domingo, 13 de enero de 2008

La brújula dorada (un día brillará)


Como cuando escuchas contar un chiste que tú ya te sabes y el chistoso (al que no ha llamado dios por ese camino) se dedica con toda su buena voluntad a destrozarlo para que al final la concurrencia se lo pague con un silencio de muerte, así más o menos es la tristeza de ver una novela magnífica echada a perder al volcarla a cine. Prometí que con La brújula dorada (que ha tenido críticas más bien tibias, recaudaciones decepcionantes y un boca a oreja abismal por parte de los amigos que la han visto) no me iba a cabrear como con Stardust (ver aquí) pero resulta que no ha hecho falta porque Chris Weitz (¡el director de American Pie, gran fan de los libros!), bendito sea, la ha contado bastante bien, hasta donde le han dejado.

Weitz, como la joven heroína de la historia, ha conseguido salir (casi, pero no del todo) indemne de una serie de obstáculos tremendos, el menor de ellos no es precisamente el superávit de originalidad del mundo tan misteriosamente esotérico creado por el autor británico Philip Pullman en su trilogía La materia oscura (His Darks Materials), donde el lector se ve arrojado sin preámbulos a un desconcertante universo paralelo cuyas diferencias y similitudes con el nuestro necesitan de un buen número de páginas para acabar de manifestarse: Animales parlantes o daemons que resultan ser el alma externalizada de cada individuo (capaces de cambiar de forma hasta la mayoría de edad), un reino de osos polares acorazados con nombres suecos, un estado teocrático dirigido por una institución llamada el Magisterio (donde la inquisición goza de excelente salud), misteriosos artefactos que adivinan la verdad a quien los sepa leer, ventanas a otros mundos bajo la Aurora Boreal, brujas, gitanos, dirigibles, un Oxford exactamente igual al nuestro y el secreto de ese polvo cósmico que todo lo irradia (y cuya mención tanto hacía reír a los adolescentes sentados detrás mía en el cine), supuesta fuente universal del pecado que al acumularse año tras año acaba pervirtiendo (dicen los ortodoxos) la resplandeciente inocencia de los niños. Con una densidad conceptual superior en varias magnitudes al más grueso de los Harry Potters y donde cada elemento cuenta, el reproche más común a La brújula dorada es que el exceso de exposición se come la trama hasta dejarla en una ginkana de 113 minutos (poco más que la duración de un trailer contra la tendencia del más reciente género fantástico) que la niña protagonista (Dakota Blue Richards, su debut en el cine y muy bien que lo hace) recorre al galope parando tan solo a recoger algún personaje o dato útil de cara al siguiente tramo. A mí, por el contrario, me ha parecido una adaptación muy apañada, incluso inspirada, que fluye de un modo natural equilibrando muy bien exposición, argumento y emoción… Pero no descarto la posibilidad de que a Chris Weitz se le haya ido la mano compactando esos tres niveles, que muchos matices lanzados al vuelo se pierdan para el espectador no avisado y que nos acabemos riendo del chiste los únicos que lo traíamos aprendido de casa (ante la indiferencia del resto). ¿Puede una superproducción fantástica de New Line Cinema con aspiraciones de próximo Señor de los anillos (otro más) acabar convertida a medio plazo en película de culto? ¿Serviría de algo un montaje más largo, con un ritmo más aeróbico?

Peor suerte ha tenido la película al intentar esquivar las habituales servidumbres de toda superproducción de fantasía familiar navideña (obligada en su caso a recaudar por lo menos 300 millones de dólares para garantizarse la posteridad). Lo que por un lado aporta relumbre visual y un reparto estelar en papeles grandes y pequeños (Nicole Kidman, Daniel Craig, Sam Elliot, Derek Jacobi, Christopher Lee, todos brillantes, los tres primeros clavando literalmente los personajes que había imaginado mientras leía), por otro es una soga al cuello que obliga a exhibir presupuesto en forma de intensos despliegues de efectos digitales, espectaculares y bien diseñados pero con ese inevitable aire de parentesco con otros recientes, un barniz homogeneizante de fantasía estándar que acaba metiendo en el mismo saco, de manera injusta, a elfos, brujos, dragones, brújulas, leones y armarios; quizá una versión más sobria y realista del mundo de Lyra, (una Inglaterra paralela más contemporánea y familiar en lugar de esta interpretación tan steampunk y neovictoriana) habría hecho más por resaltar contra el fondo sus aspectos discordantes y verdaderamente originales. De hecho, la dirección de Weitz va más bien en esa linea sobria y funcional, casi intimista y muy británica (algunos la han llamado a mala leche directamente televisiva) pero que sabe estar a la altura cuando la cosa se pone épica (cierto que el tío no es Guillermo del Toro ni Alfonso Cuarón, pero tampoco es ningún Chris Columbus).

