domingo, 17 de febrero de 2008

Malas tierras, mala gente


No es país para viejos no es un western, ni siquiera un post-western (no hay huella alguna que lo relacione con el género salvo el protagonismo del escenario, el espacio geológico entre Texas y México). Si hubiera que ponerle la etiqueta de algún género fronterizo, lo último de los hermanos Coen si acaso sería un narcocorrido (de gringos), uno de esos relatos musicados de contrabando, codicia, violencia y muerte.
Los estilistas más dotados de su generación se han despojado de todo artificio para adaptar, dicen que con gran fidelidad, la novela de Cormac McCarthy (llevo 40 páginas de la edición de bolsillo y parece cierto pero de momento ya he echado en falta la escena del perro en el río) y aún así el resultado encaja sin fisuras en la línea de sus anteriores piezas negras contemporáneas, Sangre fácil (1984) y Fargo (de 1996, posiblemente y hasta hoy su más incontestable obra maestra). Quizá algo más tenebrosa, sin resquicio apenas para el contraste humorístico o los personajes absurdamente pintorescos (aunque apuesto a que al cazarrecompensas bocazas de Woody Harrelson le han dado alguna vuelta por el camino).

Pues esto va de una caza del hombre donde la presa es Josh Brolin, un tipo al que su día de suerte cuando encuentra en el desierto media docena de narcotraficantes muertos y una maleta con dos millones de dólares, se le convierte en pesadilla por culpa del mortífero psicópata que envían tras él para recuperarla, un tipo espeluznante que reúne lo peor de Terminator, Hannibal Lecter y el Dos Caras de Batman, un tal Anton Chigurh que viaja con una bombona de oxígeno, creación extraordinaria de Javier Bardem (doblado, pero es de pocas palabras), monstruo mítico en la estirpe del Robert Mitchum de La noche del cazador o El cabo del terror, inexorable juez y verdugo sin instancia superior, mucho más aterrador porque no deja de ser un simple ser humano. Y entre que los personajes hablan poco y la sobriedad formal de una película que prescinde de todo lo accesorio, son 115 minutos de tensión febril acumulativa casi insoportable (más otros cinco para un epílogo en clave introspectiva), incluyendo, entre varios momentos antológicos, una de las mejores escenas de tiroteos que yo recuerde.

El tercer personaje en discordia (y el único que se explaya, para algo es el narrador) es el viejo sheriff encarnado por Tommy Lee Jones, un veterano sobrepasado por estas formas desconocidas de maldad que traen los nuevos tiempos (1980 en la película), estos asesinos literalmente sin alma, como espectros que sólo buscan arrastrarte a la lógica hueca de su mundo de horror y de sombras. O quizá (y de ahí el título) siempre ha habido gente así por esas tierras, y es simplemente él quien ha cambiado y ya no puede con ello. "Aquí no hay lobos", dice en un momento el personaje de Brolin, pero se equivoca. Los buenos se cansan, se distraen, envejecen y se vuelven presa fácil para los depredadores.
En cambio, aquellos dos jóvenes gamberros que empezaban desconcertando hace 20 años con su rollo posmoderno y su manía de montar y desmontar los géneros clásicos, no sólo no han perdido con la edad sino que vuelven a demostrar su espléndida madurez como cineastas tras esa etapa un tanto errática de comedias de encargo (Crueldad intolerable y el curioso remake de El quinteto de la muerte) con las que siguieron a El hombre que nunca estuvo allí. Vuelven los Coen para enseñar a los novatos cómo se juega. Gracias a dios.

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