jueves, 28 de agosto de 2008
Lavándole la cara al futuro
Quien iba a imaginar que Wall-E, el experimento formal más radical de Pixar, acabaría también siendo su historia más entrañable. Los elogios para este cuento romántico sobre dos piezas de hardware de eras distantes y a primera vista incompatibles se salen ya de la escala y pierden sentido a falta de referencias externas válidas: Andrew Stanton (Monstruos S.A., Buscando a Nemo) acaba de elevar el juego a otro nivel; si el cine es un truco de magia, una mentira de imágenes fijas pretendiendo moverse a 24 fotogramas por segundo, la gente de la compañía del flexo, demiurgos capaces de insuflar vida a la materia inerte, son los cineastas más grandes del mundo.
En la Tierra abandonada del futuro, un heroico robot currante es aparentemente el último ser vivo que ha sobrevivido a la desaparición del ser humano (salvo por su amiga la cucaracha). Wall-E lleva setecientos años cumpliendo dedicadamente la labor de limpieza para la que fue programado, y las imágenes del pequeño y tenaz robot trabajando entre los rascacielos desiertos sin otro objeto que cumplir con el día a día son un auténtico haiku para un mundo muerto, escenas icónicas (foto-realistas, hermosas y terribles) a la altura de las más grandes películas de ciencia ficción de todos los tiempos, como arrancadas de las mejores páginas de Arthur C. Clarke pero con el pathos que sólo estos animadores son capaces de inyectar en un objeto mecánico hecho de pixels. Simple como él solo, un cruce entre una sonda exploradora de la NASA y aquel robot con binoculares de los 80, Wall-E apenas es capaz de pronunciar un par de palabras y ni falta que le hacen habiendo heredado la capacidad expresiva de las grandes estrellas del cine mudo. Más simple todavía es la avanzadísima EVA, que un día cualquiera aterriza de improviso en su área: de formas suaves, futuristas y elementales de inspiración Apple y no mucho más habladora, con todo es una protagonista femenina de armas tomar.
De apariencia tan sencilla como sus personajes (sobre todo en su primera parte, sin diálogos, sin rastro de otro ser humano que los que aparecen en la antiquísima copia en VHS de Hello Dolly que el pequeño robot repasa cada noche al terminar su jornada), Wall-E exhibe en realidad una sutileza extraordinaria y funciona a toda máquina en múltiples niveles (como comedia de aventuras, como historia romántica, como fábula ecologista crítica con el consumismo desaforado, como homenaje al cine de ciencia ficción- principalmente 2001, una odisea del espacio, pero también Star Wars, Naves misteriosas, Alien, Star Trek…) o como verdadero tratado de diseño artístico, un atracón visual de esos en los que cada fotograma viene listo para enmarcar.
Las escenas en la Tierra son puro cine destilado, una integración milagrosa de lo mejor de la prehistoria del medio y la más deslumbrante última tecnología de la industria. Lo que viene después es, comparativamente, algo más convencional y asimilable al resto de clásicos de la compañía (es decir, también magnífico pero más accesible para los críos pequeños). Hay que comprenderles, habría sido imposible mantener semejante intensidad minimalista durante 90 minutos en una película comercial (y ya se sabe que el planteamiento de un misterio casi siempre se hace más interesante que su resolución). Gran banda sonora de Thomas Newman y (aleluya) una canción nueva de Peter Gabriel a medias con él para los créditos finales. Con un poco de suerte también pescará algo en el maremoto de premios que se le augura a Wall-E para febrero.
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