lunes, 24 de noviembre de 2008
Autopista al otro barrio
Camino (Javier Fesser, 2008) es una experiencia apabullante, un torbellino de emociones al límite que deja al espectador temblando en estado de shock (aunque no a todos por los mismos motivos). Acotándola por aproximaciones, podría hablarse de una especie de Mar adentro dirigida por Terry Gilliam (aunque sea en casi todo el reverso absoluto de la película de Amenábar)- O quizá se parezca más a una de esas provocaciones de Lars Von Trier sobre santas estúpidas a las que su bondad arroja al abismo, con la diferencia de que aquí la estúpida no es la heroína (Camino, la niña protagonista interpretada por debutante Nerea Camacho, actriz radiante con unos ojos que se comen la pantalla) sino el círculo de fundamentalistas católicos que la cercan y asfixian como los buitres rondan a una gacela herida.
Lo que cuenta es, en principio, un drama tremendo, el caso de una muchacha de 12 años que acaba de empezar a vivir, que cae enferma de improviso y muere de cáncer tras unos pocos meses de agonía y tratamientos inútiles; circunstancia que cualquiera con una fe religiosa más tibia consideraría una tragedia sin sentido, pero no así la exótica rama del cristianismo a la que pertenece su familia, para la que ningún sufrimiento humano cae en saco roto si se puede reciclar como tributo a Dios.
Así que Camino es también un cuento de monstruos, monstruos mucho peores que cualquier lobo feroz o loco de la motosierra: melifluos vampiros psíquicos que se alimentan de la sumisión y el temor, expandiéndose como expertos depredadores entre las víctimas más débiles y propicias, masoquistas que celebran el mundo como un valle de lágrimas, ascéticos puritanos que flagelan el cuerpo y el instinto por indignos y sucios (enmendándole así la plana al creador), que predican el amor a Dios sobre todas las cosas en oposición a cualquier lazo con seres humanos reales y palpables que amenacen su control mental, mientras idolatran como modelos de conducta a la perfecta maruja esclava y al campechano de San José María, amontonando a los pies de sus estatuas riqueza y poder temporal que luego no tienen más remedio que administrar vicariamente.
La idea de que la tortura y muerte de una niña sea un bendición porque así lo ha querido Dios, que bien mirado ha sido escogida para dar ejemplo y testimonio de fe y recompensada con la gloria eterna, se condensa en el slogan promocional de la película ”¿Quieres que rece para que tú también te mueras?”, reducción al absurdo de la grotesca doctrina antivida de estos talibanes católicos (en la que creo que es la primera aparición estelar en el cine del Opus Dei descontando El Código Da Vinci).
Y por la vía del absurdo, y no sólo por los delirios visuales de los sueños (mundanos) y pesadillas (religiosas) de Camino, es por donde esta película aparentemente tan distante termina conectando con la filmografía anterior de Javier Fesser (El milagro de P. Tinto o La gran aventura de Mortadelo y Filemón, historias al igual que ésta sobre un grupo de zumbados atrapados en un mundo propio de lógica intransferible). En este caso no hay rastro de caricatura o trazo grueso en la descripción del Opus Dei o de sus miembros, sino más bien una verdadera curiosidad antropológica por desmenuzar con exactitud sus rituales y conductas, por averiguar que le pasa a esa gente por la cabeza para arruinar así su vida y la de los demás en honor de un ser supremo tan adusto y mezquino, tan ajeno a todo lo humano. La madre de Camino (extraordinaria Carme Elias) no es ninguna fanática cruel sino una pobre mujer escindida entre sus convicciones y sus sentimientos, que hace lo que cree mejor para su hija aunque cada decisión que toma le duela en el alma. El padre (Mariano Venancio, tan distinto aquí de sus papeles de mandamás chiflado en Mortadelo y Filemón y Plutón BRB Nero), comprensivo y cariñoso, el único cómplice de su hija, pero un hombre débil que se desdibuja tras su mujer y sus asesores espirituales, cabeza de familia putativo sin voz ni voto. O la hermana numeraria (Manuela Vallés), llevada a abandonar su vida y el mundo a base de mentiras…
No es que todo sean llantos, hay cantidad de momentos de humor en medio del drama (las charlas de Camino con su amiga la descarada, la clase de teatro, sus aventuras imaginarias...). En realidad, conforme se confirma lo inevitable, lo que iba para tragedia va mudando de género y se transforma en algo parecido a una comedia de los errores que desintegra el asfixiante envoltorio de rigor místico y trascendencia ultraterrena y lo riega de confusión y ridículo. Lo mismo que los ancianos de El milagro de P. Tinto esperaron en vano un hijo durante cuarenta años por culpa de un tonto malentendido en relación al sexo conyugal y a un ejercicio con tirantes, los aplicados siervos de Dios creen que están conquistando un alma, se figuran que están ante una santa anhelante de reunirse en el cielo con Jesús, el hijo de Dios, cuando Camino no es más que una niña enamorada (de Jesús, el hijo de la pastelera) y que sueña hasta el último momento con interpretar a la Cenicienta en la función del barrio (la única Obra que le interesa). Los amigos de la muerte en vida, tan en contacto directo con los misterios sobrenaturales, resultan incapaces de conocer ni comprender el corazón de una niña, no pueden ni imaginar lo lejos que está su universo mental de ellos y sus maquinaciones para construirse una beata. En su mente preadolescente carente de malicia, Camino alcanza un escenario de felicidad cien por cien terrenal y laica, sin ángeles ni espantos, un umbral que ellos jamás podrían traspasar, una clase de milagro que no entenderían aunque les mordiera. La heroína se les escapa intacta entre los dedos y los muy pringados nunca sabrán hasta qué punto han fracasado.
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