domingo, 29 de julio de 2007

¡EPA! La película de los Simpson

(atención, destripamos chistes y el final)

Hay un viejo relato de Arthur C. Clarke en el que unos alienígenas visitan la Tierra, desierta y destruida, y el único resto de su cultura que consiguen rescatar son unas películas de Mickey Mouse; sin duda hoy día Clarke habría reemplazado con ventaja al ratón castrato por la familia de Homer Simpson...

En los primeros episodios nos chocaban su piel amarilla, sus ojos bulbosos, sus ocho dedos, sus colores saturados, sus insólito vocabulario (mosquis, multiplícate por cero, creaciones en su mayoría del director de doblaje y voz española de Homer hasta su muerte, Carlos Revilla) y su acritud e insólito realismo en comparación con antepasados como los Picapiedra (al principio nos parecía una serie de imagen real solo accidentalmente animada, cercana a lo que después ha sido El rey de la colina de Mike Judge); el anti Show de Bill Cosby, con un padre estúpido, borracho e iracundo, la madre maruja y neurótica, el monstruito pelo pincho nacido de penalti y repetidamente informado al respecto, la redicha de su hermana, el bebé genio ignorado y el abuelo abandonado en el asilo. Por entonces los dibujos animados estaban asociados inevitablemente al concepto“para críos” y otra cosa era inconcebible; parece mentira, vistos hoy, que estos demonios amarillos causaran semejante escándalo entre los adultos bienpensantes; eran tiempos anteriores a South Park o Padre de Familia, cuando Bart Simpson era el anticristo y Homer el epítome de la destrucción del modelo paterno y la familia tradicional...

Eran también un riesgo controlado para una nueva cadena de televisión, la Fox, que había llegado tarde al reparto del mercado y en 1989 competía agresivamente intentando atraer público con productos diferentes (o simplemente patéticos); un momento de cambio de paradigma, justo antes del cable, lo digital e internet. Con un pie en el mundo clásico de la tele generalista y otro en el fracturado mundo de las audiencias a la carta y el mínimo común denominador, los Simpson eran rebeldes que rompían las reglas y los formatos, se burlaban de las convenciones del medio, de los dibujos animados (Rasca y Pica, serie dentro de la serie mil veces más salvaje que ella), de las telecomedias familiares, de la censura y de las presiones comerciales de la cadena; hablaban de un mundo del que habían mamado y sus burlas, más irónicas que despectivas, no tenían intención de matar al padre sino, como mucho, reirse de él un poco antes de la hora de la cena. Nacidos de la tradición del comic underground, los hijos de Matt Groening y James L. Brooks acabaron paradójicamente convertidos en los últimos clásicos, depositarios de lo mejor de la tradición popular norteamericana a la que aplicaban una mirada postmoderna e irreverente pero casi siempre afectuosa: una escuela de animación, una escuela de comedia y hasta una escuela de cine (ya desde el mismo inicio con sus parodias de Patton, En busca del arca perdida, Frank Capra y un millón de veces Ciudadano Kane).

Dieciocho años y cuatrocientos episodios después, cuando muchos de sus guionistas actuales han crecido viendo la serie, convertida en toda una institución del mainstream de esas que ella solía parodiar, es inevitable que haya perdido frescura y relevancia, que sus aristas se hayan ido suavizando y sea menos sorprendente y más autorreferencial; quizá no termine de explicar el tremendo bache de calidad en años recientes durante los que dolía verla arrastrándose y balbuceando en plena demencia (¡Homer contra el hijo de Frank Grimes! ¡El retorno de las esposas de Las Vegas!), prácticamente suplicando a la Fox que soltara una presa tan rentable y la dejara morir con dignidad (la cadena, en su lugar, escogió matar Futurama, ahora mismo, por cierto, a punto de volver de la tumba). Los Simpson, poco a poco, dejaron de ser cool, internet consensuó que se habían vuelto una mierda y herederos más modernos y energúmenos acudieron presurosos a pescar a unos desertores que ya no volvieron cuando, trabajosamente, se puso otra vez en pie y comenzó a remontar: un episodio decente cada cuatro semanas, luego cada tres…

No creo que el cambio de tendencia coincida por casualidad con la época en la que once de los mejores escritores de la época clásica se sentaron alrededor de una mesa para parir el primer borrador de esta película. Un momento para la recapitulación, de dar un paso atrás para mirar el conjunto y desandar el camino hasta el punto en el que la magia se perdió…

