domingo, 7 de febrero de 2010

Cameron verde


James Cameron ha puesto pasta en el tema y está convencido de que el 3D es el futuro. Entrevistado por Jordi Costa en la Fotogramas de enero, el rey del mundo apuntaba que si tenemos dos ojos es para percibir el mundo con profundidad: vemos en tres dimensiones lo mismo que vemos en color y por eso el blanco y negro ahora no es más que una opción estilística para cuatro artistillas pedantes.
Interesante falacia porque el lenguaje cinematográfico es cualquier cosa menos realista: nadie ve el mundo en forma de planos encadenados (medios, generales, primer plano...) y por mucho que mueva el cuello nadie hace un travelling con grúa ni emula los movimientos frenéticos de la cámara en cualquier secuencia de acción. Pero Cameron tiene razón, a estas alturas el cambio de paradigma
es inevitable (al menos para los blockbusters: la próxima de Harry Potter, por ejemplo, se va a rodar ya en 3D) y buena parte de culpa la va a tener él. Y un visionario que invierte diez años de su vida en forzar a la realidad y la tecnología cinematográfica a doblegarse a su visión se merece, ya por principio, cualquier premio al mejor director del año.

Avatar es un auténtico milagro técnico, una película que es un 70% animación pero se siente 100% real (poniendo en ridículo los experimentos de Robert Zemekis con el cine virtual). El planeta Pandora, completamente generado por ordenador, con toda su orografía y biosfera, su exuberante flora y fauna (y sus alienígenas antropomórficos, los Na´vi, los personajes digitales más convincentes jamás vistos, el siguiente eslabón en la linea de criaturas del equipo Weta que previamente dio vida a Gollum y a King Kong), es una creación magnífica en concepto y estética, el verdadero protagonista de una película que para el caso lo mismo podría haber sido un documental de National Geographic.

En lo que se refiere al formato 3D, en cambio, me mantengo escéptico con reservas, a riesgo de parecerme a aquellos espectadores carcamales que renegaban contra el sonoro con el argumento de que la expresividad del cine mudo era un arte en sí misma y no una carencia (con cierta razón, al menos al principio: los micrófonos cortaron los pies al movimiento de la cámara dentro del plano y las películas no volvieron a rozar la exuberancia y dinamismo visual de Amanecer de Murnau hasta los años dorados de Francis Ford Coppola).

De entrada, Cameron dirá lo que quiera pero ningún primate salvo Rompetechos tiene que ponerse gafas especiales para ver el mundo, artilugios de los que es imposible olvidarse durante toda la proyección y que son la servidumbre práctica de una tecnología aún por perfeccionar. Después, claro, uno entra en la película y se queda con la boca abierta ante el plus de realismo sensorial de las primeras escenas. El efecto óptico es excitante, espectacular y bastante convincente, como contemplar otro mundo a través de un gran ventanal en vez de una simple imagen proyectada. En contrapartida, ese mismo efecto ventana hace más difícil abstraerse del espacio real, de la pared y de la sala, en perjuicio de la cualidad alucinatoria y fantasmagórica de la imagen creada por la simple luz proyectada (¿sueñan los humanos en 3D? No estoy seguro...), con lo que esta variante de la experiencia cinematográfica, aunque más espectacular, corre el peligro de resultar fácilmente menos inmersiva (o quizá es el shock de la novedad y simplemente acabaremos por acostumbrarnos).

Las tres dimensiones parecen funcionar muy bien para crear atmósferas, para planos descriptivos o de ubicación. En cambio, en las escenas de montaje rápido o con bruscos giros de cámara (v.g., en las escenas de acción), falla la triangulación, el resultado se embarulla y el cerebro (al menos el del que suscribe) no termina de procesar esos saltos como pertenecientes a un espacio físico real, procediendo a ignorar la información extra. Para terminar la parrafada aguafiestas, soy de la opinión de que el verdadero cine en 3D debería replantearse desde cero toda la teoría del montaje y el encuadre o dejarse de medias tintas y saltar directamente a una experiencia inmersiva de realidad virtual. Aunque eso, claro, ya no sería exactamente cine, ¿no?.

Ávatar, esa película sofisticadísima e hipertecnológica, envuelve una fábula ecologista descrita más o menos correctamente como Pocahontas o Bailando con lobos en el espacio: la historia del choque de culturas entre terrícolas depredadores llegados desde un mundo moribundo para explotar los valiosos recursos de un mágico planeta virgen, y los nativos gatunos y azules, místicos abrazaárboles tan parecidos a los indios americanos que se les oponen. ¿Alegoría de la conquista del oeste, de la destrucción de la Amazonia, de las guerras por el petroleo? Un poco de cada cosa, aunque el pragmático Cameron la acabe derivando, más que a un enfrentamiento cultural, a un violento choque de tecnologías donde los verdaderos bárbaros son esos humanos cegados por la inmediata necesidad económica, incapaces de reconocer (y rentabilizar) una ciencia más avanzada que la suya, la superintegración neuronal en red que enlaza entre sí a todos los seres vivos de Pandora (los puertos usb orgánicos que llevan integrados en el craneo son, aparte del aspecto, prácticamente el único rasgo alien de los Na´vi).

Bien mirado, no se aprecia nada especialmente más místico y sensible en este James Cameron post Titanic (la respuesta adecuada a la invasión acaba siendo armar la de dios y combatir el fuego con el fuego, lo que quiera que eso signifique para su interpretación alegórica). Lo que sí que se le nota es un esfuerzo deliberado por simplificar la historia al máximo, por reducirla a puros arquetipos para limitar riesgos y hacerla accesible al mayor porcentaje de público. Cameron es un perfeccionista obsesivo y un gran director de acción pero también un guionista tosco y prosaico que salva el tipo por su olfato para reciclar en formato de superproducción buenas ideas que otros tuvieron antes aunque más en privado (en este caso, todo el concepto del programa Avatar). El romance entre el simplón marine americano y la princesa india es tan automático y de manual que sólo lo salvan las estupendas interpretaciones, llenas de simpatía y carisma, de Sam Worthington y Zoe Saldana (digitalizada). El esquematismo de los personajes se compensa con el excelente trabajo de un reparto que clava cada papel, entre ellos el coronel cabrito de Stephen Lang y una Sigourney Weaver más cerca de su trabajo en Gorilas en la niebla que de la Ellen Replay de Alien. Ahora, una vez garantizado el futuro financiero de la franquicia, solo cabe desear que las secuelas conduzcan a este universo y a sus personajes hacia aventuras más a la altura del escenario.

0 comentarios: