domingo, 21 de febrero de 2010

Los días azules de las SS


Con motivo del 65 aniversario de la liberación de Auschwitz, la Casa de la Juventud de Pamplona organizó una exposición fotográfica, una conferencia (a la que falté) y la proyección repartida en cuatro sesiones de Shoah (1985), el famoso documental de Claude Lanzmann sobre el Holocausto que rara vez se ve de un tirón debido a su duración (nueve horas). El tema, que duda cabe, tampoco ayuda.  

No sé exactamente lo que esperaba, supongo que una especie de espeluznante cápsula del tiempo, un desfile de supervivientes desgranando para la Historia su propia experiencia del infierno, todas en el fondo una y la misma, variaciones de un idéntico horror: el ghetto, los trenes, las cámaras, los hornos... Y la confusión, la incredulidad, el espanto, la esperanza contra toda lógica de que Dios y el hombre no tolerarían semejante crimen, el exterminio sistemático de todo un pueblo al que sus asesinos habían decidido despojar de la condición humana.

Y así es Shoah, en parte. Las versiones pasadas por el filtro de la ficción son cuentos de hadas comparadas con la conmoción de escuchar estos testimonios de primera mano, con detalles y sucesos tan viles, tan desgarradores, que resultarían insoportables en una película comercial. En varios momentos a sus protagonistas se les quiebra la voz; se echan a llorar y Lanzmann ha de insistirles para que continúen, para que no se callen nada. Filmada durante la segunda mitad de los 70 y sin emplear ni una sola imagen de archivo, enfatizando el propio acto de recordar para verbalizar el trauma, Shoah rastrea las huellas del Holocausto en tiempo presente, hablando a través de la memoria de las víctimas, incluso visitando con ellas los escenarios de la masacre (Chelmno, Treblinka, Auschwitz...). Algunos lugares se conservan como museos de los horrores donde es hasta demasiado sencillo ilustrar paso a paso el relato de los supervivientes. Otros, treinta años después, han revertido en parajes insospechadamente idílicos y la cámara contempla en silencio bosques bucólicos y frondosos sin apenas signo de actividad humana, donde sólo la memoria del testigo (el inevitable cabo suelto) destruye la ilusión de un crimen perfecto y todo el esfuerzo de los nazis para borrar su rastro.

Como instrucción sumarial del Holocausto, Shoah acumula evidencia tras evidencia y presenta un caso tan demoledor que no deja el menor resquicio al revisionismo negacionista, pero Lanzmann no se limita a certificar la veracidad del genocidio. Intenta penetrar en las circunstancias y la atmósfera que lo hicieron posible, en el silencio, la indolencia, el racismo latente y el juego de complicidades que lubricaron durante cinco años el funcionamiento impecable de la Solución final.
El director entrevista a los campesinos polacos que vivían junto a los campos de exterminio (de donde al principio emanaba un olor insoportable aunque luego uno, que quiere usted, terminaba por acostumbrarse). Conversa con los colonos que ocuparon las casas abandonadas de los judíos, propietarios satisfechos que las muestran con orgullo al visitante y que se declaran contrarios al genocidio, aunque para nada echen de menos a aquellos comerciantes opulentos ni a aquellas frescas indolentes que se llevaban de calle a todos los hombres del pueblo. Habla con los conductores de los trenes especiales que iban a Treblinka (quienes recibían una paga extra para alcohol porque sobrios no eran capaces de hacer el trabajo) y a probos funcionarios de los ferrocarriles alemanes que no tenían ni idea de lo que estaba pasando, tan ocupados estaban en gestionar diligentemente el papeleo de los traslados (los viajeros de los trenes de la muerte tenían cada uno su correspondiente billete -pagado por las SS con los bienes incautados a sus víctimas- según las tarifas generales, con precios especiales para los niños). Lanzmann graba con teleobjetivo o cámara oculta a varios antiguos nazis que describen con pelos y señales, con mayor o menor grado de arrepentimiento, el día a día de su trabajo en los campos (el primer día muchos vomitaban; luego también se acostumbraban). Interviene también un historiador para poner en perspectiva la contribución de los nazis al “problema judío”, repasando antecedentes como la expulsión por los Reyes Católicos o el protocolo de los sabios de Sión, hasta llegar a la Solución final, el plan para exterminarlos de una vez y para siempre de la faz de la tierra.

Y que fantástico dispositivo pusieron en marcha, que eficacia logística tan germana (si se me permite el estereotipo). Un simple genocidio está al alcance de cualquier tribu de bárbaros pero sólo la nación más culta y civilizada de Europa podría haber creado la infraestructura de esas fábricas de la muerte funcionando just in time para matar a tantos tan rápidamente. Oh, y la astucia y brutalidad que desplegaron para mantener a sus víctimas a oscuras hasta el último instante, las mentiras y promesas con las que envolvían a cada grupo hasta hacerlos entrar en las supuestas duchas. Todo tan limpio, tan aséptico, tan industrial. No hace falta siquiera recurrir al fatalismo religioso que exhiben algunos de los supervivientes para explicar por qué no hubo prácticamente resistencia ni intentos de rebelión por parte de aquellos que iban derechos al matadero: sus asesinos simplemente no les dieron la menor ocasión. Uno sale con la sangre hirviendo, asqueado de la idea de civilización, deseando volver a ver inmediatamente Malditos Bastardos de Tarantino, y seguir descubriendo más cosas sobre tantas historias que Lanzmann deja apenas apuntadas (por ejemplo, ¿qué respondieron los aliados a la desesperada petición de ayuda de los judíos del ghetto de Varsovia?). Al final, ante la inmensidad del tema, las nueve horas saben a poco.

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