sábado, 31 de julio de 2010

4. What Happened, Happened


A cualquiera que hubiera dejado de ver la serie a mediados de la primera temporada, cuando sus protagonistas todavía se hacían cruces por encontrar una simple escotilla metálica enterrada en la selva, le habría costado reconocerla durante el quinto año, quizá el más sensacional, fantástico y desquiciado de toda la historia de la televisión: viajes en el tiempo, héroes difuntos que resucitan, regresos milagrosos a la Isla en un nuevo vuelo de línea regular... Muchos habrían atribuido esta deriva a un caso extremo de fuga hacia adelante, el recurso desesperado de unos guionistas obligados a aplacar a un público adicto a las emociones fuertes que cada vez exigía mayores dosis.

En ese caso los árboles no dejarían ver el bosque y la excitante parafernalia imaginaria impediría apreciar hasta qué punto este escenario funciona esencialmente como cebo para una maquiavélica cura de sobriedad al estilo de la ducha escocesa: una diabólica exploración de los límites de una isla mágica que se nos había hecho creer que no existían, y de un universo de ficción que a la hora de la verdad resulta ser insoportablemente parecido al nuestro, sin botones de reinicio o de retroceso, y cuyos habitantes, al igual que nosotros, tienen solamente una vida y están condenados a vivirla hacia adelante.

Como si un artificio narrativo (los flashbacks) se hubiera apoderado de la flecha del tiempo arrastrando con él a los personajes, el año comenzó con una sucesión de frenéticos saltos a varias eras del pasado de la Isla hasta acabar por asentarse a comienzos de los años 70, la época de la Iniciativa Dharma (la comuna de científicos de ciencia ficción que sólo consumían su propia marca blanca), unos veinte años antes de morir exterminados por los que ellos llamaban los hostiles.

Aún así, lo que pasó, pasó, les advierte una y otra vez Daniel Faraday, el genio científico un tanto inestable llegado a la Isla para investigar sus anomalías electromagnéticas. El pasado no puede cambiarse, ocurre una sola vez y para siempre (y el viaje en el tiempo en LOST funcionaría entonces, desde el punto de vista de los personajes, como una paradoja de predestinación).

Pero Jack, el hijo atormentado por el fantasma de su padre, el líder que nunca quiso serlo y que apenas consiguió cumplir a medias su promesa de sacar a sus compañeros de aquella maldita isla (algunos se quedaron atrás, muchos murieron), es incapaz de dejar en paz el pasado. Alcoholizado, hundido por los remordimientos y el sentimiento de culpa y socavado su viejo escepticismo, ha terminado por arrastrarlos a todos de vuelta (hasta al féretro de John Locke) sin el menor plan de rescate o estrategia de salida salvo el impulso de corregir lo que ahora siente como un terrible error y su nueva fe del converso en que allí se le revelará ese destino que él por su cuenta es incapaz de encontrar fuera.


Y su fe parece recompensada cuando Faraday le pone en bandeja un plan que contradice todas sus anteriores advertencias y teorías: una explosión atómica cerca de las fuerzas del núcleo de la Isla introduciría una variable nueva capaz de alterar el curso del tiempo, quizá borrar de la existencia la Isla entera y sin duda alguna la historia completa de la serie. La bomba ya la tienen, no hay más que trasladarla y detonarla, y con esa sencilla acción kamikaze todos los errores de Jack, tantas muertes y sufrimiento, jamás habrán ocurrido. “¡Pero no todo fue malo!” protesta Kate entre lágrimas. Es inútil: Jack, escéptico o creyente, nunca escucha, él tiene que hacer lo que ha hecho siempre, lo que le convirtió en el gran cirujano que es, empeñarse en arreglar lo que todos salvo él dan por perdido. El desastroso fracaso de su último acto de rebelión contra la Isla (su última acción como Hombre de ciencia) le dejará más confuso que nunca, sin fuerzas para intentar volver a liderar el curso de la acción y aún más convencido de que el chiflado de Locke había tenido razón desde el principio en todas aquellas peroratas sobre el Destino.