Pero esto es 2007 y no 1992; hace quince años una película de Los Simpson quizá se habría parecido más a Pequeña miss Sunshine, una comedia independiente con muy mala leche sobre una familia que se odia pero que al final se quiere, no a un blockbuster sobre cómo el gobierno de EEUU intenta destruir Springfield. La escala y el género escogidos son un tributo al status actual de Los Simpson y del más reciente cine comercial, una manera de demostrar que “esto es una película y no un episodio alargado”. Como Green Day en su concierto de 3 horas y media en el lago Springfield, los productores quieren complacer a su público…

Por eso mismo no es, ni lo pretende, ni tampoco podía serlo después de dieciocho años de episodios, tan sorprendente, experimental y subversiva como South Park, bigger, longer & uncut… Esa guerra ya la hicieron los Simpson en la tele, forzando los límites del medio hasta consolidar las fronteras de un territorio de su gusto, un lenguaje, estilo y caracteres dentro de los cuales se han movido cómodamente desde entonces. Más que una reinvención de su criatura para el cine, lo que se pedía a Groening y Brooks era un retorno a la forma, una película inteligente, llena de chistes brillantes, bien dirigida y con algo de alma en estos seres de aspecto grotesco que en sus mejores momentos se muestran conmovedoramente humanos.

La película alcanza esas marcas y las sobrepasa sin esfuerzo aparente, como si los malos tiempos jamás hubiesen existido: magníficamente dirigida por David Silverman (director de Monstruos S.A. y veterano de los primeros Simpson), llena de momentos visualmente inspirados de cosecha propia (es decir, evitando, salvo cuando ese es precisamente el chiste, los homenajes o plagios directos tan característicos de los momentos cinematográficos de la serie). El mayor impacto visual de la cinta no son precisamente los genitales de Bart sino haber resistido la tentación de depurar el estilo televisivo, limitándose a ampliar la escala, el movimiento y la fluidez de la cámara… Feos, simples, chillones y orgullosos de ello, el resultado en pantalla grande es glorioso.

Es, además, increíblemente divertida, un chiste cada treinta segundos, casi todos excelentes, varios ya clásicos instantáneos y de toda la gama posible de humores, desde el slapstick a la sátira política, la parodia, el humor negro, el surrealista o el escatológico…También hay, por supuesto, aunque sin afectar a la estructura, numerosos chistes metatextuales, como la queja de Homer por tener que pagar en el cine por ver algo que puede ver por la tele, la cuña televisiva de la Fox, el cartel de “continuará” en mitad de la película, las referencias a éxitos del verano de la competencia (spider-cerdo y harry popoter), los créditos finales…

E hilando los chistes tenemos un clásico argumento estructurado en zigzag al estilo Simpson: una crisis ecológica provocada por la estupidez de Homer y agravada por la intervención del gobierno, que pone a prueba la unión de la familia y sus vínculos con la comunidad en la que viven. ¿Otra aventura en la que Homer tiene que recuperar el respeto y el amor de su mujer y sus hijos después de hacer una locura? Sí, pero esta vez la escala es distinta, la locura es más grave, y el drama doméstico y la crisis ciudadana se integran de una manera tan natural (incluso tan necesaria) que se hace difícil imaginar ahora una historia más apropiada y más cercana al viejo corazón contracultural, ecologista, antiestablishment y un poco hippy de la serie...

Realmente (y ahora sí que entro en terreno de spoilers) la película es un poco más política y menos frívola de lo que aparenta su tono ligero (porque seguramente, al igual que Green Day, Groening y Brooks tampoco quieren que les apedreen por moralistas). En caso de duda, analizar siempre el corto de Rasca y Pica, que invariablemente dará una variante sobre del tema del episodio; en este caso, además de gatos en la luna a los que matan repetidamente, tenemos un presidente criminal, abuso de poder, mentiras del gobierno y ciertas escandalosas maniobras para ocultarlas…

No es otra pulla contra Richard Nixon, némesis personal de Matt Groening; en el mundo real de los Simpson el villano no es realmente el actual presidente de los Estados Unidos -un pelele puesto ahí para hacer el papel de duro, cretino ignorante que proyecta la imagen de un hombre de acción aunque apenas controle el inglés hablado, un presidente tipo Schwartzenneger (y no tipo Rainer McBain Wolfcastle: utilizar al equivalente del austriaco en el mundo de los Simpson sólo habría distraído del verdadero objeto de la burla) sino el avieso y manipulador director de la agencia de protección del medio ambiente (EPA) un multimillonario desaprensivo y borracho de poder (que casualmente fabrica cúpulas y que en inglés interpreta Albert Brooks, habitual estrella invitada a quien se recuerda especialmente por su papel de Hank Scorpio)...


