domingo, 10 de febrero de 2008

Mal día en Nueva York


Godzilla vs. La Bruja de Blair, efectivamente. A menudo las ideas simples son las que mejor funcionan pero después hay que saber sacarles punta, y a este respecto Cloverfield (rebautizada aquí Monstruoso) es una obra modélica en su engañosa simplicidad de falso documental, incontrovertible testimonio de lo que no puede ser y además es imposible. O lo que es lo mismo, la presunta filmación encontrada (cámara en mano, veneno para estómagos delicados), crónica sin preparar de las temerarias correrías nocturnas de cuatro yuppies por el corazón de Manhattan durante el ataque de un daikaiju, uno de esos monstruos gigantes que vienen asolando Tokio de cuando en cuando desde mediados de los 50.
Nos cuentan que la han hecho por cuatro duros (relativamente, que no deja de ser una superproducción norteamericana) y eso sí que resulta increíble porque, aún rodada a ras de suelo, la cinta se mueve en una escala verdaderamente épica. Y es verdad que los ecos del 11S están por todas partes pero la película no tiene mucho que decir sobre aquellos hechos, ese no es su juego ni hay que buscar en ella una versión metafórica de United 93 de Paul Greengrass. Se supone que el género de terror refleja en clave de ficción los temores del inconsciente colectivo de su tiempo (como Godzilla era literalmente hijo del terror atómico) pero el repelente monstruo de Cloverfield es una pizarra en blanco en la que resbalan metáforas y explicaciones (¿Efecto del cambio climático? ¿Experimento del gobierno? ¿Castigo bíblico? ¿Mascota de Bin Laden?) Tan descarada falta de referencias pone de los nervios a los que necesitan de razones, mensajes y coartadas intelectuales que les acoten lo que en esencia no es más que un absurdo espectáculo apocalíptico de serie B (¿qué demonios añadirían diez minutos de explicaciones sobre el origen del monstruo? Que cada cuál le ponga el que prefiera, al menos hasta el estreno de la secuela). Cloverfield salta directamente a la experiencia visceral en el mismo momento en que ocurre, antes de las explicaciones y las racionalizaciones, tan real como la vida misma.

Si [REC] de Jaume Balagueró y Paco Plaza, otro ejemplo bien reciente de falso reportaje de terror, pretendía tal vez ironizar sobre cierto modelo de televisión carroñera al enfrentar a un par de reporteros con una horda de zombis en la santidad de su propia vivienda (cutrerío que acababa por afectarla en su estructura y su retrato de personajes), Cloverfield toma como inspiración un instante posterior (y mucho más interesante) de la evolucion de los medios audiovisuales, la disgregación del punto de vista del universo Youtube, este momento de cambio de paradigma en el que la la cámara subjetiva del testigo presencial pasa a contar la noticia con más elocuencia que ningún reportero oficial que llegue a la zona cuando ya apenas quedan cenizas. No nos importa el origen del monstruo porque esta es sólo su historia de pasada, es el artista invitado y agente desencadenante de la aventura de esos pobres pigmeos que huían del hombre vestido de lagarto gigante en las películas de los estudios Toho, víctimas anónimas a los que esta vez el productor J.J. Abrams ha decidido convertir en protagonistas; vamos con ellos en sus momentos de desconcierto, pánico, puro horror e incluso de humor (sobre todo al principio), gente corriente atrapada en una situación inimaginable que les sobrepasa, para los que la catástrofe se convierte en la hora de la verdad donde cada cuál corre a aferrarse a lo esencial: mientras unos salvan el pellejo, Rob se dirige a salvar a su chica y sus amigos se niegan a dejarle sólo. ¿Estupidez? ¿Heroismo? El monstruo puede ser una esfinge inescrutable de pura fantasía pero la reacción de los protagonistas de Cloverfield se parece mucho a la que tuvieron bastantes neoyorkinos el día en que cayeron las torres.
Todo es, al final, un poco menos obvio de lo que parece, pero lo más extraordinario de la experiencia no es la criatura gigante sino esa idea de la cinta reutilizada que graba encima de la excursión a Connie Island de Beth y Rob, esos breves fogonazos del pasado que todavía emergen en los cortes, instantes del mejor día de sus vidas borrado por los acontecimientos del peor, como restos aún calientes bajo los escombros. Jordi Costa dice que Cloverfield es realmente una historia de amor y estoy por darle la razón porque es lo más auténtico que te llevas de la sala cuando concluye el artificio.

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