domingo, 19 de abril de 2009

Dices tú de mili


De las dos películas que lleva ya estrenadas Clint Eastwood en 2009, la segunda, con él mismo de protagonista (entre nuevas insinuaciones de quizá sea la última vez que se pone ante las cámaras) es la que sale perdiendo en las comparaciones. Gran Torino es más divertida que El intercambio, pero también más convencional y genérica. Da igual, los fans del antiguo Hombre sin nombre saldremos felices de verla: en una carrera tan extraña y diversa como la suya, no tendría nada de malo que su última aparición en pantalla fuera más por el lado de El sargento de hierro que por Sin perdón.

Aquellos rumores que hablaban de Gran Torino como una última aventura en la tercera edad de Harry Callahan resultaron falsos pero no andaban completamente descaminados: caracteres tan distantes como el pistolero reformado William Munny o este cabronazo jubilado polaco llamado Walt Kowalski (que se pasa los primeros diez minutos sin decir una palabra, resoplando elocuentemente para sí mismo contra el mundo con expresión feroz) son encarnaciones crepusculares de una misma y legendaria personalidad cinematográfica que inevitablemente trasciende al personaje concreto. Y sin embargo, hay personaje en Kowalski, y bien interesante por cierto: el último gran héroe de Clint no es policía ni sale corriendo detrás de nadie para imponer justicia sino que es, básicamente, el viejo irascible de los chistes que con los pantalones subidos hasta los sobacos sale con su escopeta a gritar a los críos que salgan de su jardín. Veterano condecorado de la guerra de Corea que se ha pasado toda una vida trabajando en la cadena de montaje de Ford en Detroit (para acabar viendo a sus hijos conduciendo un Hyundai), los últimos años de Walt han sido toda una sucesión de sinsabores: acaba de enviudar, sus descendientes son (para qué negarlo) un hatajo de gilipollas y su encantador barrio residencial se ha convertido en un ghetto para inmigrantes chinos donde él y su perra son el último reducto de la vieja América que todavía era capaz de crear cosas tan fenomenales como el espectacular Gran Torino del 72 que conserva impoluto en su garaje.
La desconfianza, el racismo y en general el choque de culturas entre el grosero Kowalski (él mismo hijo de emigrantes, eso sí, blancos) y sus vecinos de la etnia Hmong, gente chapada a la antigua con los que resulta tener mucho más en común que con los de su propia sangre, producen una comedia dramática no tan diferente de The Visitor (también comentada hace poco por aquí), con un punto de vista bastante simpático hacia esos esforzados foráneos que aportan nuevas energías al país ante la decepcionante abulia de los hijos de anteriores oleadas, esos niños bonitos que se encontraron con todo hecho.
Aunque luego está también el lado oscuro del fenómeno, el componente de violencia, aquí en forma de bandas juveniles de chavales desarraigados que siembran el pánico por el vecindario, aterrorizando más que a nadie a su propia gente. Al joven Thao, adolescente bondadoso y formal que en principio no quiere saber nada de esos capullos, le acaban liando para que demuestre su hombría cumpliendo con un rito de iniciación: robar el coche de Kowalski, lo que resulta ser una forma bastante extraña de romper el hielo con el vecino. Y el viejo, que sólo quiere que le dejen en paz, acaba metido sin comerlo ni beberlo en una guerra por el vecindario. Sólo que Walt jamás ha podido quitarse de la cabeza el fantasma de aquellos chavales que mató en Corea y su historia, al igual que Sin perdón, supone una especie de ajuste de cuentas a toda una carrera resolviendo conflictos con un magnum 357 y las bendiciones de la Asociación Nacional del Rifle.

El argumento es bueno, hay risas (mucho epíteto racista e insensibilidad cultural) y drama, y Kowalski es un gran papel con el que colgar las botas pero el resto de personajes, aunque bien interpretados, resultan demasiado planos, particularmente la familia del anciano (cretinos de chiste) y los chavales de la banda, quizá perjudicados por un doblaje juvenil bastante patatero. Por cierto que si ésta es realmente la última película del actor Eastwood, lamentaremos profundamente la disolución de su larguísima asociación con el no menos legendario Constantino Romero, que últimamente sólo vuelve a sentarse ante el micrófono por él y que en Gran Torino, ensayando un tono de abuelo ligeramente más cascado, está casi tan extraordinario como el señor que pone la cara.

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