lunes, 27 de abril de 2009

Byrne en Barcelona


David Byrne, 24 de abril, Palau de la Música Catalana (Barcelona).


Autómatas y emoción

Muchos de vosotros no tenéis ni idea de quien es David Byrne y cuando estos últimos días he intentando explicaros a alguno quien era ese al que iba a ver a Barcelona, me temo que lo más que logrado comunicar es que fue un tío bastante famoso en los 80 que tenía un grupo llamado Talking Heads, dando seguramente la impresión de que se trata de una de tantas viejas glorias semi olvidadas de las que soy fan por algún motivo.
Y de vieja gloria, nada: sería difícil encontrar un artista actual más activo, original, curioso y polifacético que este neoyorkino nacido en Escocia hace 58 años al que en cierta ocasión Lisa Simpson puso como ejemplo de nerd (empollón sin habilidades sociales) que ha hecho cosas memorables: Cantante y guitarrista espasmódico, compositor de bandas sonoras, artista multimedia (entre sus obras recientes figuran varias series de powerpoints que empezó en plan chiste pero luego siguió en serio, o un robot cantante deliberadamente grimoso que tuvo expuesto el año pasado en el Reina Sofía); fundador del sello Luaka Bop desde el que ha reivindicado y / o descubierto a músicos africanos, hispanos, brasileños y del resto del mundo (aunque Byrne detesta el término World music por absurdo y excluyente); autor junto a Fat Boy Slim de un musical todavía pendiente de estreno sobre Imelda Marcos

Y en todo lo que hace mantiene ese punto de vista perplejo y distante sobre los absurdos cotidianos (vida, trabajo, familia, amor, sexo, edificios, comida…), todos los hábitos y automatismos de nuestro tiempo recogidos con el educado interés que un antropólogo marciano demostraría por la cultura de su planeta adoptivo. Byrne ha sido siempre un bicho raro que se ha ido humanizando con los años, sus últimos discos son más melódicos y emocionales y ahora hasta disfruta con los conciertos cuando en el pasado (dice) subirse al escenario era para él una tortura. El día 24 en Barcelona venía a presentar las canciones de su segunda colaboración (tras 20 años) con Brian Eno, Everything That Happens Will Happen Today, un disco más bien plácido de esos que van entrando poco a poco hasta incrustarse sin remedio en el cerebro. El marco (sin coñas), incomparable: el Palau de la Música Catalana (lleno total), una filigrana de edificio modernista recién restaurado, orgullo de las artes aplicadas del país. Ya el simple juego de las luces de colores contra tallas de las paredes causaba un efecto visual bastante extraordinario pero el alucinante concierto-performance de Byrne no tuvo problema en hacerle sombra.
Justamente famoso por su magnetismo hierático y la energía nerviosa de sus directos (Jonathan Demme lo filmó en vivo en Stop Making Sense en la última época de los Talking Heads, y algo del mérito le corresponderá al cantante y a su sentido del espectáculo de que se la reconozca como la mejor película de conciertos jamás realizada), aún así no estabamos preparados para la arrolladora actuación que estábamos a punto de presenciar, con el público destrozándose las manos con cada canción como si cada una fuera la última (y a pesar de todo resistimos hasta el final y conseguimos sacarles tres bises).
Cuatro músicos, tres coristas y tres bailarines moviéndose en una coreografía desmañada y robótica (tremendamente graciosa, a imagen y semejanza de los movimientos del lider de la banda) al ritmo de las nuevas canciones y de las clásicas de Talking Heads producidas por Mr. Eno (las más salvajes y vanguardistas, muchas de las cuales Byrne llevaba siglos sin interpretar, y raramente con semejante potencia, como si el tiempo no pasara por él). El salto entre lo viejo y lo nuevo permitía efectivamente apreciar la afinidad del material a través de las décadas: aquello era, efectivamente, Byrne & Eno, el musical, o más bien la fiesta, y fue una cosa extraordinaria participar en aquella especie de rito tribal de cientos de personas puestas en pie bailando con alegría desbordante esas canciones llenas de ritmo y distorsión que hablaban de alienación y desconcierto y a veces, un poquito, de algo parecido a la felicidad. Uno de los mejores conciertos que recuerdo.