Y sin embargo, por una cruel simetría de la trama, justo cuando Jack (actuando como un fanático terrorista suicida con coartada racionalista) se disponía a ejecutar el plan de Faraday, descubríamos espantados el verdadero final que el Destino le había reservado a John Locke. El creyente original, aquel tipo tan triste y enfadado con la vida, el paralítico que por un milagro había hecho realidad su sueño de convertirse en gran macho alfa, líder y cazador, había acabado sus días como un patético peón destruido y derrotado, incapaz de cumplir la misión de traer de vuelta al grupo que Jack acabaría por él, sin saber ya en qué creer y sin comprender nada, asesinado en su hora más oscura en un cuartucho de hotel lejos de su isla.


En realidad nos lo habían contado mucho antes, en una escena negrísima que sin duda habría resultado todavía más insoportable si antes no nos hubieran mostrado las imágenes del propio Locke otra vez de vuelta, vivo y entero, caminando sonriente por la playa como el día en que recuperó sus piernas. Nos dejaron creer que no importaba, que la Isla le había vuelto a arreglar, que en LOST hasta la muerte tenía remedio, y hasta nos hizo gracia la cara de susto e incredulidad de su asesino al descubrirlo de vuelta en el mundo de los vivos. Pero no era él, era un maldito hijo de puta encantado de lo bien que estaba resultando su plan.

Parte 4 de 8
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1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again, 3. The boxman

viernes, 30 de julio de 2010

3. The boxman


El episodio piloto más caro de la historia de la televisión comenzaba como el video de desastres más grande jamás filmado (gancho perfecto para los usuarios de youtube y los fans de Michael Bay): una escena dantesca rodada en tiempo real, los restos de un avión en llamas en una playa, gritos, muertos y heridos por todas partes... Nuestro alter ego el médico heroico echa a correr requiriendo ayuda, atendiendo a los más graves mientras ignora su propio costado sangrante. Entre los hierros retorcidos, todavía sin nombre y en estado de shock, se agitan los personajes que un día llegaremos a conocer mejor que a nuestro propio padre: el gordo voluntarioso, el jubilado calvo, la chica de las pecas, el padre con el crío, el chulo guaperas, la pareja oriental, el rubio siempre en medio, el árabe, la muchacha embarazada...

El espectador se va haciendo una primera composición del tipo de serie que será LOST cuando termine el despliegue de efectos especiales y toque ajustarse el cinturón: un grupo de personajes heterogéneos obligados a convivir a la espera de un rescate que nunca llega, una historia de supervivencia y amistad, altruismo y egoísmo, amor y celos, choque de voluntades y filosofías en los bellos paisajes naturales de Hawaii... En el mejor de los casos, Robinson Crusoe o El señor de las moscas. En el peor, Supervivientes. Y algo de eso habría pero no sería más que la punta del iceberg...


Entonces el piloto (del avión) es alzado en volandas por un monstruo al que nunca vemos y su cadáver arrojado hecho trizas contra los árboles. Fin de la primera parte.

Esa brusca irrupción del elemento fantástico representa la primera ruptura de las expectativas de las innumerables que constituirán la esencia de LOST, la primera vez que el desconcertado espectador se plantea en serio la pregunta de Charlie al ver el cadáver del oso polar: “Tíos, ¿pero dónde estamos?”.

Precisamente de eso se trata, de no saber.
En una conferencia de 2007, J.J. Abrams (que para entonces hacía ya un par de años que había dejado la serie totalmente en manos de Damon Lindelof y Carlton Cuse) comparaba el misterio con una caja cuyo contenido ignoramos. Esa caja cerrada que no hay forma de abrir es un catalizador de la imaginación, pura esperanza, potencial, posibilidades infinitas. En sentido metafórico Abrams la utiliza constantemente como narrador: en lugar de enseñar demasiado y revelar al instante toda la información, retenerla; sugerir, aguijonear la curiosidad del espectador.

