Admitamoslo: lo que más me gustó del Star Trek de JJ Abrams es lo mucho que le ha gustado a todo el mundo: sonrío con gratitud al recordar las críticas entusiastas y la pasta que ha ingresado (uno de los taquillazos del año en EEUU, por encima de Terminator Salvation y Lobezno o de Iron Man el verano pasado, y notable éxito como sleeper en la Europa continental gracias al boca a boca, que no a la rácana campaña publicitaria del estudio). Un auténtico chute de esteroides para la moribunda marca espacial, una aventura espectacular y efervescente que ha abierto la serie al público masivo manteniendo su esencia pero barriendo las telarañas.
Yo la ví tres veces en el cine y cada vez más contento, pero como fan de veinte años de la franquicia, esto no es lo que yo habría pedido. Yo prefiero la ciencia ficción dura a la space opera y Star Trek me gusta más cuando se parece a Asimov que a Flash Gordon, a Planeta prohibido que a Star Wars. Pero lo que yo habría hecho no lo habría ido a ver ni dios, y la película de Abrams, que para unos pocos fundamentalistas son dos horas de ruido y furia contadas por un idiota, resulta ser justo lo contrario: en una serie multimedia donde la rama televisiva siempre le ha dado mil vueltas a la cinematográfica, llena de largometrajes cutres que disfrazaban sus torpezas con citas de Shakespeare y pretensiones temáticas de pacotilla, Star Trek (2009) es un trabajo deslumbrante a varios niveles con todo el mecanismo cuidadosamente oculto bajo la superficie para no asustar a nadie.
Y eso a pesar de una trama bastante bizarra como casi todas las que cocina Abrams: Misteriosas naves gigantes que arrasan con todo a su paso, viajes en el tiempo, universos paralelos, esa materia roja capaz de crear un agujero negro en el corazón de un planeta... Poca idea nueva en lo fantástico, más bien un refrito de greatest hits del pasado hábilmente engarzados con el objetivo de detonar desde dentro el universo trek con toda la documentación en regla. La alteración de la línea temporal es el tunel metanarrativo por el que los nuevos responsables de la saga se fugan de los grilletes de sus 43 años de historia para reinventarla en sus propios términos (demostrando rápidamente que no hay vaca lo bastante sagrada, con ecos del 11-S y otras catástrofes humanas del siglo XX), creando un desconcertante híbrido entre (falsa) precuela, secuela (lo que explica el retorno de un anciano Leonard Nimoy cerrando el círculo como el Spock original) y spin-off de sí misma con los mismos protagonistas. Un nuevo comienzo en todos los sentidos para estos entrañables personajes arquetípicos nacidos en la televisión de los turbulentos 60 para llevar hasta el espacio y en son de paz la Nueva frontera de J.F. Kennedy.
Abrams ya ha demostrado en TV con Alias, Perdidos y Fringe (y en el cine, hasta cierto punto, con Cloverfield/Monstruoso) que el público mayoritario se apunta sin problemas a los conceptos más rematadamente extraños siempre y cuando encuentre una conexión emocional con los personajes. En ese sentido, Star Trek 2009 es, antes que nada, una típica historia de crecimiento y superación frente a la adversidad y la pérdida, así como el relato del nacimiento de una improbable amistad entre dos seres en apariencia opuestos, dos jóvenes desorientados, marginales en sus respectivos mundos, ignorantes del inmenso potencial que acumulan. El encuentro con el Otro ha sido siempre el gran tema subyacente de Star Trek: contactar, conocer y con suerte aprender a convivir en paz y mutuo enriquecimiento con esa criatura diferente y misteriosa de otra raza, sexo, nación o ideología. ¿Qué mejor punto de entrada entonces para el reinicio de la saga que el primer contacto entre los miembros de la tripulación original de la nave Enterprise?
Puede que no sean exactamente como los recordábamos (salvo en el caso del doctor McCoy, un Karl Urban poseido por el espíritu del difunto Deforest Kelley) pero tienen excusa: son jóvenes, inexpertos, han crecido en una realidad alternativa y los interpreta una nueva generación de actores (Chris Pine, Zachary Quinto, Simon Pegg, Anton Yelchin y Zhoe Saldana como una Uhura más implicada en la acción que nunca), un fantástico reparto de futuras estrellas capaces de fundirse con estos personajes icónicos evitando las trampas de la imitación. Bruce Greenwood como el veterano capitán Pike brilla como ancla moral de la historia y figura paterna del desorientado Jim Kirk, mientras que un Eric Bana irreconocible queda francamente desaprovechado en un papel de villano vengativo que es más fuerza desencadenante que otra cosa, un Otro al que no hay tiempo ni ganas de tantear.
La película de Abrams (del que nadie se atreverá a decir ya que tiene un estilo televisivo como director) es un producto populista que se adapta a las reglas de juego que impone el actual Hollywood, la ley del blockbuster o nada: un espléndido episodio piloto, el caramelo en la puerta del colegio para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas, un primer paso imprescindible para rescatar a la franquicia del agujero negro de la extinción. Pero la mejor ciencia ficción es por naturaleza subversiva (puesto que introduce la duda que lo que es ahora vaya a seguir siéndolo indefinidamente), y aunque esta primera entrega cumple brillantemente su misión de destruir las certezas y prejuicios del público trekkie, para el espectador en general el viaje hasta el momento ha resultado todavía demasiado cómodo y libre de riesgos. En aras de una experiencia colectiva más equitativa, ¿qué tal una secuela al menos tan adulta y provocadora como aquellos primeros episodios de efectos visuales prehistóricos y decorados de cartón, pero cuya carga mítica ninguna película de la saga ha conseguido hasta ahora emular? La gran película de Star Trek está todavía por hacer: parafraseando al capitán Pike, el reto es hacerlo todavía mejor.
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