domingo, 22 de marzo de 2009

Finge ahora que no duele


El luchador se parece a muchas otras películas del mismo género, ese que traza un paralelismo entre la violencia en el ring y las hostias que te da la vida (siempre peores que las de cualquier contrincante) pero, aunque no invente nada, se eleva sobre la mayoría gracias a tres puntos fuertes:


1) Es sobria, sencilla y sin artificios, rasgos hasta ahora inéditos en el cine de Darren Aronofski, tan proclive a esotéricas idas de olla en plan alegórico como Pi o La fuente de la vida (por la que fue casi unánimemente crucificado). Refugiado por primera vez tras un guión ajeno, Aronofski sigue demostrando su virtuosismo como director en la que hasta el momento resulta su película más directa y transparente (o al menos contada en clave más comprensible).

2) Transcurre en el fascinante mundo del wrestling, esos combates de pantomima y coreografía donde ganadores y perdedores, héroes y villanos, tienen repartidos los papeles de antemano y se someten mansamente al guión que les pasan. Randy The Ram hace de bueno en la lona y siempre gana aunque su estrella esté de capa caída, pero cuando baja se marcha a dormir a un remolque para el que no le alcanza el alquiler, su salud ya no es la que era, trabaja de almacenista aguantando las burlas y humillaciones de su jefe (al que no puede retorcer el pescuezo por mucho que quiera) y, al menos en lo que respecta a su hija, le ha tocado también ejercer de villano. Y aunque todo lo que se ve es puro teatro, nos cuentan que al menos en los circuitos de provincias para viejas glorias acabadas o principiantes entusiastas, la sangre corre y se rompen los huesos y los cuerpos acaban machacados de verdad, y entonces lo que toca es fingir que todo está bien y uno no está realmente más muerto que vivo: el público ha pagado por su diversión y la función debe continuar.

3) Las fantásticas interpretaciones de Mickey Rourke, envejecido, enorme y abotargado (imposible imaginar a nadie más dando el tipo en el plano físico y dramático), un hombre deshecho a sí mismo, incapaz de vérselas con el mundo real, aún perdido en sus fantasías de un regreso a la cumbre, y de Marisa Tomei como Cassidy, la bailarina de strip tease de la que se enamora, con mucha más cabeza y con los pies en la tierra, pero ambos trozos de carne vendiendo emociones patéticas a una clientela embrutecida. Randy y Cassidy comentan en una escena la sanguinaria Pasión de Cristo de Mel Gibson “ese si que era un tipo duro”, dice él. El suyo en cambio es un vía crucis profano que ni siquiera es realmente por dinero; esas cuatro esquinas donde casi todo es mentira son su propia reserva de vida salvaje, donde Randy recupera su identidad y se convierte en el gran hombre que no es en ninguna otra parte, otro superhéroe imaginario tratando de estar a la altura de su propio muñeco articulado.

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