Los niños nos dan miedo. Miedo a que les pase algo, porque son débiles, un poco lerdos y fáciles de engañar y están expuestos a toda clase de peligros (todo el catálogo de los amenazas tradicionales de los cuentos de hadas más alguna que otra moderna). Y miedo también a ellos mismos porque son criaturas misteriosas en estado de flujo, de potenciales insospechados que cambian día a día, personalidades en construcción que tras su mirada inocente esconden un manipulador tiránico que obedece a instintos primarios anteriores a la civilización.
El cine de terror los ha empleado a menudo como víctimas o verdugos y un poco de cada cosa hay en El orfanato. Que es una película de género (terror gótico, lo llaman) y lo que hace lo hace bastante bien, pero lo de trabajar los géneros tiene el inconveniente de dejarte especialmente expuesto a las comparaciones con obras precedentes. Más te vale entonces tener algún as en la manga, porque los grandes relatos de género no se limitan a articular con corrección gramatical el vocabulario existente, sino que lo enriquecen y expanden, fuerzan las fronteras del lenguaje preestablecido y conquistan nuevos espacios que otros se apresuran a colonizar (véase como, en cuanto al tema fantasmas, el género aún sigue viviendo de las rentas de El sexto sentido).
El orfanato es una variación ingeniosa sobre un buen número de motivos clásicos (el caserón gótico, los niños fantasmas, la medium de Poltergeist, el saco en la cabeza del hombre elefante...), protagonizada por personajes convincentes, bien construidos y con los que es fácil empatizar (estupenda Belén Rueda, madre sufridora, asustada, fuerte e intensa, bien el niño, creíble y digno Fernando Cayo como el marido), tiene ideas, muchas y algunas bastante buenas, y (detalle importante) da bastante miedo cuando tiene que darlo, pero le falta el ingrediente secreto que la haga especial.
Película de modestas ambiciones, para nada la típica aspirante a premio en la que le ha convertido la academia del cine español, esa falta de pretensiones también juega a su favor; uno se relaja y empieza a subestimarla y de pronto ataca con una escena brillante o la trama hace un quiebro hitchcockiano inesperado. Y si en algún momento toma cierto aliento poético que parece querer ir un poco más allá, esa chispa nunca acaba de prender y lo que se impone es la habilidad del mecanismo. Producida por Guillermo del Toro (pero muy inferior a cualquiera de las propias), es la ópera prima del guionista Sergio Sánchez (no confundirlo, tal como hice yo en su día, con el crítico de Fotogramas) y del director Juan Antonio Bayona, un poco de bisoñez se les nota: la dirección es algo irregular, funcional tirando a invisible, y el guión canta bastante a taller de escritura hollywoodiense, no precisamente en el sentido de filtros de color de rosa sino en la carpintería reforzada de su construcción, donde no hay una palabra de sobra ni puntada sin hilo, uno de esos guiones pensadísimos, llenos de ecos interiores y donde cada momento clave tiene un preludio en alguna escena anterior. Lo cual hace todavía más llamativos ciertos tremendos agujeros en la trama, completamente inexplicables... Pero se trata de una película inofensiva y simpática y no tiene sentido ensañarse pasándola por el colador del análisis racional. Lo mejor, sin duda, la intervención de Geraldine Chaplin y la última aparición de la señora Benigna (eso sí que no me lo esperaba).