Él no llega a decirlo pero la caja misteriosa de Abrams es la antítesis del acceso instantáneo, la gratificación inmediata y la sobredosis de información de la era de internet (la oscuridad del misterio contra la pantalla deslumbrante). Frente a la alegre anarquía planetaria de voces e imágenes sin filtro de la red, se alza, tan tieso y anacrónico como un poste de telégrafos, el arrogante narrador de toda la vida que en un universo de spoilers pretende todavía escoger el ritmo y la forma de contar su propio cuento. O quizá sean las propias historias las que se han vuelto anacrónicas, reemplazadas por un flujo instantáneo de puras sensaciones. Como apunta el mismo Abrams, todas las historias son de alguna manera historias de misterio, todas dosifican su información, todas ordenan su material para conseguir alguna clase de efecto, en todas existe siempre un filtro subjetivo, es sólo una cuestión de grado y del tipo de efecto que se pretende provocar.

La estricta historia de misterio suele comenzar con un teaser o primera jugada sorprendente (ej. aparece un oso polar corriendo por la selva) cuyo objetivo es deslumbrar al espectador para captar su atención, generar el misterio cuya solución es la historia completa que explica ese hecho o imagen y que el narrador, cruelmente, se niega a desvelar al instante. Puesto en tensión, en el mejor de los casos el espectador abandona su actitud de receptor pasivo y se enzarza con el autor en un duelo de búsqueda y ocultación para tratar de descubrir la verdad por su cuenta, rastreando pistas, atando cabos, formulando teorías... En suma, imaginando.
La historia de misterio es, simplemente, la clase más interactiva de historia y la Isla de LOST es una inmensa caja llena de ellas, un no-lugar creado para que convivan los monstruos y los milagros, donde las reglas de lo que consideramos posible se ponen en pausa para que pueda ocurrir cualquier cosa. Es decir, donde se pueda contar cualquier tipo de historia, incluso las que transcurren en cualquier otro tiempo o lugar.

A través de sus famosos flashbacks (que actúan como auténticos hipervículos que la desdoblan en decenas de series diferentes) LOST lleva a la práctica la vieja idea de que cada historia no es sino el punto de partida de otras muchas historias posibles; todos los personajes, desde los protagonistas al último secundario, guardan en su pasado, si no la posibilidad de un culebrón completo, al menos material suficiente para su propia tv movie de la semana, una serie dentro de la serie de la que cada cual es la estrella absoluta. Series de toda condición y género, tan poco comerciales como las crónicas de un genuino torturador iraquí o un drama romántico en clave de serie negra íntegramente hablado en coreano, u otras de tanta tradición televisiva como la del valiente médico que obra milagros en el hospital mientras su vida personal se cae a pedazos, o la de la fugitiva de la justicia perseguida por un poli implacable que va de dura pero que se para a ayudar a cualquiera.

Pero hay más: la tradición es muy importante para una serie que se pinta a sí misma como un enano subido a hombros de gigantes, un eslabón más en una larga cadena de mundos imaginarios entre los que cita a menudo a Alicia en el país de las maravillas / A través del espejo y El mago de Oz (y La Divina Comedia, El paraíso perdido o Star Wars), donde cada libro que los personajes hojean funciona como una apostilla para la acción, donde se echa mano de la mitología judeocristiana, egipcia, griega y budista, de la física relativista, la mecánica cuántica y la teoría de los juegos, que está plagada de personajes bautizados en honor de científicos, filósofos, escritores y seres de ficción; casi no queda rincón de la historia de la cultura y civilización humanas hasta el que de un modo u otro LOST no haya extendido sus tentáculos sin que la cara de poker de sus responsables trasluzca cuáles de esas conexiones son simples homenajes, cuáles pistas falsas y cual la clave de algún misterio. O acaso la mayor pista de todas sea en sí misma el hecho de que la historia de la Isla funciona como pantalla de inicio para una red infinita de textos y relatos sencillamente inabarcable para un simple mortal.

