Más que reiniciar la saga, Casino Royale formateó el disco duro de la serie Bond presentándonos a un 007 en prácticas con los rasgos de Daniel Craig, todavía reconociblemente humano y con un fondo dramatico francamente insospechado. Un animal tan diferente que se ganó la aclamación de crítica y público (rumores de Oscar incluidos que al final quedaron en nada). Sin embargo, una vez eliminado el factor sorpresa, era casi inevitable que la secuela, Quantum of Solace (también conocida como Bond 22) fuera acogida con división de opiniones...
A menudo da la impresión de que no queda una sola idea original en Hollywood, que la gente del cine son como pequeños WALL-Es erigiendo sus proyectos con bloques de chatarra que rescatan de las ruinas de un pasado glorioso. Según esta lógica, después de cuarenta y seis años de películas de James Bond, no debería quedar en Quantum of Solace un solo fotograma sin reciclar.
Pero la originalidad es siempre una virtud muy relativa en el cine comercial (y en su estado puro resulta de lo más indigesta en taquilla). Todo eso que se dice de que apenas hay un puñado de historias posibles (o que nos interesen en cuanto seres humanos) y que sólo cambian en lo accesorio, que cada aparente nuevo gran invento de ficción que captura por millones la imaginación del público nace siempre por hibridación, recombinando materiales previos con más o menos acierto (como Matrix, por ejemplo, que mezclaba el mito de la caverna de Platón con la ciencia ficción cyberpunk y las películas de acción de Hong Kong, o Harry Potter, que empezó como un cruce entre Tolkien y las novelas de Enid Blyton).
Descomponer a posteriori la fórmula del éxito parece absurdamente simple pero de momento nadie ha encontrado todavía una receta para adivinarla por anticipado. Por eso últimamente cada bombazo de taquilla se reconvierte mágicamente en el primer episodio de una trilogía, tetralogía o lo que el público aguante la progresiva banalización del concepto. Todo estudio sueña con disponer de un puñado de franquicias rentables y por eso el que no las tiene acude a desenterrarlas a su catálogo de nombres ilustres (la llamada fiebre de los remakes). Pero reempaquetar como novedades historias y personajes famosos del pasado no es un proceso tan fácil ni evidente, como demuestra la cantidad de abortos anuales que se producen. Es un trabajo de chinos tan delicado como un transplante de cerebro; hay que desmontar el original pieza a pieza para ver lo que funciona y lo que no, reconstruir el mecanismo en sintonía con las técnicas contemporáneas y traducir el arquetipo al tiempo presente sin perder por el camino su valor icónico de marca.
Por eso es un verdadero milagro que de vez en cuando se consiga actualizar con éxito a alguno de estos personajes míticos descatalogados, una exultante victoria de la imaginación sobre la entropía y la segunda ley de la termodinámica. Por algo todas las culturas tienen sus propios mitos de renacimiento y resurrección: somos humanos y mortales y a algunos nos hace ilusión volver a ver a nuestros viejos héroes alzarse pletóricos y caminar de nuevo sobre la Tierra. En términos estrictos de cultura popular, nos podemos dar con un canto en los dientes de que la primera década del siglo XXI, junto con la cuota habitual de golems informes, nos haya traído de vuelta, más lozanos que nunca, a Batman (Batman Begins), al Doctor (Doctor Who, una debilidad mía) o a James Bond (Casino Royale).
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El ojo del baño de oro
Por supuesto que no todo el mundo admitirá que el James Bond de Pierce Brosnan era un zombi apenas mantenido en pie por las oscuras fuerzas del product placement y la recaudación en taquilla. Para millones de espectadores de todo el mundo, el reinado de Brosnan cuenta como una auténtica edad de oro del personaje tras demasiados años de arrastrar una existencia poco distinguida.
