Ahora que ya la han sacado de cartel y esta crítica no puede causar víctimas, confieso que a mí me ha gustado bastante La vida interior de Martin Frost, segunda peli en solitario del escritor neoyorkino Paul Auster (a quien le le picó el gusanillo del cine escribiendo el guión de Smoke (Wayne Wang, 1995) y que debutó por su cuenta en 1998 con Lulú on the Bridge). También diré que entiendo perfectamente el vacío glacial que le hicieron en el pasado Festival de San Sebastián y el ensañamiento de la crítica con esta obra inclasificable, rodada con cuatro perras y exactamente cuatro actores en las afueras de Lisboa. Bizarro romance de fantasía en el que, así por ejemplo, se cuela como escena de coqueteo ingenioso un intercambio de observaciones sobre la diferente pronunciación de Berkeley, el obispo solipsista, y Berkeley la universidad californiana. Los actores (David Thewlis e Irène Jacob) están muy bien y la dirección es competente, pero la historia del novelista que se despierta una mañana para encontrar a su lado en la cama a una misteriosa joven de la que se enamora sin saber que es su propia musa, recibe de Auster un resbaloso tratamiento de cuentecillo de Guy de Maupassant de intriga mecánica y sentimientos telegrafiados.
... O así es hasta alrededor del minuto veinte, cuando la trama hace un quiebro desconcertante y entra el elemento cómico con la aparición del absurdo fontanero interpretado por Michael Imperioli (el sobrino de Tony Soprano). Y resulta que la imaginación de Auster no se había ido del todo de vacaciones sino que simplemente toda la magia, el humor y el misterio se habían quedado al fondo de una botella mal agitada. En conjunto La vida interior de Martin Frost resulta una marcianaza muy agradable cuya gracia me temo que solo la van a ver los incondicionales de su autor. Si éste no es su caso, no se precipite y léase antes El palacio de la luna, Trilogía de Nueva York, El país de las últimas cosas o Leviatán.
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