Más aún: toda película-negocio de este calibre debe luchar entre bastidores contra un ejército de contables decididos a limitar al máximo el riesgo del producto, a ampliar el target de los clientes hasta el infinito dándoles a todos de antemano la razón, empujando a simplificar, a suavizar, contemporizar y dar la paz a todo el que pase (incluidos los chalados). El señor de los anillos y las Crónicas de Narnia (respetables clásicos juveniles más que católicos) pasaron el filtro sin dificultad; Harry Potter, algo más laico, ya fue acusado de satanismo y magia negra; por consiguiente puede uno figurarse la oleada de pánico que debió recorrer el departamento de marketing de New Line al llegarles la sinopsis de los tres libros de La materia oscura, escritos por un reconocido ateo y que, más que polémicos, son ya pura herejía… En el clima actual donde el fanatismo cotiza al alza en todas partes y se desentierran con mimo y reverencia las creencias más ancestrales a este lado del canibalismo, era difícil imaginarse a un estudio de cine apostando su dinero para contar hasta el final el viaje de la pequeña Lyra Belacqua al Polo Norte y mucho más lejos (pasando por planetas alienígenas, la Tierra de los Muertos y nuestro propio mundo). Un relato monumental sobre el paso de la infancia a la edad adulta en todos los aspectos y con todas las consecuencias, pleno de imaginación, con personajes memorables e increíbles escenarios (esa es la parte fácil, la que pide a gritos que la filmen) pero letalmente cargado también de ética, filosofía y mucha pregunta incómoda sobre tanta verdad revelada y los que se dicen en posesión de ella; se trata, a fin de cuentas, de una reescritura o secuela en clave fantástica de dos de los mitos fundacionales de nuestra cultura, ese par de fábulas sobre lo que les pasa a los niños desobedientes que son la rebelión de Lucifer y la expulsión de Adán y Eva del paraíso (solo que en la versión de Pullman, justo justo como en la Guerra de las galaxias, los buenos son los rebeldes que pretenden proclamar la República del Cielo).

Los publicistas han intentado contrarrestar las protestas de los fundamentalistas cristianos (que tanto daño le han hecho en la taquilla americana con sus acusaciones de blasfemia y de robar a los niños la fé) esforzándose en presentar La brújula dorada como otra inofensiva peliculilla de fantasía infantil de buenos y malos y bichos que hablan. Como sabréis quienes la habéis visto, tampoco es exactamente publicidad engañosa: el primer libro apenas empieza a plantar las semillas del cataclismo cósmico que vendrá, y la película, sin alterar realmente nada, hace un buen trabajo disfrazando a los miembros del Magisterio de pseudoagentes del KGB o las SS. No consigo imaginar en cambio de qué manera habrían intentado disimular las implicaciones teológicas de episodios posteriores, como cuando el megalómano Lord Asriel y su ilimitada soberbia se ponen al frente de la coalición rebelde de seres terrenales y sobrenaturales contra los ejércitos de ángeles y arcángeles de la Autoridad (qué gran pérdida no haber llegado a ver a Daniel Craig planificando con absoluto aplomo su estrategia contra Dios, o más bien contra el decrépito ángel usurpador que dice serlo y toda su corte de fieles siervientes).

En aplicación de la ley de la oferta y la demanda, la posibilidad de llegar a ver algo de esto en el cine es ahora mismo infinitesimal. Independientemente de las previsibles protestas del fundamentalismo cristiano, el público simplemente no ha congeniado mucho con La brújula dorada; nadie está ahora mismo aporreando las puertas de New Line reclamando una secuela (y a estas alturas, seguramente al otro lado ya nadie piensa en otra cosa que en El Hobbit, la única película que en el fondo querían hacer).

Podría haber sido distinto si la productora no se hubiera acojonado con la mala puntuación que las pruebas con público le daban al desenlace de la novela, “demasiado deprimente y oscuro”. New Line insistió en cambiarlo, Weitz se negó en redondo y al final, como mal menor, accedió a cortarlo y pegarlo al comienzo de la próxima entrega. Catastrófica solución que deja a la película temáticamente coja y estructuralmente mutilada (un capítulo terminando en un absurdo punto y seguido). Sin ese final trágico e inesperado que la empuja al siguiente nivel y tanto desagradó a los primeros espectadores cobayas (un desengaño inesperado y brutal que desdibuja las fronteras inocentes entre el bien y el mal y pone en perspectiva mucho de lo acontecido; para que os hagáis una idea, un final digno de la tercera temporada de Perdidos) La brújula dorada se queda en una aventurilla curiosa por episodios, un poco rara, más ruido que nueces y que se olvida deprisa.

Supongo que los que conocemos la historia la percibimos en nuestra mente engañosamente completa, como hacen los amputados con los miembros fantasma que aún sienten parte del cuerpo; y mientras maldecimos entre dientes tanta idiotez corporativa, nos sentamos pacientemente a esperar el Montaje del Director.

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