Las aventuras de Harry Potter habrían hecho una fantástica serie de televisión: siete temporadas, una por libro, con los chavales creciendo a su ritmo, con tiempo para desarrollar y hasta ampliar cada línea argumental y personaje secundario y todos esos divertidos apuntes costumbristas y excéntricas ocurrencias fantásticas que aliviaban la estructura repetitiva de las primeras novelas (tan sujetas al curso escolar y la vida de internado) y esa exasperante lentitud con la que avanzaba la lucha contra el elusivo Señor Tenebroso.
Y quizá aún lo hagan en el futuro para mantener con vida la franquicia, ahora que ya se ve la luz al final del túnel, que J.K. Rowling publica el supuesto final de la saga el próximo 21 de julio (para la traducción al castellano, al menos 6 meses más) y quedan tan solo dos películas por delante. Pero, desde luego, dicha presunta serie televisiva jamás podría contar con semejante selección all-stars de la escena británica (actorazos de la talla de Ralph Fiennes, Gary Oldman, Michael Gambon, Alan Rickman, Maggie Smith, Helena Bonham Carter, Richard Griffiths, Emma Thompson o Brendan Gleeson, algunos aquí prácticamente de extras con frase), ni con un presupuesto comparable para efectos especiales, ni publicidad gratuita en todas las televisiones semanas antes del estreno...
Entre tanto, las películas de Harry Potter, elefantiásicas y descompensadas (y ya van cinco) van cayendo en un misterioso limbo entre el cine real y el audiolibro ilustrado para perezosos, condenadas a tropezar una y otra vez en los mismos errores por culpa de un pecado original básico, haber empezado a adaptar aplicadamente desde el primer tomo (pero cómo esperar a empezar a hacerse de oro en pleno auge de la pottermanía) un denso arco narrativo impuesto desde fuera, cuyo final se ignora (pero que cada vez pinta más negro y menos infantil) y sobre el que las pobres adaptaciones no tienen la menor ocasión de influir. La inevitable condensación de los mamotretos de Rowling, desechando peripecias, tramas secundarias y todo lo que no sea fundamental para contar la aventura concreta (y aun así sin bajar nunca de 2 horas 20) se viene haciendo a ciegas, sin la menor idea de qué elementos (o incluso temas) serán importantes y cuáles no en un plan general que solo existe en la cabeza de la autora, por muy dispuesta que esté ella a ofrecer sugerencias. El pobre adaptador avanza a tientas tratando de abarcar cuanto puede del conjunto, y de ahí estos guiones tan escasos de elegancia, plagados de cabos sueltos, situaciones inexplicables y hordas de personajes esquemáticos, innecesarios o que simplemente están ahí aguardando su turno como el ambiguo profesor Snape de Alan Rickman, amagando constantemente con pasar al centro del relato (como aquel yakuza pequeñito al que un expectante Homer Simpson no quería perder de vista hasta que empezara a repartir leña) y que al menos esta vez tiene oportunidad de lucirse en algo más que en el arte de dar collejas a los alumnos.
Compartiendo esas mismas limitaciones, es difícil decir si Harry Potter y la orden del Fénix es o no una buena película, pero al menos, como película de Harry Potter, es espectacular, emocionante y como poco la segunda mejor de la serie (En el recuerdo El prisionero de Azkaban conserva el primer puesto en agradecimiento a la inteligencia, energía y atención al detalle que le inyectó Alfonso Cuarón en comparación con la blandenguería fofa de las dos primeras dirigidas por Chris Columbus). David Yates, un tipo que básicamente ha dirigido televisión y al que ya le han encargado también la sexta entrega, sigue los pasos de Cuarón en cuanto al empleo de texturas realistas (la ropa que llevan, la música que escuchan) y hasta un par de escenas en localizaciones para hacernos creer en estos magos adolescentes que viven en alguna parte de nuestro mundo aunque después estudien algo apartados. Los elementos fantásticos, por contraste, ganan una cualidad si cabe aún más sobrenatural, destilando alguno de los momentos de mayor belleza de la serie; Yates dirige bien la acción, emplea con talento las elipsis y saca buen partido a la mayor experiencia de sus jóvenes actores, en especial de un Daniel Radcliffe al que le toca crecer a marchas forzadas en una historia en la que, en vez de ser feliz y comer perdices, su personaje recibe más balonazos que el propio Charlie Brown.
En realidad, con aislados destellos de luz y calor tanto más agradecidos en medio de la aspereza del conjunto, La orden del Fénix es hasta el momento la aventura más oscura de Harry Potter; ni en los suburbios de Surrey ni tras los muros de Hogwarts ni en su propia mente encuentra ahora refugio contra el poder ascendente del mal en este mundo imaginario cada vez más empapado de la locura del mundo real (el bando de los magos buenos resulta estar dirigido por un puñado de estúpidos y cobardes que, en lugar de unirse contra el enemigo común, embisten absurdamente contra los suyos); una película sobre el aislamiento, el miedo y sus contrarios, sobre la paranoia, la negación de la evidencia y cómo resistirse a una caza de brujas comandada por el peor de los villanos al que se ha enfrentado el joven Potter, una profesora diminuta de voz ridícula y suaves ademanes llegada para convertir el colegio Hogwarts en un campo de concentración. Como la vida misma.
4 comentarios:
joder que dibujo más bueno
Qué pasa tío. Soy tote. Manda esos dibujos a todos los lados, que al final lo bueno siempre revienta por algún sitio. ¿Qué tal va todo?, escríbenos, hombre...
No sé qué me está gustando más de tu blog, si tu forma de dibujar o tu forma de escribir. Buf, que infravalorado has estado. Nos vemos en Los Simpson
Elvira.
Gracias, chicos... ¡Veremos si os sigue gustando cuando lo ponga de pago!
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