Demasiadas coincidencias como para ser casualidad: por mucho que el sentido común y la experiencia de tantos proyectos estrellados en la cuneta nos digan que es imposible crear deliberadamente un fenómeno mediático, hay razones para sospechar que J.J. Abrams y Damon Lindelof estaban tratando de generar un modelo inédito de ficción 2.0, una respuesta intencionada a la pseudorealidad en directo, los videojuegos y las nuevas formas de ocio de internet que amenazaban con reducir las series de televisión a un puñado de programas de medicos y polizontes y algunas exquisiteces para minorías en canales de pago. LOST es una estructura inacabable de vínculos y enlaces, un entramado de historias a imagen y semejanza de la red de redes (donde encontraría su ecosistema natural traicionando así, para salvarla, a la pantalla del televisor), una obra abierta de complejidad en aumento hasta rozar las dimensiones de un mapa 1:1 del mundo que iba a explotar por sí misma como juego colectivo en internet, donde los espectadores más curiosos acabarían por encontrarse para colaborar y compartir información, hallazgos, opiniones y teorías, cooperando para desenterrar entre todos los misterios que los guionistas habían puesto tanto celo en ocultar, esos misterios que eran como una hidra de muchas cabezas a la que por cada una rebanada brotaban dos.

Pero entre el juego y el relato abierto existe todavía una sutil distancia, una necesidad extra de sentido. Acabada oficialmente la partida, todos esos espectadores desilusionados que (en lugar de seguir cavando por su cuenta) esgrimen a grito pelado una lista con sus misterios favoritos sin contestar, seguramente lo que más echan de menos es esa única respuesta general y metafísica que debiera englobarlas a todas, el significado último de este universo de ficción. Que el final de la serie se limite a concluir con una apoteosis de emociones la peripecia vital de sus protagonistas, sin tratar de dotar siquiera de un mínimo de cohesión narrativa a esa extraña gimkana de seis años plagada de desvíos, pausas, avances y retrocesos, de episodios y momentos más o menos gloriosos o brillantes pero donde el conjunto vale menos que la suma de sus partes, tan sólo acaba por irritar más a sus detractores.

Sería irónico haber esperado tanto tiempo la gran revelación final, la clave unificadora que iluminara el conjunto y lo llenara de sentido, para después no reconocerla cuando se tiene delante; todo por esa manía de confrontar mentalmente personajes y misterios cuando en la práctica son tan inseparables como el sujeto y el verbo.


Como si los protagonistas de la serie hubieran acabado siéndolo por puro azar, como si los poderes de la Isla que controlan mágicamente su destino no los hubieran arrastrado hasta allí con toda deliberación para que sucediera algo con ellos, o como si sus anfitriones no hubiesen dispuesto ese escenario exclusivamente en su honor y en el de los espectadores que les seguían. Los pasajeros del vuelo 815 de Oceanic Airlines, supervivientes a duras penas de sus propias historias, cada cual con su propio muerto a cuestas que no hay manera de enterrar, un pasado aplastante lleno de angustias, secretos y errores que parecen condenados a repetir una y mil veces, han llegado a la Isla para ser probados, para descubrir quienes son y qué quieren realmente, para recrear a una nueva escala las pautas autodestructivas que los encadenan y encontrar (no sin ayuda) un camino para escapar de ellas o para morir en el intento. Porque, por obvio que parezca afirmarlo, en LOST la vida de cada personaje, lo que le ocurre antes y después de llegar a la Isla, son tan sólo partes de una misma historia, y ya se encarga el propio lugar de que lo sean.

