domingo, 15 de marzo de 2009

Locos por las mallas


Decían que no podía hacerse pero todo es ponerse: finalmente Watchmen, legendaria obra maestra del cómic, una de las piezas de ficción más aclamadas e influyentes de finales del siglo XX, ha subido de categoría y se ha convertido en película. Porque sólo ungidas por la varita de Hollywood pueden las obras nacidas en un formato menos afortunado y masivo (cómic, novela, teatro, serie de tv, videojuego, o película hablada en sueco) sentirse por fin reconocidas a los ojos del gran público y premiadas de la manera más sincera y tangible: esto es, sirviendo como punto de partida para un largometraje presupuestado en millones de dólares.

Y ahora, dejando a un lado el sarcasmo, ¿qué podemos decir de Watchmen, la película de Zack Snyder? Violenta, delirantemente extraña, densa como ella sola, con un tono entre Taxi Driver y Los increíbles y en todo momento entretenida, las reacciones ante ella están siendo de lo más diversas, desde el entusiasmo desaforado a un tibio “fallida pero con partes salvables”. Contra lo que pudiera pensarse ambos extremos no parecen tener mucho que ver con la familiaridad con el cómic: hay profanos que la encuentran un tostonazo interminable (162 minutos), deprimente y embarullado, y otros que la ven como una pieza fascinante, imaginativa, arriesgada y sin concesiones a la comercialidad.
Los fans del original, por nuestra parte, nos repartimos entre los que se congratulan de la extrema fidelidad con la que han saltado las imágenes del papel a la pantalla (la especialidad de Snyder tras su trabajo con 300 de Frank Miller), y arguyen incluso que el nuevo final es mejor, y los que nos quedamos un poco fríos ante esta versión voluntariosa pero escasa con regusto a trailer, en su mayor parte tan esclava del original que lo único que aporta es su interesante diseño de producción y la extraordinaria creación del antiguo actor infantil Jackie Earle Haley como el desquiciado enmascarado Rorschach.

Tiene su mérito, no cabe duda, haber logrado desmontar el mecanismo creado para un medio, volverlo a montar en otro y que salga algo tan parecido (aunque sobren piezas), sobre todo porque la maquinaria interna de Watchmen volvería loco a cualquier relojero con su multiplicidad de engranajes girando simultáneamente. Se trata, para empezar, de una historia de época ambientada en el 1985 de un universo alternativo donde la guerra fría entre americanos y rusos ha llegado al borde de la catástrofe nuclear, donde el presidente Nixon acaba de ser reelegido para un tercer mandato y donde existen los superhéroes, aunque todos, salvo uno, sean humanos corrientes disfrazados y la mayoría se retiraran cuando el gobierno prohibió sus actividades. La excepción (y menuda excepción) es el Doctor Manhattan, científico nuclear desintegrado en un accidente con un dispositivo experimental y recompuesto poco después como un ser de facultades semidivinas sobre el tiempo y la materia, el arma de disuasión (y agresión) más poderosa de los EEUU (“Dios existe y es americano”). Súmese al anterior escenario el misterio del asesino de enmascarados (supuesta trama principal), el relato de los orígenes de Rorscharch (el detective psicópata de cine negro), las historias personales de Búho Nocturno 2 (apocado empollón millonario tipo Batman) y Espectro de Seda 2 (hija de la superheroína y pin-up del mismo nombre), las trayectorias de El Comediante (mercenario a sueldo del gobierno) y Ozymandias, el hombre más listo del mundo, además de un puñado de referencias a tantos justicieros históricos que empezaron a vestirse con mallas allá por los años 40 y cuyas carreras, casi invariablemente, encontraron finales indignos y abruptos.

Con semejante sobredosis de información nada tiene de extraño que algunos espectadores encuentren la película extremadamente confusa; suerte que el público actual cada día se asusta menos de las tramas no lineales porque tanto flashback y salto de un personaje a otro exigen un esfuerzo de atención al que no todos estarán dispuestos. Snyder y sus guionistas han logrado incorporar en mayor o menor medida la práctica totalidad de las líneas argumentales del cómic y la estructura se mantiene en pie pero al precio de resultar mucho más descabellada, artificiosa y arbitraria: en el esfuerzo por no dejarse nada importante, se ha perdido la relación profunda entre los elementos que daba al conjunto su sentido dramático.
¿Qué pasaría si existieran los superhéroes en el mundo real, se preguntaban en 1985 Alan Moore y Dave Gibbons. Me temo que, de las dos mitades de la ecuación, a Snyder le atrae mucho más la parte de los superhéroes que la de la realidad. El director se lo pasa en grande con la deconstrucción del arquetipo del superhéroe como ser acomplejado con problemas de identidad (aquí, en su mayor parte, una pandilla de sádicos, pervertidos, fascistillas, megalómanos o exhibicionistas en busca de publicidad), se entretiene en detalles cool y se regodea en violencia gore (con toda la ironía que se quiera sobre el sadismo de los enmascarados) y se olvida de la verdad fundamental de sus personajes: Que no son más que humanos corrientes que se han disfrazado para no ser como el resto, para escapar a su destino de simples víctimas potenciales sometidas a la misma angustia que los demás, piezas insignificantes en el tablero de juego de los dioses. Se autoerigen en justicieros, se elevan por encima de las leyes de la sociedad y dan rienda suelta a sus propias neuras y nociones sobre la justicia y el bien; a la hora de la verdad, sin embargo, su poder para cambiar la realidad no es mayor que el de cualquier ciudadano de paisano.
El único auténtico superhéroe de Watchmen, el Doctor Manhattan (que no lo es por propia elección) tampoco deja de ser un instrumento en las manos de otros, la pieza más poderosa del tablero pero pieza al fin y al cabo. Se necesitaría mucho más que un superhéroe para salvar al mundo, para cambiar la naturaleza humana y las maneras en que los humanos ejercen la violencia unos contra otros (además de que los auténticos hombres con poderes no salen por la noche a repartir mamporros vestidos de estrellas de circo).

