domingo, 26 de octubre de 2008

Turismo, monumentos y guitarras flamencas


Vicky Cristina Barcelona en un chasco. ¿Será por la publicidad engañosa que la vende como una tórrida comedia sexual latino-norteamericana? ¿Será que el doblaje le perjudica mucho más de lo normal? (en mi pueblo ha sido imposible verla en v.o.). ¿Será que la progresivamente irritante cancioncilla de Giulia y los Tellarini es prácticamente lo único fresco y mediterráneo de una película hecha por un señor que ya pasa de los 70 escribiendo sobre jóvenes y al que a ratos se le nota demasiado la discrepancia?

Dos turistas americanas, una tradicional y sensata al borde del matrimonio (Rebecca Hall) y otra voluble y aventurera de espíritu libre (Scarlett Johansson) conocen en Barcelona a un bohemio pintor español (Javier Bardem) que no pierde un segundo en hacerles proposiciones indecentes (recibidas con mezcla de escándalo y excitación). Aunque luego la cosa se complique, todo empieza como un simple divertimento porque el pintor realmente nunca ha podido olvidar a la loca extraordinaria de su ex-mujer (Penélope Cruz), con la que mantenía una de esas relaciones imposibles de amor-odio, ni contigo ni sin ti. En lugar de un trío, por consiguiente, lo que hay aquí en ciernes es un cuarteto.
¿Suena como una comedia de enredo? Ojalá. Ni siquiera estoy muy seguro de que se la pueda considerar una comedia (hay aquí incluso menos chistes que en Match Point), salvo en el sentido de que al final no muere nadie ni quedan lesiones permanentes.

La cuarta película europea de Woody Allen (aceptando como parte de Europa al Reino Unido) es un trabajo extraño e indefinido, ni carne ni pescado, todavía más decepcionante por las excelentes críticas con las que la han recibido en su país. ¿Será que esta vez nos toca demasiado cerca? Recordando los palos que algunos ingleses le dieron a Match Point, indignados por los extranjerismos absurdos de una cinta que a los de fuera nos parecía tan impecablemente british, era inevitable que una historia de Allen ambientada en Barcelona nos acabara chirriando por algún lado. Pero en Vicky Cristina Barcelona no hay ninguna burrada al estilo de Misión Imposible II y su injerto de las fallas valencianas en las procesiones de Semana Santa de Sevilla (brillante idea, por cierto, que alguien debería llevar a la práctica). Tan sólo ciertas improbabilidades estadísticas y un pintoresquismo español genérico con muy poco rasgo autóctono catalán (salvo el omnipresente Gaudí).

Nada de esto estorba demasiado (salvo, supongo, a los nacionalistas catalanes, quienes deberían evitarla a toda costa). Más estrambótico resulta en cambio el rodeo de la trama por Oviedo, aparente tributo de un huésped agradecido que aprovecha para promocionar la ciudad donde hace unos años le dieron un premio. Pero el principal problema de la cinta es un patente acartonamiento y rigidez formal que le sientan fatal a lo que al menos en parte pretende ser un canto a la libertad y el hedonismo (pero que en el fondo es una mirada bastante pesimista a las relaciones de pareja). La insistente voz del narrador omnisciente la hace sonar como un relato decimonónico de Henry James sobre las aventuras de un par de atípicas señoritas norteamericanas en el viejo continente. Los diálogos pomposos y artificiales, llenos de amor, de arte y cultura y demás palabras mayores (una tendencia en aumento en los últimos dramas de Allen salvo en El sueño de Cassandra) la cargan más todavía de cartón piedra.

Y es una pena, porque despojado de tanta retórica hueca el argumento es bueno, original, retorcido y bastante audaz (gracias a él la película va de menos a más y termina mucho mejor de lo que amenazaba semejante sarta de topicazos). En cierto momento aparece Penélope Cruz (dando vida y verdad al papel que paradójicamente es el máyor tópico de todos, el de la apasionada latina) y le aplica el electroshock que la saca del coma; ella es el catalizador imprescindible para que la química reaccione y estos personajes estereotipados y tediosos se disparen en direcciones inesperadas y se transformen en seres humanos atribulados y complejos. ¿Y no podía haber empezado por ahí?

Lo bueno (o lo malo) de Woody Allen es que es un tipo prolífico y cuando su última película decepciona, él siempre tiene lista otra que posiblemente no se le parezca nada. En la siguiente vuelve a Nueva York con una comedia protagonizada por el genio de Larry David, casi un hijo ilegítimo suyo dentro de la gran tradicion del humor judío. Y si esa tampoco es buena, entonces ya habrá que empezar a preocuparse.

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