Parte 3 de 8
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1. The Long Con, 2. We're going to need to watch that again

jueves, 29 de julio de 2010

2. We're going to need to watch that again


La historia de LOST arranca y concluye con dos escenas perfectamente simétricas: una pupila que se abre, la imagen de un cañaveral, Jack Shephard en el suelo, un perro que corre, y su contraria.
Hay quien entiende que si un viaje empieza y termina en el mismo punto uno no ha llegado siquiera a moverse: que la serie realmente nunca habría pasado del primer minuto y que todo cuanto hemos visto durante seis años no han sido más que los delirios de un moribundo tras un accidente de avión.
De esta manera tan simple (extendiendo la existencia soñada del Limbo de la última temporada al conjunto de la serie) se explicarían todos los hechos fantásticos, elementos sobrenaturales, complicaciones e incoherencias de la trama de LOST. Quienes se apunten a esta teoría de cortar por lo sano se ahorrarán muchísimo tiempo y dolores de cabeza (incluyendo todas las líneas que siguen). Los que prefieran en cambio complicarse la vida y tomarse el relato tal como se lo cuentan (lo que pasó, pasó), puede que interpreten esa simetría como uno de esos absurdos recursos poéticos que los autores usan a veces cuando les da por inventar historias en vez de retransmitir partidos de fútbol (en este caso, una metáfora visual llamada cerrar el círculo).

El final sorpresa de cualquier relato (ej. ay dios, Bruce Willis está muerto) obliga siempre a revisar todo lo que se ha visto a la luz de los nuevos acontecimientos y eso es algo para lo que LOST ha venido preparando a su público toda esta temporada, jugando con ecos y reflejos entre el comienzo y el final de la obra que van mucho más allá de la última escena, hasta conseguir fundir ambos extremos en una cinta de moebius por la que ahora corre un flujo de información, posibilidades y sentidos completamente nuevos. Volver a ver ahora los primeros episodios de la serie es como descubrir una historia inédita escrita bajo la otra con tinta invisible, como si las revelaciones del último año hubieran convertido retroactivamente la serie entera en su propia secuela.
En el viaje de seis años por la historia llena de misterios de LOST hemos recorrido la isla sin desviarnos apenas de la costa para descubrir su forma y contorno (enorme). Exhaustos, finalmente distinguimos a lo lejos el punto de partida (cañaveral, perro, Jack en el suelo, plano final de la pupila). Nos dejamos caer rendidos, felices de haber llegado. Pero con todo lo que hemos pasado, tenemos que entender que no ha sido más que el final de la primera vuelta. A nuestra espalda, más allá de la playa, quedan, llenas de secretos, las selvas y montañas que sólo hemos vislumbrado de lejos.

Hay quien mira hacia allá y sólo imagina ruinas, tierra quemada y fieras famélicas. Algunos se perdieron por el camino y nunca más se supo. Otros han regresado hirsutos y cabreados después de un viaje penoso y agotador del que dicen no haber sacado nada en limpio porque, en vez de un mapa del argumento (uniendo los puntos de eso que llaman “las respuestas”), han vuelto con las manos vacías o traen un garabato infantil sin pies ni cabeza totalmente inservible. Vaya, que no todo el mundo ha nacido para explorador.


Asumiendo que fuera cierto eso de que existía un plan para la serie, los creadores de LOST debían de saber desde el principio que su luna de miel perfecta con la audiencia no podía durar, que tarde o temprano se iba a producir un cisma entre escépticos (frustrados por la deriva tan poco seria de un relato que empezó prometiendo aventuras, suspense y una dosis razonable de fantasía) y creyentes (o dispuestos a suspender su incredulidad ante lo que se iba revelando como un mundo imaginario con reglas cada vez más alejadas de las que damos por ciertas en el nuestro). Quizá por eso sus guionistas optaron por elevar a hilo conductor de la trama el enfrentamiento entre Jack Shephard y John Locke, el Hombre de ciencia contra el Hombre de fe, el escéptico contra el creyente.
O así es al menos como ellos mismos se veían antes de que los giros del argumento acabaran debilitando sus mútuas convicciones. Hay otra forma de decir lo mismo que quizá retrate mejor a ambos personajes, a los espectadores que abandonaron y al grupo heterogéneo que llegó hasta el final (muchos de ellos sin tan siquiera una inclinación especial hacia la fantasía o la ciencia ficción):
Jack es un profesional terriblemente serio, el tipo más intenso del mundo, alguien que vive en un eterno drama del que siempre se siente el último responsable, sin tiempo ni ganas para tonterías. Y Locke es la clase de persona que se pierde por un buen juego.

