lunes, 13 de abril de 2009

Abrazos en ámbar


No debe de ser fácil ser Almodóvar: no sólo tiene que cargar con la responsabilidad de levantar con cada nueva película la menguada taquilla del cine español, sino que debe hacerlo aguantando los mordiscos de una caterva de resentidos y envidiosos que, más allá de una respetable diferencia de gustos, reducen sistemáticamente su obra a un chiste cansino de maricas y yonkis, encarnación de todos los pecados de la cultura progre. Lo que a sus detractores profesionales les cuesta explicar es cómo semejante mamarracho y embaucador se ha convertido en el director español vivo más aclamado internacionalmente y sus películas, pese a sus personajes extremos y sus temáticas en aparencia minoritarias, siguen conquistando a espectadores de todo el mundo.

Por eso me admira la manera en que consigue aislarse del griterío para seguir su propio camino y hacer, cada vez, la película que le pide el cuerpo, arriesgando como pocos autores consagrados se atreven a jugársela. Almodóvar es un artista temerario que a veces acierta y a veces no, y unas veces te llega más y otras te deja frío. A mí Los abrazos rotos me ha gustado mucho (más que La mala educación o Carne trémula, aunque no tanto como Volver o Hable con ella) pero al término de la proyección pude oír cuchicheos de gente que habría preferido bastante ver en su lugar Chicas y maletas, la película dentro de la película, la comedia almodovariana que el director Mateo Blanco (Lluís Homar) rodó en los 90 antes de quedarse ciego, con Carmen Machi, Rossy de Palma, Chus Lampreave y, como estrella, la debutante Lena Rivero (Penélope Cruz). Habría sido una película mucho más frívola, colorista y divertida, pero esa misma u otras muy parecidas están ya hechas y hasta se pueden descargar de Internet en un par de clics.
Almodóvar se ha ido despojando de todos aquellos ropajes generacionales de la movida y el petardeo y ahora le tira más la estética y la sensibilidad del melodrama clásico (el de Rossellini, por ejemplo). Se ha hecho mayor, supongo, y probablemente un autor más sombrío. Los abrazos rotos está llena de las pesadillas propias de un director de cine: perder la vista (real o metafórica), que te traicione el productor, que te humille la crítica, que tu identidad artística se fragmente con el tiempo en una esquizofrenia de personalidades aisladas. Almodóvar, por el contrario, recupera aquí deliberadamente a aquel autor que fue en los 80 y se tienta la ropa para comprobar que todo sigue ahí: hay mucho de nostalgia y autohomenaje en esas escenas hacia lo que se antoja como una etapa ya cerrada de su carrera, pero también de demostración de que ese es un registro que no ha perdido sino que tiene voluntariamente aparcado.

Más allá de la onda cinéfila, Los abrazos rotos es un misterio de amor y celos, contado a través de una compleja estructura de saltos temporales, el triángulo amoroso entre una aspirante a actriz que acaba de mantenida de un rico empresario (Penélope Cruz, radiante), el propio viejo libidinoso obsesionado con ella (José Luis Gómez), y el director de cine que le dará su primer papel y se enamorará de ella perdidamente (Homar). Hay quien ha hablado de frialdad gélida, de una total falta de química entre los amantes; a mí no me lo parece, creo que Pe y Lluís Homar están inmensos juntos y por separado, como lo está Blanca Portillo en el papel de la sufrida agente del director y los actores más jóvenes de un reparto uniformemente excelente (lo que no siempre es el caso en las películas de Almodóvar). Pero aunque fuera cierto, yo me atrevería a apuntar que esta historia de amor es más una necesidad de la trama que su eje, que no hay nada más corriente que que una actriz se enrolle con su director, sobre todo si está deseando escurrirse de las garras de un anciano tan posesivo como el tal Ernesto Martel, y que es tan sólo su trágico final lo que consagra su aventura como trascendente. La verdadera pasión que arrastra el relato, malsana y destructiva, es más bien la de ese viejo millonario que intenta desesperada e inútilmente apoderarse para siempre del cuerpo y el alma de una mujer, y si para ello hay que meterse a producir películas, pues se la filma hasta la extenuación, dentro y fuera del rodaje, en todo momento y en todo lugar. Martel es finalmente tan cineasta como el propio director Blanco: el cine, aparte de arte, ha tenido siempre un componente de morbo y voyeurismo, y si hay películas que son luminosas cartas de amor, hay otras que son pura patología de un trastornado. En esta obra llena de instantes geniales, ninguno tan patético y tan cruel como ese en que el viejo celoso escucha patidifuso, con la ayuda de una lectora de labios que interpreta las imágenes robadas carentes de sonido, lo que su amada piensa realmente de él (que le da asco).

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