Esta saga que lo había sido todo en los 60 y 70 había ido perdiendo lustre poco a poco (o mucho antes y muy rapidamente, según opiniones) y el relevo de Roger Moore por Timothy Dalton en una versión con menos coña del personaje no terminó de reactivar el interés del público por unas películas de acción de mediano presupuesto, creadas en un ambiente endogámico por el mismo equipo técnico y artístico de toda la vida y dirigidas por empleados leales pero rutinarios como John Glenn.
Tras un parón de seis años en los que la productora anduvo enredada en pleitos, Goldeneye (1995) pareció en su momento un esfuerzo bastante prometedor de puesta al día, con su estética mucho más contemporánea, sus referencias a una nueva era tras la guerra fría, un actor protagonista favorito del público y el uso desaforado de todo el arsenal de clichés más famosos de la serie, desde la canción (pastiche de John Barry / Shirley Bassey compuesta por Bono y The Edge y cantada por Tina Turner) a la trama de chantaje planetario con un satélite de la muerte, sin olvidar a Famke Janssen como la asesina a la que matar le provocaba orgasmos o al villano interpretado por Sean Bean, agente renegado e imagen especular de 007, capaz de meterse en su cabeza y despertarle unos cuantos demonios personales dormidos (o algo por el estilo… La verdad es que el guión era un bodrio pretencioso a medio cocer pero a muchos les encantó).
Al final, sin embargo, todo quedó en un simple lavado de cara, un empujón hacia adelante en dirección a una vía muerta porque bajo la capa de pintura el viejo molde seguía intacto. Los intentos de romper expectativas introduciendo elementos más realistas o dramáticos resultaban tan incongruentes como un bigote postizo en el arquetípico Bond cinematográfico que tan ajustadamente encarnaba Pierce Brosnan (un actor liviano con el que nunca parece estar ocurriendo mucho en pantalla y que sin embargo ha ido ganando en solidez con la edad). Síntesis perfecta de Sean Connery y Roger Moore con unas gotillas de la amargura exitencialista de Timothy Dalton, un personaje unidimensional sujeto con pinzas, supuesta reliquia de una guerra fría en la que por edad de ninguna manera habría podido tomar parte, playboy misógeno y metrosexual con inconexos ramalazos de vida interior, superagente secreto con aspecto de maniquí de El corte inglés, que siempre bebe lo mismo y se presenta en todas partes dando enfáticamente su propio nombre: “Bond, James Bond.” Semejante criatura sólo podía funcionar confinado en las estrechas paredes de su propio artificioso entorno de ficción, viviendo abigarradas fantasías escapistas cada vez más caras y previsibles, más propias de un ritual nostálgico vintage o de un parque temático.
El éxito de la saga Austin Powers desarticulando su fórmula clásica, y la aparición de la serie rival de Jason Bourne con una aproximación mucho más convincente y actual al cine de espías, amenazaban con reducir a medio plazo a James Bond a un chiste irrelevante. La propia supervivencia de la serie exigía una reinvención radical que los productores Michael G. Wilson y Barbara Broccoli (herederos del negocio familiar) quizá no se habrían atrevido a emprender en vida de su padre, Albert R. Broccoli, creador y propietario de la franquicia tras la espantada de su socio Harry Saltzman.
Bond Begins
La primera escena de Casino Royale (2006) -película basada por primera vez en treinta años en una novela de Ian Fleming, la primera que escribió y la última en ser llevada al cine- no podía haber hecho más esfuerzos por cortar lazos con la era Brosnan: Blanco y negro, estética vagamente expresionista deudora de El tercer hombre y un James Bond acechando en la sombra con el difícil rostro de Daniel Craig en su perfil más inquietante para matar a sangre fría a un traidor en la oficina del MI6 en Berlín. Así, tras consumar a plena satisfacción de sus superiores su segunda ejecución (considerablemente más sencilla que la primera, como él mismo admite), Bond adquiere oficialmente su famosa licencia para matar (el significado del código 00), que súbitamente deja de ser una frase hecha para convertirse en una realidad poco menos que repulsiva.
