domingo, 10 de febrero de 2008
Incógnita y homicidio en primer grado
Este antiguo lector compulsivo de Agatha Christie está convencido de que la mayoría de las películas que se han hecho de su obra son tan interesantes como un documental de jubilados resolviendo sudokus. En la novela policiaca clásica tipo problema o acertijo, descubrir al asesino es un juego que requiere su tiempo: el autor va dejando caer las pistas que el detective y el lector recogen a la vez, enfrentados en una carrera para integrarlas en una teoría que relacione autoría, motivos, medios y oportunidad antes de que el listo de turno mande reunir a los sospechosos en el salón de té.
Reducido a la típica película de hora y media, sin embargo, es un combate amañado en el que el detective dispone de un tiempo infinito entre plano y plano para devanarse los sesos mientras el espectador se ve obligado a ingerir a ritmo de campanadas de nochevieja presentación tras presentación de personajes y múltiples tazas de asesinatos cada cual más pintoresco. O también se puede cortar por lo sano y señalar al culpable por el método lógico-paranoico de sospechar siempre del menos sospechoso. Total, al final es siempre la misma historia…
Lo mismo que la película basada en un videojuego tiene que ser algo más que una partida filmada, la adaptación de una novela policiaca, para evitar quedarse en un penoso sucedáneo de la experiencia original, deberia ofrecer algo más que el mero enunciado del problema y una solución al pie escrita al revés. Puede dejar de ser un juego y adentrarse en la realidad del drama, con personajes que actúen como personas de verdad envueltas en una turbia y confusa maraña que los llene de espanto y perplejidad, o bien transformarse en un gran espectáculo sensorial directo al estómago y demás sentidos.
Álex de la Iglesia, que no es un cineasta cerebral, sutil tejedor de atmósferas y relaciones, sino un expresionista torrencial y vehemente que se mete en la historia y la vive en las entrañas, le confesó a John Hurt que él no era el director apropiado para adaptar Los crímenes de Oxford (novela del argentino Guillermo Martínez sobre asesinatos en serie revueltos con series lógicas) y en cierto sentido no mentía. La supuesta primera película seria del director bilbaino (aunque en el fondo sea quizá la menos seria de todas) avanza con una lógica blanda y funcional que parece limitarse a engarzar las notables secuencias de violencia, horror y sexo en las que Álex demuestra una vez más sus poderes como cineasta, salvando las limitaciones del género por la vía de construir un thriller eficaz y emocionante que va por su lado mientras los personajes van por el suyo llenándose la boca de lógica y matemáticas (una paradoja de la que es plenamente consciente).
Pero la segunda incursión internacional de Álex de la Iglesia (tras la espléndida e incomprendida Perdita Durango) se queda en la mirada superficial del turista que está de paso por el país y por el género; forastero en tierra extraña, la plácida atmósfera de aburrido villorrio inglés de Oxford no parece haberle inspirado gran cosa, y a estos personajes tan anglosajones y arquetípicos les falta la chispa de reconocimiento y verdad que siempre late hasta debajo de la más esperpéntica de sus criaturas. Elijah Wood, Leonor Watling y Julie Cox hacen lo que pueden con sus papeles, pero el único que realmente se escapa con un personaje que vive y respira es John Hurt, ese matemático que declara inservibles las matemáticas, genio caprichoso, temperamental e irascible que es el corazón de la película y que de no haber sido inglés habría podido ser quizá compañero de claustro del Padre Ángel Berriartúa de El día de la bestia; este profesor Seldom que niega la posibilidad de aplicar la lógica a la vida, de reconducir la existencia a fórmulas previsibles y tranquilizadoras cuando la vida es caos, confusión y dolor, lo que nos está diciendo al final es que la vida no es una novela policiaca.
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Alex de la Iglesia,
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