No, al contrario que en el cómic, apenas hay rastro de gente corriente en el Watchmen de Zack Snyder (todo son superhéroes, criminales o políticos), nada de testigos angustiados e impotentes que intenten seguir con sus vidas con la espada de Damocles del Apocalipsis nuclear pendiendo sobre sus cabezas, anclando a la realidad (y al zeitgeist del verdadero 1985) toda esta fantasía de pirados en látex. Y bastante difícil es ya hacer partícipe al espectador contemporáneo de la paranoia de la mutua destrucción asegurada de los años 80 (tan magistralmente capturada en el original) como para que cada escena relacionada con el inminente holocausto atómico venga protagonizada por un mamarracho disfrazado de Nixon viejo con un inconfundible aire a Celebrity de Muchachada Nui (Nixon, que en el original aparece en una sola página y visto de lejos, es a estas alturas todo un cliché de presidente malvado bastante mejor explotado en Futurama). No menos horrendo, por cierto, es el maquillaje de Carla Gugino como la anciana Espectro de Seda 1, francamente lamentable teniendo tan reciente el ejemplo de El curioso caso de Benjamin Button.

Con estos y otros errores de bulto la trama principal avanza en el vacío, sin verdadera sensación de peligro o fatalidad, y cuando llega el gran desenlace y se plantea el dilema moral fundamental de la película, mucho me temo que el espectador tan sólo sea capaz de apreciarlo a nivel intelectual (y yo también soy de los que creen que el nuevo final no tiene mucho sentido visto desde la psicología de masas). Pero aunque el conjunto sea muy inferior a la suma de las partes, es cierto que hay partes realmente logradas: los fantásticos créditos iniciales con The Times They Are Changing de Dylan (quien aparece mucho en la banda sonora), el grandioso episodio de Roscharch en prisión (y en general cualquier escena de Roscharch, ese monstruo de moralidad maniquea en negros y blancos al que Haley dota de una humanidad doliente estremecedora); algunos de los momentos más sinceros entre los héroes más normales, Búho nocturno (Patrick Wilson) y Espectro de Seda (Malin Akerman); la segunda escena de Manhattan y el Comediante en Vietnam; el cambio de opinión en la superficie de Marte de un Manhattan casi completamente ajeno al hombre que fue, pasando de considerar la vida un elemento muy sobrevalorado en el gran esquema de las cosas (“en qué mejoraría el planeta rojo con un oleoducto o un centro comercial”) a ensalzarla al considerar la improbabilidad de la existencia de cada ser humano concreto, tan ínfima como la de convertir el aire en oro, cada persona un verdadero milagro termodinámico. Eso es puro Alan Moore palabra por palabra y en espíritu, y tras los desastres de Desde el infierno o La liga de los hombres extraordinarios, causa un extraño vacío en el estómago que, precisamente en la adaptación de la obra que le hizo famoso, el nombre de la persona que imaginó el 97% de lo que sigue no figure en ninguna parte.

Harto de verse asociado con películas terribles que descuartizan sus guiones y de productores tramposos que mienten más que hablan (la gota que colmó el vaso fue aquella falsa insinuación de Joel Silver de que contaban con sus bendiciones para V de Vendetta), y ya que no puede impedir que las rueden (los derechos para el cine de sus primeras obras no le pertenecen), Moore ha exigido que lo borren de los créditos de cualquier futura adaptación; para demostrar que va en serio ha cedido su parte de los beneficios a su colegas dibujantes. Snyder ha dicho que espera que algún día el picajoso barbudo de Northampton acceda a ver su película y compruebe que, por una vez, los del cine no han fastidiado del todo su trabajo. Qué encantadora ingenuidad la de este hombre.

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