Y otro que se va de vacaciones. El martes pasado terminaba la tercera temporada de House con (atención despistados que cuento el final) un tremendo volantazo que se ha llevado por delante a la mitad del reparto: el insoportable genio del diagnóstico se ha quedado sin su equipo de esclavos y esta vez no tiene ninguna pinta de que vayan a volver.
Sabemos que House odia los cambios: la temporada comenzó con la promesa de un cambio total en su vida, aparentemente curado de su cojera, optimista y saltarín (literalmente), para recaer al primer tropiezo en sus viejos hábitos y adicciones, la vicodina, el bastón y la coraza que le protege del mundo y de conectar con los demás a otro nivel que no sea una lucha de ingenios. House, efectivamente, no estaba curado; atrapado de nuevo por el personaje, alcanza su momento más bajo como ser humano, convertido en un capullo antipático e irracional, un miserable incapaz de mover un dedo por evitar el sufrimiento ajeno al que sólo su gracia para el insulto y la fantástica capacidad de Hugh Laurie para transmitir implícitamente el dolor por debajo de los sarcasmos impiden acabar detestando. Como un conductor suicida lanzado al carril contrario esperando que los demás se aparten, son sus amigos Wilson y Cuddy los que tienen que salvarle de la cárcel ante el acoso de un policía vengativo (con grave riesgo de acabar enchironados ellos mismos ante la pasota indiferencia del buen doctor), y su ayudante Chase tiene que evitar que acabe cortando a trozos a una niña por un diagnóstico equivocado (recibiendo en agradecimiento un puñetazo en la cara). Y así una tras otra.
Dicen los que saben de esto que este año los casos clínicos atendidos por el equipo de House se han pasado de fantasiosos e inexactos, cosa que los que no tenemos ni idea de medicina no podemos entrar a valorar ni tampoco termina de importarnos porque cada uno de estos complicadísimos enigmas, llenos de jerga que nos entra por un oido y por otro nos sale, es un globo sonda para explorar la reacción de médicos y enfermos ante la amenaza del dolor y la muerte, los distintos tipos de coraje, la ausencia o no de significado y el consiguiente sentido último de una ética en la que cualquier medio se justifica por el resultado. Así, el arco de la temporada hace crisis con la dimisión del doctor Foreman, el discípulo más aventajado, aterrado de estar convirtiéndose en un monstruo como su jefe, arrastrando en su partida a sus compañeros Chase y Cameron... Todo una cataclismo para el hombre que en su día se emperró en que le volvieran a colocar en su oficina la moqueta manchada de sangre sobre la que le habían disparado, y sin embargo House, para su propia sorpresa, se lo toma con mucha filosofía... Con el feliz desenlace de la rocambolesca historia de sexo vs. amor entre el ladino Chase y la bendita Cameron y la huida de Foreman -el ambicioso profesional hecho a sí mismo- para proteger lo que queda de su humanidad, la evolución de estos personajes a los que a lo largo de tres años hemos visto crecer de meros comparsas a seres complicados con voz propia, cierra su ciclo bastante satisfactoriamente y es buen momento para dejarlos marchar (y quizá hasta de darles sus propios spin-offs: ¿Anatomía de Cameron? ¿Foreman, médico y robacoches?).
La insólita buena disposición de House ante las incertidumbres del inmediato futuro revela a un personaje consciente de haber tocado fondo (que no sólo entiende sino que comparte las razones de Foreman para marcharse: él, menos que nadie, quiere ser House) y que de pronto comprende que el único camino es hacia arriba. La recuperación para la humanidad del doctor House no es cosa de un año ni de dos (su malestar interior, después de todo, es lo que le hace interesante) pero la próxima temporada promete una ligera mejoría en su caso, exasperantemente lenta pero más sólida y permanente que aquel milagroso tratamiento experimental para su pierna que dejó sin tratar la raiz del problema.
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