domingo, 22 de marzo de 2009

La guerra en un flash


De entrada, la idea de una película documental de animación podría parecer una contradicción en los términos (como aquella de inteligencia militar que decía Groucho Marx), pero Vals con Bashir demuestra una vez más a los escépticos que no hay historia ni género que no se pueda contar con dibujos.

Con su estilo rotoscópico- naturalista de formas vectoriales, el largometraje reconstruye escenas y situaciones de las que en su mayor parte no existe testimonio gráfico, dando forma y color a los recuerdos de un puñado de prósperos cuarentones israelíes acerca de su participación en la guerra del Líbano de 1982 (las entrevistas y los personajes, por lo visto, son auténticos). Lo que en imagen real habría sido una carísima superprodución bélica no menos ficticia, se convierte a través de la animación en una especie de retrato robot creado a partir del cruce de declaraciones de los testigos sobre lo que verdaderamente ocurrió.
La memoria funciona de forma muy parecida a un dibujo, es subjetiva y caprichosa, retiene lo que le interesa y descarta lo que le sobra, y en este caso la técnica aporta además un efecto de distanciamiento que le viene muy bien al material. Vemos a unos jóvenes israelíes que no se acaban de creer que son soldados, envueltos en un conflicto que no acaban de explicarse, marchando por paisajes idílicos y nucleos urbanos desiertos donde nadie diría que se esté librando una guerra, que viven cada combate con el pasmo y la incredulidad del que acaba de caer en un videojuego, y así pasito a pasito los acompañamos hasta el desenlace, la masacre de los refugiados palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila, perpetrada (según se nos cuenta y más o menos confirma la wikipedia) por falangistas cristianos libaneses aliados de Israel en venganza por el asesinato de su lider Bashir Gemayel, y que tiene lugar en las mismas narices de los soldados judíos sin que ellos muevan un dedo por evitarla, bien porque no se enteran, bien porque ellos sólo pasaban por allí.

La excusa que sirve de hilo conductor a las entrevistas, la extraña amnesia del director Ari Folman acerca de su experiencia en el Líbano (salvo unas inquietantes imágenes de un desembarco en una playa) es, de hecho, la exploración de un trauma reprimido que sus antiguos compañeros resultan padecer también, una conciencia de culpa cuidadosamente enterrada para poder reanudar una vida normal en el sentido más civilizado y occidental del término, protegiendo su imagen de sí mismos como seres humanos decentes. La película se estructura así en forma de psicoanálisis colectivo en torno a un episodio concreto (particularmente criminal, es cierto, pero al contrario que otros, investigado y más o menos asumido por la versión oficial, quedando como responsable último el ya prácticamente difunto Ariel Sharon) de tantos como han ocurrido en las inacabables guerras de aquellas malditas tierras. Gran banda sonora con contundentes temas de rock israelí ochentero (más alguno que otro original) que terminan de acotarla como experiencia generacional.

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