lunes, 16 de julio de 2007

Palíndromos

Pasada la parálisis sanferminera, nuestra pequeña ciudad de provincias levanta la suspensión de actividades y los cines Golem comienzan su habitual ciclo veraniego de películas raras, impresentables o demasiado extranjeras, de esas para las que no ha habido hueco a lo largo del año en la cartelera de la gente normal y de bien. Se agradece la ocasión después de tanta decepcionante superproducción veraniega (¡y solo estamos a mediados de julio!).


Palíndromos, de Todd Solondz (2004)









Todd Solondz, alias la alegría de la huerta

Desde Bienvenidos a la casa de muñecas (1995), Solondz se ha especializado en un tipo de tragicomedia negrísimo, con historias de seres marginales, frikis, inadaptados o directamente sociópatas, personajes esencialmente antipáticos que hasta acaban despertando ternura por las inenarrables humillaciones y desgracias a las que su creador les somete, además de por cierta dignidad absurda con la que, pese a todo, mal que bien, se recomponen para seguir arrastrando su sórdida vida sin esperanza.

No precisamente el tipo de historias que el público esté pidiendo a gritos (en cambio, el año pasado Pequeña Miss Sunshine, ambientada en una especie de versión diluida y digerible del universo de Todd Solondz, pasó arramblando con premios y recaudaciones), lo que puede explicar esos tres años que el director y guionista deja pasar entre película y película y concretamente los tres años de demora para el estreno en España de Palíndromos.

Que es, prácticamente, cine gore emocional de ese que es imposible de recomendar por miedo a que después te partan la cara: ofensiva, escandalosa, terrible, y además muy divertida gracias a la naturalidad distraída con que la heroína, una adolescente de 13 años con nombre capicúa obsesionada con quedarse embarazada, va superando situaciones que a cualquier otra le causarían un trauma de por vida. Y menuda fauna: padres e hijos que definen la felicidad como cosas para tener (muchos bebés para quererlos o dinero de sobra para helados), antiabortistas asesinos, un fantástico grupo musical de huérfanos minusválidos fundamentalistas cristianos, pederastas reincidentes con cargo de conciencia…

A lo que añadir que Aviva, la protagonista, es interpretada en cada episodio por una actriz diferente, desde una chica judía algo pasada de kilos a otra con pinta de animadora, una muchacha negra tremenda de gorda y así hasta séis distintas, para acabar con la misma niñita que aparecía en la primera escena (como un palíndromo que se escribe igual hacia delante que hacia atrás). “Las personas nunca cambian” afirma un personaje que sólo cree en el más ciego determinismo: “no puedes escapar de ti mismo; al final de tu vida acabas siempre siendo el mismo que eras al principio”; quizá una reelaboración más siniestra del viejo tópico de “uno es siempre el niño que fue”, con todas sus luces y sombras: a lo largo de su odisea, la cáscara de la heroína cambia constantemente, reacciona y se adapta gracias a la fuerza que le otorga su ansia primigenia de maternidad; indestructible, de acuerdo, pero no por eso menos idiota.

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