Créditos de las fotos: las dos primeras las he encontrado en Flickr (autor, un tal alterna2). El resto son obra de mi prima Idoia, que tampoco sabía quien era David Byrne pero tenía mejor cámara y más sangre fría que yo).





domingo, 19 de abril de 2009

Dices tú de mili


De las dos películas que lleva ya estrenadas Clint Eastwood en 2009, la segunda, con él mismo de protagonista (entre nuevas insinuaciones de quizá sea la última vez que se pone ante las cámaras) es la que sale perdiendo en las comparaciones. Gran Torino es más divertida que El intercambio, pero también más convencional y genérica. Da igual, los fans del antiguo Hombre sin nombre saldremos felices de verla: en una carrera tan extraña y diversa como la suya, no tendría nada de malo que su última aparición en pantalla fuera más por el lado de El sargento de hierro que por Sin perdón.

Aquellos rumores que hablaban de Gran Torino como una última aventura en la tercera edad de Harry Callahan resultaron falsos pero no andaban completamente descaminados: caracteres tan distantes como el pistolero reformado William Munny o este cabronazo jubilado polaco llamado Walt Kowalski (que se pasa los primeros diez minutos sin decir una palabra, resoplando elocuentemente para sí mismo contra el mundo con expresión feroz) son encarnaciones crepusculares de una misma y legendaria personalidad cinematográfica que inevitablemente trasciende al personaje concreto. Y sin embargo, hay personaje en Kowalski, y bien interesante por cierto: el último gran héroe de Clint no es policía ni sale corriendo detrás de nadie para imponer justicia sino que es, básicamente, el viejo irascible de los chistes que con los pantalones subidos hasta los sobacos sale con su escopeta a gritar a los críos que salgan de su jardín. Veterano condecorado de la guerra de Corea que se ha pasado toda una vida trabajando en la cadena de montaje de Ford en Detroit (para acabar viendo a sus hijos conduciendo un Hyundai), los últimos años de Walt han sido toda una sucesión de sinsabores: acaba de enviudar, sus descendientes son (para qué negarlo) un hatajo de gilipollas y su encantador barrio residencial se ha convertido en un ghetto para inmigrantes chinos donde él y su perra son el último reducto de la vieja América que todavía era capaz de crear cosas tan fenomenales como el espectacular Gran Torino del 72 que conserva impoluto en su garaje.
La desconfianza, el racismo y en general el choque de culturas entre el grosero Kowalski (él mismo hijo de emigrantes, eso sí, blancos) y sus vecinos de la etnia Hmong, gente chapada a la antigua con los que resulta tener mucho más en común que con los de su propia sangre, producen una comedia dramática no tan diferente de The Visitor (también comentada hace poco por aquí), con un punto de vista bastante simpático hacia esos esforzados foráneos que aportan nuevas energías al país ante la decepcionante abulia de los hijos de anteriores oleadas, esos niños bonitos que se encontraron con todo hecho.
Aunque luego está también el lado oscuro del fenómeno, el componente de violencia, aquí en forma de bandas juveniles de chavales desarraigados que siembran el pánico por el vecindario, aterrorizando más que a nadie a su propia gente. Al joven Thao, adolescente bondadoso y formal que en principio no quiere saber nada de esos capullos, le acaban liando para que demuestre su hombría cumpliendo con un rito de iniciación: robar el coche de Kowalski, lo que resulta ser una forma bastante extraña de romper el hielo con el vecino. Y el viejo, que sólo quiere que le dejen en paz, acaba metido sin comerlo ni beberlo en una guerra por el vecindario. Sólo que Walt jamás ha podido quitarse de la cabeza el fantasma de aquellos chavales que mató en Corea y su historia, al igual que Sin perdón, supone una especie de ajuste de cuentas a toda una carrera resolviendo conflictos con un magnum 357 y las bendiciones de la Asociación Nacional del Rifle.

El argumento es bueno, hay risas (mucho epíteto racista e insensibilidad cultural) y drama, y Kowalski es un gran papel con el que colgar las botas pero el resto de personajes, aunque bien interpretados, resultan demasiado planos, particularmente la familia del anciano (cretinos de chiste) y los chavales de la banda, quizá perjudicados por un doblaje juvenil bastante patatero. Por cierto que si ésta es realmente la última película del actor Eastwood, lamentaremos profundamente la disolución de su larguísima asociación con el no menos legendario Constantino Romero, que últimamente sólo vuelve a sentarse ante el micrófono por él y que en Gran Torino, ensayando un tono de abuelo ligeramente más cascado, está casi tan extraordinario como el señor que pone la cara.

lunes, 13 de abril de 2009

Abrazos en ámbar


No debe de ser fácil ser Almodóvar: no sólo tiene que cargar con la responsabilidad de levantar con cada nueva película la menguada taquilla del cine español, sino que debe hacerlo aguantando los mordiscos de una caterva de resentidos y envidiosos que, más allá de una respetable diferencia de gustos, reducen sistemáticamente su obra a un chiste cansino de maricas y yonkis, encarnación de todos los pecados de la cultura progre. Lo que a sus detractores profesionales les cuesta explicar es cómo semejante mamarracho y embaucador se ha convertido en el director español vivo más aclamado internacionalmente y sus películas, pese a sus personajes extremos y sus temáticas en aparencia minoritarias, siguen conquistando a espectadores de todo el mundo.