Y al otro lado de la cadena de acontecimientos tenemos al segundo villano de la función: Homer J. Simpson, mal esposo, mal padre y pésimo ciudadano, el típico americano medio (u hombre medio occidental) egoísta, irresponsable y comodón con mentalidad de gorrón, amante de los atajos, que no ve más allá de la próxima rosquilla que se va a comer, uno de los tipos más peligrosos del mundo… Que además trabaja de encargado de la seguridad en una central nuclear siempre al borde del desastre medioambiental, dato en este caso irrelevante porque, cuando finalmente (casi) destruye la ciudad, no es por dormirse durante una fusión del núcleo sino a causa de su propio estilo de vida. Tras condenar a la extinción a su ciudad natal por llegar antes a coger donuts defectuosos (Springfield, ciudad de ubicación incierta que tiene de todo, un superpoblado microcosmos de los Estados Unidos donde celebridades locales como Krusty el payaso son inexplicablemente famosas a nivel nacional), el gran plan de Homer para un caso semejante es huir aún más lejos (él que siempre anda evadiéndose, distraido con cualquier cosa, perdido en sus locuras), hasta Alaska, el último territorio virgen del país ya amenazado por las petroleras (el verdadero gobierno en la sombra), allí donde un depredador irresponsable tiene todavía ocasión de seguir depredando...

El egoísmo de Homer es el nexo de unión entre la crisis colectiva y la doméstica. Es su egoísmo el que desintegra los lazos con su hijo, quien necesita un padre que se preocupe por él y no uno que escurra el bulto a cada instante y le deje sin pantalones; con su esposa, mujer chapada a la antigua, de principios y compasión ilimitada por todo el universo, que no puede creer que su marido llegue a ser tan mezquino, que no sea capaz de entender que no pueden vivir en una burbuja idílica allí en el norte ignorando el destino de sus amigos de Springfield; con su hija la ecologista a quien el núcleo familiar ya no le basta (a punto como estaba de echarse un novio irlandés), que le llama a la cara monstruo y jura que nunca le perdonará...

La antitesis de Homer Simpson es, por supuesto, su vecino Ned Flanders, caritativo y generoso, padre ejemplar y reencarnación del santo Job; pero, lo mismo que Flanders nunca hubiese puesto en peligro la ciudad, tampoco intentaría jamas alguna última locura para salvarla (ni siquiera una fuga como Lenny, Carl o el dr. Hibbert con la ayuda del inesperadamente heróico Cletus). Mientras Flanders es un tipo razonable que se resigna cristianamente a esperar el final, las hazañas descabelladas son también cosa de Homer Simpson, un niño grande capaz de lo peor y lo mejor, un hedonista con una desbordante pasión por la vida que necesita que le expliquen muy despacio cosas como que no hay que frenar la moto cuando se llega al techo, o que es absurdo salvarse uno mismo si no le queda nadie más con quien estar. Es la cadena naturaleza-comunidad-familia-individuo que Homer tiene que recomponer con la ayuda de la chamán pechugona (más contracultural que eso no se puede); el parásito consumista y abúlico es en realidad un héroe de Frank Capra en estado latente, que sólo necesita una idea clara y una meta aparte de la de llenarse el buche para transformarse en el sujeto más hiperactivo y asombroso del mundo, un temerario y quijotesco aventurero al que ni todos los golpes del mundo apartarán de su objetivo. Pero antes tendrá que pedir disculpas a su hijo, y éste aceptar que su viejo le quiere pero nunca será consecuente porque él es así, defectuoso, genial y contradictorio; y después ya pueden ir juntos a frustrar los maléficos planes del gobierno, que es algo que siempre estrecha mucho los lazos paternofiliales...

Y es ridículamente emocionante cuando juntos saltan en moto la garganta de Springfield, quince años después de que Homer se escoñara allí mismo con un monopatín para demostrar a su hijo qué se sentía al preocuparse por un familiar irresponsable (sobre todo por la manera en que no acaba igual): en esta serie permanentemente inmóvil donde el paso del tiempo apenas deja huella, cualquiera juraría que se trata de un momento trascendental, de que algo que a partir de entonces tendrá por fuerza que ser diferente; como lo son las últimas escenas de ambos trabajando, o la del paseo romántico bajo los árboles de Homer y Marge, o Lisa yendo a tomar un helado con el chaval que no es hijo de Bono, aguantándose las ganas de correr inmediatamente a limpiar el lago... Promesas de tiempos mejores, aunque los progresos aparentes y las lecciones aprendidas no tiendan a durar mucho en Los Simpson (y sería una lástima perder para siempre al doctor Nick). ¿Cuánto recordarán de todo esto la próxima vez que regresen a la tele?
Porque, para los que nos hemos quedado con las ganas de más Monty Burns, de Krusty, Apu o Willy, hay que recordar que esto no es un final, que todos ellos vuelven en formato de episodio y que Los Simpson, la película, no es más que la mejor aventura de los mamarrachos amarillos en los últimos diez años... de momento.



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