Me acuerdo perfectamente del momento en que Alejandro Amenábar me empezó a caer gordo: un domingo por la tarde, abordado por un reportero del viejo
Caiga quien caiga, nuestro segundo director más internacional aprovechaba la ocasión para explicar a todos los espectadores qué es lo que pasa exactamente al final de
Abre los ojos, cortando así ciertas teorías descabelladas que circulaban por ahí...
Creo que no falta haber leído
Obra abierta de Umberto Eco para saber que cuando compras cualquier artículo, está muy feo por parte del fabricante presentarse en tu casa a vigilar si lo usas mal (tanto interés por prohibir posibles usos hace sospechar que algún error de diseño tiene que haber cometido el sujeto).
Un autor que sale a a taponar distintas lecturas, debates y especulaciones, imponiendo por huevos y de motu propio su interpretación autorizada, o es un pequeño fascista manipulador o un ególatra de cuidado. No sé qué es lo que será Matthew Graham, co-creador y co-productor de
Life on Mars (2006), serie de 16 episodios de la BBC que terminé de ver ayer y que me ha tenido desde entonces escuchando sin parar a David Bowie (el título alude a una clásica suya que suena en dos escenas fundamentales en el primer y último capítulo).
Life on Mars cuenta el extraño caso de Sam Tyler (John Simm), un inspector de policía de Manchester que, tras sufrir un accidente en 2006, recobra el conocimiento en 1973 (un tiempo tan diferente al suyo que es como si hubiese aterrizado en otro planeta).
Incrédulo y aturdido, encuentra su propia comisaría ocupada por un hatajo de patanes justicieros con patillas y pantalones de campana, que lo toman por un colega recién transferido y lo ponen a trabajar inmediatamente en un caso (y luego en otro, y otro, empapándose del espíritu de los tiempos con la mejor música de entonces como fondo sonoro); y hace amistades, se gana su respeto, intenta civilizar sus brutales métodos policiales, y todo aquello parece tan real que Tyler empieza a dudar que se trate de verdad una alucinación.
“¿Estoy loco, en coma o he viajado en el tiempo?” es la pregunta que se hace una y otra vez en los títulos de crédito. Para unos, el extraordinario último episodio, 59 angustiosos minutos desbordantes de suspense, emociones, humor y metafísica, responde a esta cuestión de forma tajante. A otros, en cambio, nos parece que de eso nada, que hay cantidad de motivos para buscarle más pies al gato, y así en los foros de internet el debate se extiende páginas y páginas... Un desenlace capaz de tener a su público discutiendo durante semanas sobre el sentido de lo que ha visto sin que nadie se sienta estafado es una hazaña extraordinaria que ni el propio autor del guión, Matthew Graham, lograba echar a perder en una entrevista al día siguiente de la emisión en la que explicaba con total desparpajo qué es lo que pretendía decir...
Graham, como un Amenábar cualquiera, intenta grapar a su trabajo las instrucciones de lectura y aún así sus declaraciones no han zanjado ni mucho menos el tema, entre otras razones porque en la tele funciona la autoría colectiva y su guión quizá pretenda una cosa, pero la puesta en escena, las interpretaciones, la música y los episodios anteriores sugieren muchas otras (y entre tanto, el resto del equipo creativo mantiene un educado silencio).
No digo más, no sea que algún día alguna de nuestras cadenas compre la serie para programarla a la una de la mañana como alternativa a la teletienda. Más probable es, si tiene éxito, que nos acaben plantando el remake americano que prepara David E. Kelley (Allie McBeal, Picket Fences, Chicago Hope, Boston Legal), a quien le ha costado dios y ayuda cuadrar el reparto después de que Simm y Philip Glenister, protagonistas del original, rechazaran su oferta de cruzar el charco y fingir acento yanki. El personaje de Glenister, el inspector jefe Gene Hunt, un auténtico poli antediluviano, lo más opuesto que se pueda imaginar a la sensibilidad políticamente correcta de Sam Tyler (troglodita bocazas, reaccionario, machista y apalizador compulsivo de sospechosos, aunque un tío noble en el fondo) es un papelón que en la tele generalista americana van a tener que coger con pinzas; su alter ego estadounidense ha recaído en el irlandés Colm Meany (Los Commitments, Café irlandés, Con Air), una elección inspirada y el primer rayo de esperanza para un proyecto de clonación que, viniendo de quien viene, no inspira la menor confianza.