Por eso me admira la manera en que consigue aislarse del griterío para seguir su propio camino y hacer, cada vez, la película que le pide el cuerpo, arriesgando como pocos autores consagrados se atreven a jugársela. Almodóvar es un artista temerario que a veces acierta y a veces no, y unas veces te llega más y otras te deja frío. A mí Los abrazos rotos me ha gustado mucho (más que La mala educación o Carne trémula, aunque no tanto como Volver o Hable con ella) pero al término de la proyección pude oír cuchicheos de gente que habría preferido bastante ver en su lugar Chicas y maletas, la película dentro de la película, la comedia almodovariana que el director Mateo Blanco (Lluís Homar) rodó en los 90 antes de quedarse ciego, con Carmen Machi, Rossy de Palma, Chus Lampreave y, como estrella, la debutante Lena Rivero (Penélope Cruz). Habría sido una película mucho más frívola, colorista y divertida, pero esa misma u otras muy parecidas están ya hechas y hasta se pueden descargar de Internet en un par de clics.
Almodóvar se ha ido despojando de todos aquellos ropajes generacionales de la movida y el petardeo y ahora le tira más la estética y la sensibilidad del melodrama clásico (el de Rossellini, por ejemplo). Se ha hecho mayor, supongo, y probablemente un autor más sombrío. Los abrazos rotos está llena de las pesadillas propias de un director de cine: perder la vista (real o metafórica), que te traicione el productor, que te humille la crítica, que tu identidad artística se fragmente con el tiempo en una esquizofrenia de personalidades aisladas. Almodóvar, por el contrario, recupera aquí deliberadamente a aquel autor que fue en los 80 y se tienta la ropa para comprobar que todo sigue ahí: hay mucho de nostalgia y autohomenaje en esas escenas hacia lo que se antoja como una etapa ya cerrada de su carrera, pero también de demostración de que ese es un registro que no ha perdido sino que tiene voluntariamente aparcado.

Más allá de la onda cinéfila, Los abrazos rotos es un misterio de amor y celos, contado a través de una compleja estructura de saltos temporales, el triángulo amoroso entre una aspirante a actriz que acaba de mantenida de un rico empresario (Penélope Cruz, radiante), el propio viejo libidinoso obsesionado con ella (José Luis Gómez), y el director de cine que le dará su primer papel y se enamorará de ella perdidamente (Homar). Hay quien ha hablado de frialdad gélida, de una total falta de química entre los amantes; a mí no me lo parece, creo que Pe y Lluís Homar están inmensos juntos y por separado, como lo está Blanca Portillo en el papel de la sufrida agente del director y los actores más jóvenes de un reparto uniformemente excelente (lo que no siempre es el caso en las películas de Almodóvar). Pero aunque fuera cierto, yo me atrevería a apuntar que esta historia de amor es más una necesidad de la trama que su eje, que no hay nada más corriente que que una actriz se enrolle con su director, sobre todo si está deseando escurrirse de las garras de un anciano tan posesivo como el tal Ernesto Martel, y que es tan sólo su trágico final lo que consagra su aventura como trascendente. La verdadera pasión que arrastra el relato, malsana y destructiva, es más bien la de ese viejo millonario que intenta desesperada e inútilmente apoderarse para siempre del cuerpo y el alma de una mujer, y si para ello hay que meterse a producir películas, pues se la filma hasta la extenuación, dentro y fuera del rodaje, en todo momento y en todo lugar. Martel es finalmente tan cineasta como el propio director Blanco: el cine, aparte de arte, ha tenido siempre un componente de morbo y voyeurismo, y si hay películas que son luminosas cartas de amor, hay otras que son pura patología de un trastornado. En esta obra llena de instantes geniales, ninguno tan patético y tan cruel como ese en que el viejo celoso escucha patidifuso, con la ayuda de una lectora de labios que interpreta las imágenes robadas carentes de sonido, lo que su amada piensa realmente de él (que le da asco).