jueves, 29 de julio de 2010
2. We're going to need to watch that again
La historia de LOST arranca y concluye con dos escenas perfectamente simétricas: una pupila que se abre, la imagen de un cañaveral, Jack Shephard en el suelo, un perro que corre, y su contraria.
Hay quien entiende que si un viaje empieza y termina en el mismo punto uno no ha llegado siquiera a moverse: que la serie realmente nunca habría pasado del primer minuto y que todo cuanto hemos visto durante seis años no han sido más que los delirios de un moribundo tras un accidente de avión.
De esta manera tan simple (extendiendo la existencia soñada del Limbo de la última temporada al conjunto de la serie) se explicarían todos los hechos fantásticos, elementos sobrenaturales, complicaciones e incoherencias de la trama de LOST. Quienes se apunten a esta teoría de cortar por lo sano se ahorrarán muchísimo tiempo y dolores de cabeza (incluyendo todas las líneas que siguen). Los que prefieran en cambio complicarse la vida y tomarse el relato tal como se lo cuentan (lo que pasó, pasó), puede que interpreten esa simetría como uno de esos absurdos recursos poéticos que los autores usan a veces cuando les da por inventar historias en vez de retransmitir partidos de fútbol (en este caso, una metáfora visual llamada cerrar el círculo).
El final sorpresa de cualquier relato (ej. ay dios, Bruce Willis está muerto) obliga siempre a revisar todo lo que se ha visto a la luz de los nuevos acontecimientos y eso es algo para lo que LOST ha venido preparando a su público toda esta temporada, jugando con ecos y reflejos entre el comienzo y el final de la obra que van mucho más allá de la última escena, hasta conseguir fundir ambos extremos en una cinta de moebius por la que ahora corre un flujo de información, posibilidades y sentidos completamente nuevos. Volver a ver ahora los primeros episodios de la serie es como descubrir una historia inédita escrita bajo la otra con tinta invisible, como si las revelaciones del último año hubieran convertido retroactivamente la serie entera en su propia secuela.
En el viaje de seis años por la historia llena de misterios de LOST hemos recorrido la isla sin desviarnos apenas de la costa para descubrir su forma y contorno (enorme). Exhaustos, finalmente distinguimos a lo lejos el punto de partida (cañaveral, perro, Jack en el suelo, plano final de la pupila). Nos dejamos caer rendidos, felices de haber llegado. Pero con todo lo que hemos pasado, tenemos que entender que no ha sido más que el final de la primera vuelta. A nuestra espalda, más allá de la playa, quedan, llenas de secretos, las selvas y montañas que sólo hemos vislumbrado de lejos.
Hay quien mira hacia allá y sólo imagina ruinas, tierra quemada y fieras famélicas. Algunos se perdieron por el camino y nunca más se supo. Otros han regresado hirsutos y cabreados después de un viaje penoso y agotador del que dicen no haber sacado nada en limpio porque, en vez de un mapa del argumento (uniendo los puntos de eso que llaman “las respuestas”), han vuelto con las manos vacías o traen un garabato infantil sin pies ni cabeza totalmente inservible. Vaya, que no todo el mundo ha nacido para explorador.
Asumiendo que fuera cierto eso de que existía un plan para la serie, los creadores de LOST debían de saber desde el principio que su luna de miel perfecta con la audiencia no podía durar, que tarde o temprano se iba a producir un cisma entre escépticos (frustrados por la deriva tan poco seria de un relato que empezó prometiendo aventuras, suspense y una dosis razonable de fantasía) y creyentes (o dispuestos a suspender su incredulidad ante lo que se iba revelando como un mundo imaginario con reglas cada vez más alejadas de las que damos por ciertas en el nuestro). Quizá por eso sus guionistas optaron por elevar a hilo conductor de la trama el enfrentamiento entre Jack Shephard y John Locke, el Hombre de ciencia contra el Hombre de fe, el escéptico contra el creyente.
O así es al menos como ellos mismos se veían antes de que los giros del argumento acabaran debilitando sus mútuas convicciones. Hay otra forma de decir lo mismo que quizá retrate mejor a ambos personajes, a los espectadores que abandonaron y al grupo heterogéneo que llegó hasta el final (muchos de ellos sin tan siquiera una inclinación especial hacia la fantasía o la ciencia ficción):
Jack es un profesional terriblemente serio, el tipo más intenso del mundo, alguien que vive en un eterno drama del que siempre se siente el último responsable, sin tiempo ni ganas para tonterías. Y Locke es la clase de persona que se pierde por un buen juego.
Parte 2 de 8
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