Y es que el personaje de James Bond (al que su propio creador consideraba una inofensiva fantasía masculina de sexo, violencia, lujo y exotismo) nunca ha dejado de tener sus lados de sombra: ya desde el comienzo de la bondmanía en los 60, Bond se atrajo las iras de la parte de la intelectualidad europea que se interesaba por estas cosas, que lo caracterizaba como un esbirro del capitalismo decadente y corrupto, sin otros principios ni ideología que las riquezas y el placer, un alienado que mataba a sangre fría y sin remordimientos. El propio Sean Connery dijo en algún momento algo sobre lo harto que estaba de que lo relacionaran con ese maldito asesino y que nunca jamás volvería a interpretarlo (años después se desdijo, sin embargo).
Lo cierto es que, aunque es raro el héroe de acción que no se acaba tomando la justicia por su mano (y entonces, o bien la indignación se extiende a todo un subgénero que suele ser bastante entretenido, o bien se empieza a confiar en la inteligencia del espectador y en su capacidad para distinguir entre ficción o realidad), pocos como el agente 007 tienen concedido el derecho explícito a matar con impunidad. En esto no cabe duda de que James Bond es una verdadera reliquia de los primeros tiempos de la guerra fría.
Originalmente un veterano de la segunda guerra mundial experto en operaciones especiales, al finalizar la contienda Bond simplemente prolonga su actividad contra los nuevos enemigos de su país como un buen patriota y súbdito del imperio que sigue jugando a indios y vaqueros, aceptando el razonamiento de que si la guerra fría es una guerra, en la guerra y en el amor todo vale. El Bond de Ian Fleming no es particularmente sádico y ni siquiera un genuino anticomunista: bien pronto en las novelas, y desde la primera película, Bond deja de perseguir a los escuadrones de la muerte de Stalin para vérselas con SPECTRA, organización mafioso-terrorista internacional entre cuyas filas, por definición, no hay civiles inocentes.
En cualquier caso, el éxito masivo de sus aventuras en ambos medios marcó un antes y un después en el género de espionaje (y en el cine de acción en general), convirtiendo a James Bond en referencia insoslayable, bien para imitarlo (en ejemplos medianamente recientes como Misión imposible, Mentiras arriesgadas, XXX, o las novelas de Tom Clancy sobre Jack Ryan), bien para rechazar de manera explícita y casi airada su distorsión romántica y fantasiosa del mundo de los servicios secretos, en la línea de John LeCarré y sus relatos inspirados en su propia experiencia, sórdidas historias de lealtades dudosas, gentuza implacable y desastrados hombrecillos grises en todos los bandos.
La trilogía de Bourne (una de las series cinematográficas más influyentes en el último cine de acción, basada cada vez más libremente en las novelas de Robert Ludlum), combina a partes iguales ambas tendencias del género de espías y les añade un extraordinario virtuosismo técnico (con prolijo uso de la camara en mano) y un solemne tono de realismo prácticamente olvidado en el cine comercial desde los 70. Matt Damon interpreta con gran convicción al amnésico ex espía del título, un cabo suelto de un conjunto de operaciones no autorizadas al que sus antiguos superiores persisten en intentar matar, obligándole así a tirar del hilo y sacar a la luz su propio pasado de monstruo al servicio de diversos crímenes de estado. Una fascinante variación sobre el tema del superagente especial (Bourne, para su propia sorpresa, resulta ser una máquina letal perfecta con un sinfín de talentos ocultos), mucho mejor adaptada al espíritu de los tiempos cuando, escaldados por el historial de la CIA en América Latina y fenómenos como el GAL y la guerra contra el terrorismo de Bush y Ramsfield, cada vez se hace más difícil creer que los servicios secretos están ahí para protegernos a nosotros (¿quién vigila a los vigilantes?).
