viernes, 6 de junio de 2008

Venga créditos



Cuando Mary Pickford empezó a hacer cine allá por el 1909, se convirtió inmediatamente en un rostro famoso cuya simple aparición garantizaba que los espectadores acudieran a verla en tromba, y eso que al principio nadie sabía ni su nombre. Para el público y los anunciantes era simplemente La chica de la Biograph, la productora de David W. Griffith; en los albores de la industria los actores conservaban el anonimato, en parte por ingenuas motivaciones artísticas (para preservar cierta aura de misterio y fomentar el solapamiento entre personaje e intérprete), en parte simplemente para evitar que se les subieran los humos y empezaran a exigir más pasta o se los llevara la competencia.


Aquello no era plan y pronto surgieron los primeros títulos de crédito con los nombres del reparto y el equipo artístico y técnico. Apenas un minuto, una musiquilla envolvente y todo lo más una veintena de nombres, no necesariamente porque en los viejos tiempos hiciera falta menos gente para montar una película, sino porque en el sistema de estudios la mayoría del personal bajo contrato no era mencionado o el crédito iba a parar exclusivamente al jefe del departamento (el famoso caso de Cedric Gibbons, verdadero stajanovista que figura como director artístico en 1.500 películas de la Metro, de las cuales se calcula que habría intervenido realmente en un 10%).
Era rarísimo poner los créditos en otro sitio que no fuera al comienzo del metraje aunque hay excepciones tan tempranas como en 1941 con Ciudadano Kane (donde van al final y los dice en off el propio Orson Welles al estilo del teatro radiofónico). Con el tiempo, haciendo de la necesidad virtud, algunos títulos de crédito fueron adquiriendo entidad propia y empezaron a concebirse como verdaderas minisecuencias de apertura que daban al espectador el timbre y el tono de lo que iba a ver a continuación, y algunos de sus creadores se convirtieron por méritos propios en artistas legendarios (Saul Bass: Vértigo, Psicosis, Con la muerte en los talones, Uno de los nuestros… Maurice Binder y la serie Bond…). En la siguiente dirección se puede encontrar una impresionante antología de piezas clásicas y recientes: http://mmbase.submarinechannel.com/titlesequences/

Sin embargo, con el desmantelamiento del sistema de estudios cada película pasó a ser una empresa individual de su padre y de su madre (creada por un equipo contratado ad hoc) y los sindicatos de la industria empezaron a exigir que se acreditara a todo quisque que interviniera en ellas: nacían así esos actuales créditos finales superexhaustivos que se extienden interminables para desesperación de los que se esperan hasta el final en su butaca por si hay una última escena de propina. Desgajados por su mayor importancia, quedaban en su lugar habitual los créditos iniciales pero esta división pronto empezó a resquebrajarse: West Side Story, 2001 Odisea espacial, Manhattan, El Padrino, Apocalypse Now… Ninguna tiene créditos iniciales y sin embargo, como si no cargara ya con bastantes culpas, se suele atribuir a George Lucas la responsabilidad de ser el gran popularizador de su eliminación a causa del éxito de su trilogía de las galaxias. A cambio de incumplir la normativa sindical que le obligaba a incluir al comienzo de El imperio contraataca el nombre del director Irving Kershner, Lucas aceptó pagar una multa de 250.000 dólares tras lo cuál se dio de baja del sindicato de directores y de guionistas y el resto es historia. Y por eso, pequeñuelos míos, es por lo que hoy en día tenemos tantas películas que empiezan de sopetón sin soltar prenda. Al igual que la mayoría de los sueños vienen sin títulos de crédito, muchos cineastas parecen optar por el efecto onírico de una inmersión inmediata en el universo de ficción sin pasar antes por el filtro de nombres y datos del mundo real (¿quién quiere ir al cine a leer?)

Y todo eso está muy bien y es como muy futurista y como de realidad virtual, pero hay veces (un caso real y de prestigio actualmente en cartel, Antes de que el diablo sepa que has muerto de Sidney Lumet) en que es precisamente ese mínimo de información previa lo que te permitiría desconectar y sumergirte en la historia en vez de pasarte dos horas distraído intentando adivinar de qué te suena esa actriz que se pega media película desnuda o quién será el tipo que ha compuesto una música tan chula (respuesta: Marisa Tomei y Carter Burwell).
Y mientras la rueda termina de dar la vuelta y la industria del cine acaba de reimplantar aquellas nobles prácticas de sus inicios, me permito extrañarme de que a nadie le corten la magia (ni se le ocurra la de tiempo que se ganaría pasándolas también al final del metraje, junto con los nombres de las personas reales que la han hecho) todas esas animaciones corporativas cada día más horteras de los que ponen la pasta y que nunca se olvidan de informarnos de antemano, henchidos de orgullo de padres, de que esa película es suya.

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