jueves, 20 de marzo de 2008

A.C.C. estuvo aquí


Arthur C.Clarke, el último superviviente de la era de los titanes de la ciencia ficción, moría el miércoles 19 en Sri Lanka a los 90 años. Con achaques y en silla de ruedas, pero lúcido e inquisitivo hasta el final, Clarke había manifestado más de una vez sus planes de permanecer con vida al menos hasta 2001, la fecha del cambio de milenio que él y Stanley Kubrick tanto hicieron por mitificar; se pasó de largo y aún tuvo energías para acompañarnos otro trecho por este futuro mucho más extraño y prosaico que el que él imaginó.

Una tribu protohumana despiojándose en torno a un monolito; una colonia en la luna y un hallazgo arqueológico imposible; dos astronautas en viaje hacia Saturno a merced de una computadora loca y, finalmente (o no), el siguiente paso en nuestra evolución... Salvo un poco de Julio Verne, 2001: una odisea espacial fue la primera novela de ciencia ficción que leí en mi vida y me produjo un cortocircuito neuronal del que aún me estoy recuperando. Ninguna obra de Clarke me volvió a impresionar de la misma manera (aunque por ahí le anda Cita con Rama, que David Fincher y Morgan Freeman llevan años intentando convertir en película), y mucho menos las secuelas que él mismo escribió (2010, 2061 y 3001). Por entonces no tenía ni idea de que la novela era el resultado de su colaboración con Stanley Kubrick, con quien Clarke había escrito el guión de la película a partir de su relato El centinela, y que el megalómano y huraño director le había exprimido hasta el fondo, llevándole mucho más allá de su zona de seguridad para crear poco menos que la película definitiva de ciencia ficción (la que Kubrick quería hacer). Película y novela cuentan la misma historia pero la primera es una obra poliédrica abierta a multitud de interpretaciones, plagada de connotaciones y significados posibles, una auténtica experiencia no verbal, mientras que novela, al más puro estilo Clarke, es un relato perfectamente claro, racional y lineal, y satisface unas expectativas completamente diferentes (aunque complementarias).

Clarke nunca fue un gran prosista ni un gran creador de personajes (sus criaturas tienden a ser astronautas, científicos o ingenieros supercompetentes y perfectamente intercambiables). Pero tenía una imaginación extraordinaria y una sólida formación como científico con las que, donde otros solo veían frios datos empíricos y abstrusas observaciones astronómicas, él vislumbraba aventuras en nuevos escenarios abiertos a la conquista del espíritu humano. Porque seguramente es cierto que todas las historias que valen la pena ya se han contado y solo queda repetirlas para los que han llegado tarde, no hay nada nuevo bajo el sol, dicen, pero el hecho es que nuestro sol es una estrella más bien corriente en un cielo que está lleno de ellas... Nuestra limitada inventiva tiende a poblarlas con variantes sobre lo que conocemos (hay otros mundos, pero están en este), pero los grandes autores de la ciencia ficción hard (Asimov, Heinlein, el propio Clarke) se las arreglaron a menudo para introducir algo nuevo y asombroso en la mezcla, cuestionando axiomas inamovibles, ayudándonos a asimilar la idea del cambio, a extender las fronteras de la realidad más allá del horizonte de nuestras propias narices y nuestras limitadas nociones del sentido común; exploradores del imaginario cartografiando para nosotros fenómenos y lugares incomprensibles que sabemos que están ahí fuera aunque no los vemos ni nos demos por enterados, tan empeñados como andamos en mirarnos al ombligo en esta minúscula mota de polvo al sol en un inmenso universo extraño y aparentemente vacío.

Arthur C. Clarke fue siempre un incurable optimista en cuanto a la capacidad de la ciencia para dar respuesta a cualquier problema (creencia recogida implícitamente en su famosa tercera ley de Clarke: “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”). Hoy día, cuando las promesas de ayuda de la ciencia y la tecnología a menudo casi dan más miedo que el problema que pretenden resolver (como un fontanero chapuzas que por cada agujero que tapa te abre dos más), cuando paradójicamente vivimos inmersos en un presente hipertecnológico con wifi, iphone, terapias genéticas y coches que aparcan solos, la ciencia ficción al estilo Clarke está prácticamente extinta y la única variedad que encuentra eco popular es la del escenario apocalíptico; más que a maravillarnos con el futuro, a lo más que aspiramos es a quedarnos como estamos. ¿Será una fase?

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