has convencido! El comentario me ha gustado más aún que la entrada.