Parte 2 de 8
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1. The Long Con

miércoles, 28 de julio de 2010

Islas y continentes

1. The Long Con   
Durante un cuarto de hora yo también odié el final de LOST (ponga usted lo que quiera: horror, incredulidad, desconcierto). Luego me inundó una sensación de paz, plenitud y desapego por las cosas de este mundo que me tuvo varios días descuidando obligaciones e higiene personal, flotando con una sonrisilla medio idiota no muy distinta a la de Desmond tras su iluminación (esto es, cuando no me asaltaban las lágrimas al recordar de pronto algún momento concreto). Difícil no apreciar la semejanza con la reacción de los mismos personajes de la serie en el instante en que despiertan del Limbo y reviven los episodios de su propia historia ya cerrada, todos unidos en la misma absurda catarata de emociones, sin comprender muy bien todavía ni cómo ni por qué.

Allá por 2004 los concursos de tele-realidad gobernaban las ondas, la series de ficción se batían en retirada y algún ejecutivo de la cadena ABC que quería mimetizarse con el entorno encargó a J.J. Abrams algo así como una versión dramatizada de Supervivientes con unas gotas de Robinson Crusoe, El señor de las moscas y Parque Jurásico. Abrams y su colega Damon Lindelof sopesaron la propuesta, se la llevaron al laboratorio para hacerle unos ajustes y rápidamente lanzaron un episodio piloto.
Aquella bola de nieve echó a rodar por la pendiente cogiendo velocidad y volumen hasta formar una inmensa mole de tramas, personajes y misterios, un verdadero circo ambulante de cien pistas que acabó por declararse independiente y saltar a su propia realidad paralela seguido de una ávida audiencia millonaria y multimedia. A la sombra de su éxito se lanzaron sucedáneos y clones que se estrellaron uno tras otro a falta de ese toque secreto capaz de resucitar en jóvenes y adultos de vuelta de todo la misma pasión adolescente de las primeras
incursiones en la ficción, cuando descubrir una nueva historia y descubrir el mundo parecían parte del mismo viaje si no la misma cosa.

Y llegó el día en que aquella nube cuántica de preguntas, teorías, esperanzas y temores tenía que colapsarse en una foto-finish, y en todo el mundo millones de espectadores ansiosos se asomaron a la vez a sus cajas luminosas, cada cual aguardando ver brotar justo lo que había soñado. ¿Cómo evitar decepcionar a algunos?

Hay bastantes que describen un choque similar al mío (fuimos los que tuvimos más suerte). Otros, que en las primeras horas se sintieron frustrados por la falta de respuestas de un desenlace que no era el que que habían pedido ni el que imaginaban, tras un periodo de duelo acabaron por reconciliarse con él con efecto retardado. Finalmente están los que se volvieron asqueados con una conclusión tan mística, incoherente y blandengue, todos los estafados a quienes en el último momento Damon Lindelof y Carlton Cuse dieron el cambiazo para arruinarles la fiesta.

Y escuchando las razones de cada cual, uno se queda con la impresión de que el final de LOST es como un chiste del que algunos nos reímos y otros no, pero que en realidad la mayoría no hemos terminado de entender. Y a los racionalistas cartesianos, al final, las experiencias inexplicables nos  ponen muy nerviosos...

Parte 1 de 8
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