Dos variantes de la misma anécdota:
Versión 1: Un niño marcha solo tirando de una cabra camino del mercado; en su casa son muy pobres y su madre le ha encargado venderla. El niño se cruza con una hermosa mujer que lo transforma en cabra, ata a los dos animales a su carreta para que tiren de ella y prosigue su viaje; nadie vuelve a saber jamás del muchacho.
Versión 2: un granjero de escasas luces con un cierto aire a Shaggy de Scooby doo sale de su casa con una cabra seguido por los gritos de su mujer, que le advierte que no se le ocurra irse como siempre a la taberna. El hombre se encuentra con una bruja que lo convierte en rumiante para que tire del carro; un tiempo después lo transforma en sirvienta (y él hace gestos apreciativos hacia sus nuevas tetas) hasta que finalmente el hechizo se rompe y el tipo consigue escaquearse indemne de toda esa desquiciada peripecia.
Ahora otro argumento que también es un clásico: ése de uno que se va de viaje y deja a cargo de un vecino de confianza a su más querido animal de compañía; algo le acaba pasando al bicho (espachurrado, envenenado, fugado por época de celo…) y los cuidadores negligentes buscan otro igual para reemplazarlo y encubrir los hechos. El dueño, que no es tonto, se da cuenta enseguida de que la mascota no es la misma, porque la suya no estaba recién esquilada, no iba vestida de faralaes ni estaba disecada y rellena de paja.
Matthew Vaughn (director de Layer Cake, antes de eso productor de piezas de cine británico tarantiniano como Snatch, cerdos y diamantes y Lock & Stock) se llevó en custodia un oscuro y romántico cuento de hadas, la novela Stardust de Neil Gaiman (versión 1) y a cambio nos devuelve una amasijo descoyuntado y ramplón (versión 2), una amalgama de efectos visuales de anuncio de pilas alcalinas, topicazos recalentados arrancados de La princesa prometida y chistes de Arévalo con una puesta en escena del imitador más tonto y automedicado de Terry Gilliam.
Vaughn dice que el libro le interesó porque le pareció original y diferente, que le recordó a dos de sus películas favoritas, La princesa prometida y Huida a medianoche (aquella comedia ochentera en la que Robert De Niro hacía de un cazarrecompensas que llevaba a entregar a un contable de la mafia charlatán e insoportable esquivando a los gangsters y a los federales). Y después de leer sus declaraciones lo entiendo todo, porque es verdad lo de que cada lector hace su propia lectura y se monta en la cabeza la película que le da la gana, pero ese salto mental entre llevar prisionera a una estrella caída a la Tierra en forma de mujer y hacerlo con un sudoroso chupatintas de la mafia parece pasar por alto ciertas diferencias no completamente irrelevantes en cuanto a contexto, tono y estilo...
El director y adaptador pierde durante el transplante poesía, romance, tensión, misterio y cualquier sentido de lo maravilloso; respeta más o menos el esqueleto (y con eso le da para apañar un producto pasablemente entretenido) pero pasa como elefante por cacharrería sobre la cuidadosa labor de orfebrería de Gaiman, uno de los grandes renovadores del fantástico, narrador superdotado, aclamado novelista y guionista de clásicos del cómic como Sandman, creador de mitos modernos, especialista en insuflar vida y emoción al concepto más abstracto, maestro de una cierta clase de lirismo siniestro y trágico que en Stardust sigue presente pero en segundo plano porque se trata de un cuento de hadas, una obra ligera, divertida, para niños y grandes pero contada completamente en serio, donde los héroes las pasan canutas y los malos acojonan y hacen daño de verdad.
En cambio, Stardust, la película, (lobotomía brutal del original) es prosaica, estridente y derivativa, carece de disciplina o confianza para mantener otro tono que no sea un cierto distanciamiento cómico respecto a lo que cuenta y ni se molesta en intentar construir una apariencia de coherencia (todo es magia, cualquier cosa pasa porque sí y todo mola igual gracias a esos efectos digitales chapuceros y pomposos que parecen de plástico). El fichaje de Robert De Niro para lo que no debiera haber sido más que un cameo se convierte en todo un tercer acto alternativo que es como un cortometraje incrustado a martillazos en la historia; morcillas de diálogo presuntamente ingeniosas que provocan rechinar de dientes, un héroe bajo de carisma, una protagonista femenina que se pasa la película haciendo muecas y un auténtico pegote de final peliculero (otra vez el mismo de siempre, ese que nunca falta). Por lo menos Michelle Pfeiffer se lo ha pasado bien maquillándose y desmaquillándose...
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