Aunque es verdad que todo individuo lleva dentro una novela, también es cierto que algunas necesitarían de la máxima eminencia mundial en la materia y un forceps para extraerlas. Otros, en cambio, dan para largometrajes de animación...
En ese constante tira y afloja por ensanchar las fronteras del cómic antes de que sea devorado por las presentaciones comerciales en powerpoint y las animaciones flash, las historietas autobiográficas se han convertido en un subgénero en alza. Desde los pioneros Will Eisner (con crónicas costumbristas de su barrio y primera infancia en Brooklyn) y Art Spiegelman (con Maus, relato del Holocausto representado con ratones y gatos, de hecho una reconstrucción de las memorias del padre del autor y la difícil relación entre el narrador y ese viejo superviviente lleno de temores), muchos otros dibujantes han seguido esa senda, ansiosos por expresarse de forma más personal y auténtica, lejos de la atmósfera asfixiante de los supercodificados géneros comerciales.
Solo que las vidas de los dibujantes de cómics tienden a confluir peligrosamente en un limbo rollo “cine independiente de los 90”, un costumbrismo coral más o menos intercambiable de eternos adolescentes maniáticos viviendo sus pequeñas angustias suburbanas, una especie de versión adulta de las aventuras de Charlie Brown y su perro Snoopy. Nos identificamos y nos reconfortamos, pero realmente, como dirían Faemino y Cansado, después de leerlo nos quedamos como estamos (no es que nos aporte demasiado).
Uno también se puede identificar con los recuerdos de la primera infancia y juventud de Marjane Satrapi, autora de Persépolis (publicado en cuatro partes) que era, según parece, una niña fantasiosa y salvaje como el Calvin de Calvin y Hobbes, fan de Bruce Lee, de los BeeGees y después de Iron Maiden y más mesiánica que Mafalda sólo que nacida en Irán, y con edad suficiente para vivir en directo el antes y después del derrocamiento del Sha, la subida al poder de los fundamentalistas chiís de Jomeini y las purgas subsiguientes para forjar la gran república islámica…
Hay historias tan terribles (guerras y revoluciones, terror, opresión, torturas, ejecuciones) que la perspectiva de adentrarse en ellas provoca un rechazo automático, el público desconecta el chip de empatía y huye despavorido como si la desgracia fuera contagiosa (no sería la primera vez). Pero si se cuentan empleando dibujos sencillos, monocromáticos y de aspecto simpático, las defensas caen y se activa el reconocimiento de las semejanzas.
Persépolis es tierna, divertida y estremecedora de una manera completamente inesperada, una combinación de ingenuidad y realismo documental que se clava en el espectador y pasa a formar parte de su mapa del mundo. La película se asoma al enigma de esas mujeres esfinge cubiertas de la cabeza a los pies, silenciosas y anónimas, nos cuenta bastante sobre quienes son y qué es lo que piensan ellas y el resto de los iraníes, de cómo viven su vida y qué clase de vida es esa, tan devota por la cuenta que les trae. Y la respuesta es que, en el fondo, todo el mundo es muy parecido por mucho que en la superficie les obliguen a adaptarse.
Persépolis es, además, una auténtica obra de arte que pese a su engañosa sencillez combina magistralmente toda clase de técnicas de animación para contar esta historia (color, blanco y negro, línea clara, expresionismo, imágenes recortadas). Extraordinariamente escrita y dirigida por la propia Satrapi y el también historietista y animador Vincent Paronnaud, la película se llevó el premio especial del jurado en el Festival de Cannes de 2007. El gobierno iraní envió a través de intermediarios una nota de protesta, quejándose de que “no presentaba un retrato realista de los logros y resultados de la gloriosa Revolución Islámica” y alegando que incluirla en la competición dañaría la reputación del festival. Estos barbudos son la monda.
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