sábado, 3 de mayo de 2008

Historia viviente


Que no os engañen sus canas, sus gafas de pasta ni su imparable verborrea de simpático abuelete italoamericano: Martin Scorsese es un rockero de corazón (y que ahí donde le veis, en sus buenos tiempos llegó a meterse en el cuerpo tanta mierda como el mismísimo Eric Clapton). En 1973 el neoyorkino revolucionaba con Malas calles el concepto de banda sonora entrelazando canciones contemporáneas con el ritmo y la atmósfera de cada escena, y ya por entonces incluyó en ella dos temas de los Rolling Stones (que nunca habían sonado mejor).

Fan del grupo desde siempre, Scorsese cuenta que toda su vida había querido rodar Shine a light, que él ya la había hecho en su cabeza hace cuarenta años aunque sólo ahora haya podido concretarla y capturarlos en vivo. Pero la película que él imaginó en su día y la que nos llega ahora no pueden ser realmente la misma por mucho que compartan el mismo objeto; ni él es ya aquel joven director anfetamínico, ni es el mismo el (espectacular) despliegue de medios a su alcance, ni (sobre todo) significa lo mismo el mito de los Stones en 2008 que lo que podía representar en 1970 (cuando, por cierto, algunos los daban ya por acabados).
El tiempo, que ha afilado los rasgos de sus componentes, ha suavizado en cambio las aristas de la banda hasta convertirla en una institución de lo más respetable (como el propio Sir Mick), un espectáculo con sexo, droga y rock´n roll para toda la familia, abuelitas incluidas, y si no no hay más que verles recibiendo antes del concierto con profesionalidad exquisita a la madre de Hillary Clinton y al resto de su séquito sin dejar traslucir en absoluto el menor resquicio de irreverencia o descojone (al saludar a esa señora que en los 60 probablemente les hubiera atizado con el bolso; ¿qué piensan realmente de semejante circo? Imposible penetrar bajo la coraza).

Los Stones, aunque no la banda de rock más longeva en activo, es desde luego la más famosa y la que más directamente ha tenido que bregar con esa peliaguda cuestión que los músicos de géneros nacidos antes del siglo XX han resuelto hace tiempo: ¿cómo debe envejecer sobre el escenario una estrella de rock? Su respuesta (pese a las arrugas que convierten sus rostros en un estudio de las edades del hombre digno de Da Vinci) sigue siendo no darse por enterados... Mick Jagger juega todavía bajo los focos a ser el mismo chico malo, escandaloso y provocador que rivalizaba en titulares con los Beatles, moviéndose, saltando y bailando a sus sesenta y cuatro años como un verdadero demonio, en una demostración de energía tan antinatural que obliga a pensar que tiene que haber vendido su alma a cambio como poco. Sus compañeros se lo toman con más calma y se limitan a tocar con una eficacia impropia de su frágil apariencia, Keith Richards sacando partido irónico a su propia decrepitud de bucanero zombi del Caribe, Ron Wood manteniéndose en el discreto segundo plano que le corresponde como novato (sólo lleva treinta años con ellos), y Charlie Watts viéndolo todo y no diciendo nada tras su batería con la mirada perpleja de un jazzman millonario todavía sorprendido de seguir atrapado con el resto en esa burbuja eterna de tiempo plastificado. La música, una mezcla del repertorio más obvio con temas menos conocidos, suena poderosa pero extrañamente desconectada de unos intérpretes que llevan toda su vida tocándola y que tan poco tienen ya en común con aquellos chavales que la crearon. Es una impresión subjetiva pero las canciones de los Rolling Stones 2007, salvo en momentos puntuales, apenas me transmiten otra cosa que su voluntad de sobrevivir a toda costa, y la extraordinaria disciplina a la que se someten para seguir siendo la misma banda que siempre han sido (y ese distanciamiento no lo rompe la cámara por muy en medio del meollo que se meta).
El documental es, en un 80%, un concierto filmado con verdadero alarde de virtuosismo, cantidad de cámaras moviéndose entre los músicos como si fueran invisibles, fantásticamente fotografiado y montado, a lo que se añade un breve making of inicial (donde podemos ver otra vez a Scorsese repitiendo su aclamado personaje del spot de Freixenet) y breves insertos de entrevistas de archivo de la banda para dar alguna perspectiva sobre de dónde vienen y hacia donde van (que a estas alturas ya no puede ser muy lejos). Algún dia la última gira de los Stones será la última de verdad y la película de Scorsese quedará como un valioso testimonio, lo más parecido a un simulacro perfecto de lo que fue su última época. De ella han dicho que es superficial, un ejercicio de estilo que no termina de emocionar, pero para mí que ha captado perfectamente la esencia actual del grupo y si de algo peca es de un exceso de respeto y objetividad; me quedo con las ganas de saber qué es lo que piensa realmente Scorsese hoy día sobre ellos y qué conclusiones ha sacado al respecto.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

A lo mejor Scorsese tampoco es Scorsese... da miedo esto no? A ver si va a ser una peli de terror.