En 1988 Bruce Willis se revelaba al mundo como un auténtico especialista en encajar hostias demostrando que era posible saltar de la tele al cine sin romperse: La jungla de cristal de John McTiernan le rescataba del abismo de las comedias románticas y los ceniceros lanzados a la cabeza por Cybill Shepherd en Luz de Luna, abriéndole un espléndido porvenir como héroe de acción y de lo que no era acción. El gran halcón, La muerte os sienta tan bien, Ni un pelo de tonto, Pulp Fiction, Doce monos, El quinto elemento, Armageddon, El sexto sentido, El protegido, Sin City…
Pocas estrellas de su generación tendrán una carrera con semejante mezcla de obras maestras y apabullantes bodrios como la de Willis, quien parece escoger sus papeles al estilo kamikaze, sin tener en cuenta su longitud o los posibles daños colaterales para su imagen. El tío es que se apunta a un bombardeo, el año que viene tiene ya apalabrados dos o tres rodajes (una comedia, un thriller y una de guerra con Oliver Stone) y, en definitiva, que su caso no tiene nada que ver con el de Stallone o Harrison Ford, dos que por uno u otro motivo necesitaban a gritos el retorno al pasado… ¿A qué entonces, a estas alturas, una Jungla 4? Por la pasta, habrá que suponer, camiones y camiones de pasta, pero también, seguramente, para comprobar si aún podía hacerlo…
John McClane, el protagonista de La jungla, solía ser un poli corriente de Nueva York con tendencia a encontrarse en el lugar y el momento equivocados. Aún más importante, era también una versión reforzada antichoque del Bruce Willis de la tele que nos llegó instalado por defecto, aquel chistoso insolente David Addison de Luz de Luna. Y Willis, por supuesto, se mete de nuevo en su piel sin ningún problema, con él no hay chistes de viejos que valgan: se rapa la cabeza, practica un poco lo de mirar de medio lado y ya está en forma y listo para el papel. Si tan solo todo lo demás estuviera a su altura...
La Jungla 4.0, supuesta actualización de la serie para el siglo XXI, no pasa de película muy menor de serie B, entretenidilla, con algún buen golpe pero ninguno memorable, un conjunto hecho de retales, tosco y sin chispa. Le da una nueva capa de pintura el modernillo Len Wiseman, de quien no tengo el gusto de haber visto su serie de Underworld, otro director efectista que rueda muy bien composiciones de edificios monumentales con fotografía quemada, pero en cambio se siente perdido frente a dos tíos hablando en un despacho, y que no le llega ni a la suela del zapato a John McTiernan (La caza del Octubre Rojo, Depredador, Los últimos días del edén), quien se encargó de la primera y la tercera.
Esta presuntamente supervitaminada y remineralizada secuela padece un claro caso de síndrome de la vía romana(®) (por eso de que todos los caminos llevan a Roma), un mal que se ceba especialmente con los thrillers y las pelis de acción construidos sobre grandes ideas: no importa lo deslumbrante que parezca la premisa de partida (el pitch o concepto reducible a tres palabras con el que el proyecto consigue luz verde del estudio), al poco rato el impulso excéntrico del arranque se acabará agotando, la historia será capturada por la inmensa fuerza gravitatoria de todos los topicazos del género, y terminará aterrizando en terreno familiar convertida en una peli que ya has visto un millón de veces.
Así, la premisa de un John McClane analógico enfrentado a las nuevas amenazas del mundo digital se convierte muy pronto en McClane corriendo para escapar de unos efectos digitales que imitan a los analógicos, espectaculares, sí, pero tan sobrados que a ratos parecen ya dibujos animados (las simples peleas cuerpo a cuerpo, en cambio, resultan más creibles y mucho más emocionantes). La mezcla de thriller de alta tecnología con el género de acción de los 80 no cuaja porque la gran idea con la que lo venden, el ataque terrorista informático contra las infraestructuras de EEUU que amenaza con “mandarlos a la edad de piedra”, está escrito y contado sin convicción ni imaginación, se le acaba el fuelle a mitad del metraje y encima obliga a ceder protagonismo a unos inermes agentes federales haciéndose cruces ante sus pantallitas de colores a los que uno está deseando perder de vista para volver a McClane y a sus mamporros.
Queda la parte de acción pura y dura, que con mayor derroche de medios cumple con todos los tópicos de la acción de serie B, incluído el impersonal malvado con cara de estreñido (un muñeco de madera cuyo móvil, en el fondo, vuelve a ser una vez más el maldito parné), el emparejamiento con un graciosillo para el choque de personalidades, los familiares tomados como rehenes y hasta el enfrentamiento final en el clásico almacén abandonado… Sin más.
El gracioso es un chaval llamado Justin Long, que interpreta a un hacker en peligro de muerte, y lo hace bien para lo poco que le da para rascar el guión. Maggie Q, famosa estrella del cine asiatico, tiene cuatro frases y una pelea a muerte, y Kevin Smith ofrece una versión parlante de su personaje de Bob el Silencioso que se hace demasiado corta y que da pie a una de las mejores frases de McClane: “como no me cuentes lo que quiero saber, te inflo a hostias en tu propia casa” (no, los chistes tampoco son para tirar cohetes).
Con los años, Bruce Willis se ha ido apartando de los personajes al estilo bocazas McClane para evolucionar hacia un estoicismo zen, una cierta estilización mítica que lo aproxima cada día más al viejo Eastwood (o quizá es que últimamente ha interpretado a demasiados tíos hechos polvo); aún está reciente 16 bloques, de Richard Donner (2006) en la que, bigotudo y envejecido, interpretaba a un poli corrupto, borracho y en las últimas pero con un resto de dignidad suficiente como para jugarse el cuello por un testigo gilipollas al que otros polis aún peores querían dar pasaporte. Sin ser nada del otro mundo (prácticamente un remake de Ruta suicida), aquella sí que era una peli sólida y bien escrita, con personajes interesantes, bien trazados y tensión narrativa de la buena, y una sucesora mucho más digna de la Jungla original que ésta que nos ocupa… Bruce Willis, el actor, no necesita más vehículos estroboscópicos a su servicio, ni nosotros tampoco.
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