domingo, 29 de junio de 2008

Bob Dylan: bueno en directo


Si Bob Dylan (constantemente en gira desde mediados de los 90 cual holandés errante con su Neverending Tour) pasa algún día por tu ciudad y te sobran cincuenta eurazos, más te vale rascarte el bolsillo y acercarte a verlo, al menos si todos sus conciertos son la mitad de extraordinarios que el que dio el martes 24 en Pamplona. Me avergüenzo públicamente de haber dudado de él prestando oídos a tantos que ponen a caldo sus directos pero la verdad es que ni nosotros ni nadie teníamos mucha idea de qué es lo que íbamos a encontrarnos cuando saliera a escena el tío más escurridizo de la historia de la música popular...

Qué poco se parece en esto Dylan a su casi coetáneo Neil Young. Veo (grabada, saltándome implacable los cortes publicitarios y las paridas de unos comentaristas indignos de una tele pública) la actuación de Young en ese engendro de Frankenstein llamado Rock in Rio (de todos los conciertos a los que no iré este verano es el que más me duele haberme perdido junto con el atraco a mano armada de Tom Waits en el Kursaal de San Sebastián). A Neil le he escuchado montones de veces en directo (siempre grabado) y con 62 años, medio calvo y fondón y esa pinta de camionero, el tío suena prácticamente igual que a los 30 (si acaso algo más afilado ahora, un matiz más radical), hasta el punto de que si te quedas tan sólo el audio sería casi imposible fechar el concierto salvo por los temas más recientes, alternando como ha hecho siempre las canciones acústicas de raíz folk con la distorsión guitarrera más salvaje. Neil Young es una roca, una constante del universo, un centro de gravedad permanente, un genuino héroe del rock orgulloso eternamente fiel a sí mismo al que cada nueva generación vuelve a descubrir con asombro (padre del grunge, lo llamaban, y ahí sigue todavía salvando festivales cuando del grunge no quedan ni los huesos).

Bob Dylan, en cambio, hace muchos años que se quitó de todo esto. El profeta de la contracultura, el mesias del blues de la Revolución, el artista que encarnaba la voz de los tiempos del cambio con sus canciones incendiarias llenas de metáforas cegadoras, siempre se resistió a cumplir con el papel de gurú, a ejercer de bandera de enganche, a meterse en guerras ideológicas o lanzar sermones de la montaña. Era un genio, sin duda, ambicioso y egocéntrico como otros muchos con una fracción de su talento, pero también un tipo muy privado y demasiado joven sometido a una presión insoportable. Dylan era el Brian Cohen de la película de los Monty Python, rodeado de una horda de seguidores infatigables empeñados en hacer de él su mesías y que no aceptaban un no por respuesta.

Así que Dylan tuvo que esforzarse al máximo en romperles los esquemas para matar al mito: traicionó a los folkies de la canción protesta pasándose a la guitarra eléctrica y a los rockeros pasándose al gospel en su periodo cristiano. Sus fans se quejan amargamente de la manera en que (al contrario que Young) destroza sus viejas canciones en directo (las descompone y rehace de cabo a rabo) y sus muy elogiados tres últimos discos van en una onda más bien plácida de blues y country. En I´m not there (película sobre su vida aún pendiente de estreno por aquí) el director Todd Haynes utiliza a seis actores para intentar aproximarse a una personalidad inabarcable, misteriosa y contradictoria (entre ellos Richard Gere, Heath Ledger, Christian Bale, un chavalín negro y Cate Blanchett). ¿Cuál de todos esos Dylan sería el que venía de gira?

Parte del público, evidentemente, esperaba una figura del museo de cera haciendo un playback de viejos discos de vinilo cubiertos de polvo. El que apareció fue un maestro con un dominio brutal de su arte, rodeado de varios de los mejores músicos que haya oido en la vida, bien dispuesto a complacer a la audiencia pero en sus propios términos. Con Dylan a los teclados, con su voz ronca pero feroz, venía un verdadero supergrupo de Rythm & Blues para interpretar una versión salvaje, desatada y festiva del sonido de sus últimos discos que nos tuvo a los de las primeras filas saltando y brincando buena parte del concierto (¡bailando con Bob Dylan!).
Desde este estilo principal (de eficacia irresistible para el directo) la banda hizo constantes incursiones a otros palos (como las fases del embrión que atraviesan toda la historia de la evolución, en este caso de la evolución de Dylan): folk, country, blues de Nueva Orleans y también rock (con armónica y todo, como en sus buenos tiempos). Pasó más de una hora antes de que llegara a reconocer una canción (pese a que por lo visto entre tanto había tocado clásicas como Masters of War) y me dio exactamente lo mismo porque era como si cada tema lo estuviera estrenando en primicia en aquel instante. Al día siguiente en los medios locales casi todo eran quejas entre nuestra élite intelectual sobre cómo no había saludado, que el gasto no valía la pena y que más bien había sido un coñazo y pasar calor, pero yo estaba allí y pude ver al público aplaudiendo enfervorizado y un saludo final de la banda entre aclamaciones en el que a Dylan se le vió casi a punto de soltar la lagrimilla.

Pero, aunque absurda, casi se agradece la polémica posterior: en un tío con un historial tan controvertido como el suyo, las protestas de los carrozas descontentos son como un eco lejano de todas aquellas batallas ganadas contra el peso asfixiante del mito. Ya dijo aquél que la historia se repite primero como tragedia y después como farsa, y está visto que entre las 5.000 personas que asistieron a nuestro concierto hay unos cuantos que nunca pieden ocasión de hacer el ganso.

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