No hay que echarle mucha imaginación para reconocer en ese Bourne anterior al incidente que le cambió la vida un remedo de las visiones más siniestras sobre el personaje de Ian Fleming con quien comparte iniciales (Fleming, por cierto, también dejaba a su hombre amnésico por una herida en la cabeza al final de su última novela completa, Sólo se vive dos veces). Una versión descarnada privada de glamour, supervillanos, chistecitos o tías en bikini. Un monstruo sin alma, una simple herramienta de precisión al servicio del poder. ¿Podría ser éste el verdadero 007?. Cuando James Bond es un cascarón vacío, un conjunto de accesorios y frases hechas al servicio de la trama, sin peso, personalidad ni motivos (excepto alguna salva al aire acerca de servir a su país y a la reina) es difícil desmentir ninguna interpretación coherente sobre el personaje, como esa tan clásica de que James Bond es un nombre en clave y cada actor un individuo distinto, o aquella otra tan paradójica que dice que la versión de Roger Moore (que es un tipo de lo más simpático, que odia las armas y es embajador de UNICEF y que siempre se tomó el papel con distancia irónica, soltando un chiste detrás de cada muerte) sería en el mundo real un psicópata aterrador.
Casino Royale le dió finalmente un pasado, valores y una opinión sobre sí mismo. Un trabajo duro porque no era una película de época y los guionistas Purvis y Wade (los expertos residentes en Ian Fleming) tenían que reinventarlo como un hombre nacido cincuenta años después del Bond literario, criado en un mundo necesariamente distinto, con una trayectoria vital diferente aunque paralela, la más parecida posible para acabar conduciéndolo al mismo punto. Ahora Bond es un ex militar de las fuerzas especiales reconvertido en agente del MI6, arrogante e impredecible, y durante su acerbo intercambio de impertinencias con la agente del Tesoro Vesper Lynd (Eva Green) nos enterábamos de que es un huérfano educado en colegios privados que posiblemente ha transferido sus afectos a las instituciones del país, un hedonista sin medios propios para cubrir sus gustos caros, y un tipo irónico y emocionalmente distante que prefiere liarse con mujeres casadas porque dan menos problemas. Lo importante, sin embargo, no era la propia información (que en su mayor parte siempre ha estado ahí implícitamente) sino la manera en que Daniel Craig la utilizaba para construir un personaje carismático, un cabronazo contradictorio pero coherente psicológicamente, un nuevo héroe de acción integral para el siglo XXI cuya intensidad achicharraba hasta el más vago recuerdo de sus antecesores.
Pero el engreimiento de este Bond con tan buenos motivos para creer en su propia infalibilidad no hace otra cosa que presagiar su caída : no sólo fracasa en su misión de desplumar al poker a un tal LeChiffre, banquero internacional dedicado a la financiación de terroristas, sino que se enamora perdidamente de Vesper y por ella termina dimitiendo del servicio secreto, espantado de la manera en la que el trabajo está destruyendo su humanidad (hay una gran escena de Bond ante el espejo con la camisa blanca del smoking empapada de sangre después de liquidar a dos matones en una pelea horriblemente sucia). La posterior traición y suicidio de la chica son el golpe letal que le hace regresar al juego convertido en un profesional implacable, destruida su confianza en la humanidad, ocultando la propia tras un muro emocional infranqueable. Gran relato-origen de un superhéroe en el que el descenso a los infiernos del protagonista marca el inicio de su leyenda, saludada con la ejecución a todo volumen del James Bond Theme para satisfacción del espectador. Casino Royale es una película poderosa, extraña e imperfecta, un poco larga quizá, con mucha más acción al principio que al final, y la mejor de la serie al menos desde 1964 si nos empeñamos en considerarla parte de la misma (sólo Desde Rusia con amor y Goldfinger podrían disputarle el primer puesto pero realmente es como comparar peras y manzanas).
Continuará
2 comentarios:
Enorme análisis! Bravo!
Ejem, la segunda parte se vuelve a retrasar otro poco (hasta que encuentre la manera de reducir ese tocho horrendo a la mitad...)
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