viernes, 22 de febrero de 2008

Qué mala sangre


¡Hazte rico, hijo de puta! Porque a veces el orden de los factores puede alterar el producto, y se dan casos de gente tan ceniza y amargada que no le queda otra que enterrarse en un pozo en el desierto o acabar construyendo, por pura fuerza de voluntad, su propia torre de marfil alicatada en oro (negro).
There Will Be Blood (aquí subtitulada, en letras más pequeñitas como pidiendo perdón, Pozos de ambición) es el contundente retorno de Paul Thomas Anderson (Boggie Nights, Magnolia), uno de los más prometedores jóvenes directores norteamericanos de los 90 al que se le había perdido la pista tras el tropezón comercial de Punch Drunk Love (2002), la desquiciada y brillante comedia romántica que escribió para Adam Sandler en un voluntarioso esfuerzo por echar margaritas a los cerdos. Pocas risas (o romance) se pueden encontrar en cambio en There will be blood (no hay tiempo para mariconadas en este mundo de hombres, ni una sola mujer en el reparto salvo como figurante o extra con frase; sólo tipos duros en guerra con la naturaleza o sus semejantes); primera de sus películas que adapta material ajeno (la novela Oil! de Upton Sinclair, aunque del original no parece haber salvado mucho), y su primera película de época (Boggie Nights estaba ambientada en los 70 pero eso, más que una época, es una pesadilla).

There Will Be Blood son tres décadas clave en la vida de un imaginario pionero del negocio petrolífero llamado Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), verdadero self-made-man al que vemos ascender de gañán a empresario y titán de la industria y un sujeto tan antipático, turbio y feroz que es casi inevitable invocar los nombres de Scorsese y DeNiro, creadores del estándar en biografías de los antihéroes más desquiciados de América. Day-Lewis, cuya magistral interpretación domina de principio a fin la película, se prodiga tan poco en pantalla que cada ocasión es un redescubrimiento del que uno sale convencido de haber encontrado al nuevo Robert De Niro, como si a estas alturas le hiciera falta todavía suceder a alguien o esperar una vacante. Poco tiene que envidiar su Daniel Plainview en su categoría a Travis Bickle o a Jack LaMotta, y al mismo tiempo se trata de una clase completamente diferente de animal. Si aquellos eran personajes que se pasaban de humanos, seres frágiles resquebrajados, almas puras achicharradas y perdidas en cuyo seno luchaban a brazo partido angelitos y demonios, hay por el contrario vestigios muy anteriores al homo sapiens en el señor Plainview, un resto prehistórico de la era en la que se formó ese petróleo que le corre por las venas; con sus ojillos maliciosos, su cerebro de reptil y ese corazón de piedra sin grietas visibles, ¿sabe siquiera él mismo si hay algo genuino en su afecto por ese bebé huérfano al que adopta como atrezzo para celebrar ante los clientes su entrañable pantomima del “negocio familiar”?

Con una duración de 158 minutos (que pasan como un suspiro porque siempre está ocurriendo algo) y el debut como compositor cinematográfico de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead (creando temas orquestales casi demasiado tenebrosos como para pertenecer completamente a esa época y lugar),
There Will Be Blood es una fascinante, bella y terrible oda a la misatropía y al capitalismo salvaje, demasiado potente para leerse simplemente en clave de maliciosa alegoría sobre el pasado pirata de las honorables corporaciones que gobiernan hoy día EEUU y sus no siempre tan cordiales relaciones con la religión (el implacable Plainview encuentra su némesis y mosca cojonera en el afable Eli –Paul Dano- un jovencito manso y untuoso que a la primera de cambio se convierte en un furibundo predicador milagrero, vanidoso e hipócrita, casi el viaje inverso al que hacía en Magnolia el capullo de Tom Cruise).
Paul Thomas Anderson es un maestro abocetando en un instante personajes que parecen nacer completos pero que después adquieren matices insospechados conforme se van revelando sus dimensiones ocultas (ocultas a veces hasta para sí mismos). Daniel Plainview, ¿cabronazo o pobre diablo que solo conoce un modo de tratar con el mundo? ¿Tremendo egoísta o simplemente una clase especial de cobarde, que no desea realmente poder ni riquezas sino tan solo un agujero más profundo donde ocultarse? Menudo tema para una tesis, el sueño americano como enfermedad mental.

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