Nunca habían estado los créditos tan caros como en la nueva película de Woody Allen. Tras el respiro el clave de comedia ligera de Scoop, el maestro regresa a las sombras de Match Point para su tercer trabajo en Inglaterra, dando un descanso a Scarlett Johanson para fichar a Ewan McGregor y Colin Farrell en la piel de una pareja de hermanos sin un céntimo y urgentemente necesitados de pasta, uno para poner en marcha un nebuloso negocio hotelero con el que mantener el tren de vida de su nueva y fabulosa novia actriz, y el otro simplemente para que no le partan la cara por deudas de juego. La pregunta es, ¿qué están dispuestos a hacer para conseguirlo?
El amor de Woody por el cine negro está ampliamente registrado ya desde su primera película, Toma el dinero y corre, falso documental sobre la penosa carrera de crímenes de un raterillo de poca monta. Cuando en 1989 concibió su primer drama con asesinato, Delitos y Faltas, todo el mundo salió mentando a Dostoiveski, y lo mismo ocurrió con Match Point (y con razón porque las implicaciones morales del crimen sin castigo jugaban un papel fundamental en ambas tramas). Con El sueño de Casandra, en cambio, pese a esas referencias de tragedia griega, no cabe otra que acordarse de Perdición de Billy Wilder (y hasta el ominoso significado premonitorio del título, la pista que adelanta el futuro giro de los acontecimientos, tiene su traducción más popular en forma de cita de Bonnie & Clyde).
Porque esto es puro cine negro, negrísimo, completamente sobrio, sin sombreros, gabardinas ni automáticas pero fiel a las raices morales del género tal como lo abordaron los maestros europeos exiliados en EEUU (además de Wilder pienso en Fritz Lang y sus historias de hombrecillos corrientes arrastrados a un infierno de culpa y terror a partir de un momento inicial de debilidad).
Por eso me ha chocado leer un par de críticas negativas coincidentes (Carlos Boyero en El País, Sergi Sánchez en Fotogramas) hablando de una película sin tensión, con un dilema moral plano y personajes carentes de interés. Discrepo...
Aún solapándose bastante en su temática, El sueño de Casandra me resulta más inquietante, tensa y agobiante que Match Point (tan extrañamente sobrevalorada teniendo en cuenta lo poco que añadía a Delitos y Faltas, salvo la novedad del ambiente inglés y algunos elementos de thriller), y también menos visceral precisamente porque se despoja de tanta novelesca de altos vuelos, de toda esa literatura de psicología criminal para quedarse solo con la sustancia cínica, pedestre y amoral del “si dios no existe, todo está permitido”. Porque, después de todo, solo importa la familia, nos dicen, y el asesinato es un simple tabú sin otro fundamento que unos escrúpulos infantiles que hay que vencer (como para comer pescado crudo), un pequeño esfuerzo extra para mejorar de situación en la vida, lo mismo que hacer un máster o apuntarse a chino.
El elemento distintivo y más terrible de la historia es la absoluta normalidad, e incluso mediocridad de estos hermanos, dos tipos simpáticos de clase trabajadora, buenos chicos con defectos corrientes y ambiciones vulgares, improbables villanos de serie negra empujados a serlo sin aviso ni preparación (aunque no sin valorar primero cuidadosamente sus ventajas e inconvenientes). Ewan McGregor ya tiene poco que demostrar como actor y él es quien lleva la iniciativa pero Colin Farrell no se queda atrás y se luce en su interpretación del más frágil y espeso de los dos (Carlos Boyero lo llama cejijunto y “supuesto alcohólico que se comporta como un anfetamínico”. Él sabrá, que para eso es un experto). En cambio es todo un descubrimiento Hayley Atwell en el papel de la novia actriz de McGregor, un bellezón que había hecho tele y teatro con una tremenda presencia ante la cámara, aunque las mejores frases sean para Tom Wilkinson encarnando al pariente propietario de una cadena de clínicas de estética.
Hay quien ha definido El sueño de Casandra como una comedia negra, quizá al estilo de El quinteto de la muerte; en el cine, efectivamente, buena parte del público se partía de risa con las barbaridades de Wilkinson, ingeniosas, sí, pero que en el fondo no tienen ni puñetera gracia, y menos si vienen envueltas en una banda sonora de Philip Glass. Pero eso es un Woody Allen funcionando al 100% , volcando en este siniestro relato moral todo ese genio que apenas se percibe en algunas de sus más recientes comedias (o libros de relatos), como si las de risa fueran vacaciones del trabajo de verdad con las que airearse y estirar las piernas... Aunque como últimamente este viejo neoyorquino está empeñado en rompernos los esquemas, quien sabe si su próxima peli barcelonesa no le saldrá obra maestra...
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