miércoles, 22 de agosto de 2007

El relativismo de Bourne

Lo de El ultimátum de Bourne es raro, raro, como el trébol de cuatro hojas de las trilogías: el último capítulo de las aventuras del espía amnésico Jason Bourne cierra brillantemente una saga que ha ido a más en cada entrega. Reconozco que yo he sido un converso tardío, que no me imaginaba a Matt Damon cara de crío como héroe de acción sombrío, y que dejé pasar en cine La identidad y El mito de Bourne hasta que le ví actuar en Los Hermanos Grimm y Syriana.

El ciclo Bourne fue una serie nacida contra corriente: en una época en que los thriller se habían convertido en rehenes de la fantasmada digital, el distanciamiento irónico y/ o el infantilismo adolescente, Doug Liman y Paul Greengrass retomaban el camino del viejo thriller americano de los 70, realista, adulto, complejo, sin tiempo ni ganas de bromas, con colores apagados y rodado cámara en mano, lo elevaban al cuadrado y le aplicaban un montaje hipercinético cien por cien contemporáneo creando un nuevo modelo de thriller para el mundo post 11 S cuya influencia se sospecha en producciones posteriores como Batman Begins o la última aventura de 007, Casino Royale (donde el mito original una vez más demuestra su capacidad de revivir cuando lo daban creativamente por muerto, reabsorbiendo al caudal principal los hallazgos de sus variantes).

Porque, tampoco nos engañemos, esto es cine de palomitas con calidad, no El espía que surgió del frío ni Agenda oculta de Ken Loach: Jason Bourne, agente de la CIA entrenado para ser el asesino perfecto, que habla un ciento de idiomas, predice al milímetro las reacciones de sus enemigos, es capaz de abatir a golpes a seis tíos armados, que queda ileso tras caer con el coche del tejado de un edificio bajito y en general efectúa cualquier tipo de performance o acrobacia imposible que le exija el guión, no deja de ser la subversión naturalista y puesta al día del arquetipo cinematográfico del agente secreto; un superespía invencible con licencia para matar para un mundo más real escaso en glamour, que empieza a desarrollar escrúpulos al actuar al servicio de objetivos cada vez más sucios, que pierde la memoria tras una misión y cuando empieza a recobrarla se siente asqueado de lo que recuerda. Bourne es un personaje de fantasía al servicio de la trama, en el fondo apenas más complejo que los pistoleros de Sergio Leone, y es mayormente mérito de Matt Damon la sensación tridimensional que transmite este superhéroe en apuros convaleciente de espíritu.

Aún así, tiene razón el director Paul Greengrass (Bloody Sunday, United 93) cuando insiste en que estas películas tienen un discurso significativo para el aquí y ahora. No se refiere precisamente a esa supuesta gran revelación que está detrás de la caza del hombre (el MacGuffin de las operaciones secretas de la CIA que los ex-jefes de Bourne están tan ansiosos por enterrar) sino más bien al cambio del paradigma de la desconfianza… Bourne es un hombre solo perseguido por enemigos formidables que disponen de todos los medios, recursos y tecnología del sistema para darle caza, una red de la que incluso para él es prácticamente imposible escapar si no es contraatacando directamente a la cabeza; entre tanto, una tras otra, víctimas inocentes mueren simplemente por cruzarse con una supuesta razón de estado que es solo la coartada de unos jerifaltes corruptos para salvar el culo...

James Bond es el hombre del sistema, la última línea de defensa oficial de occidente para situaciones de vida o muerte en las que definitivamente el fin justifica los medios, el dandy que lleva más de cuarenta años desmantelando una tras otra las más fantásticas y nebulosas amenazas que nos acechan desde el exterior (millonarios megalómanos, supersindicatos del crimen, señores de la droga, comunistas descontrolados); sin ir más lejos, evitar que un par de aviones se estrellen contra las torres gemelas es precisamente el tipo de cosas que lleva haciendo 40 años sin despeinarse (en Muere otro día se menciona de pasada cómo ha cambiado el mundo mientras Pierce Brosnan, también es mala suerte, pasaba 18 meses prisionero en una carcel norcoreana). La realidad se ha instalado en casa de la ficción, se ha quedado con su cepillo de dientes y le ha vaciado el frigorífico, y por eso es por lo que James Bond ha tenido que regenerarse en Daniel Craig para que se le pueda volver a tomar en serio. Pero mientras los enemigos de Bond seguirán siendo metafóricos o pintorescos sustitutos de paja de los reales (porque el hecho de matarlos en la ficción raramente los hace desaparecer en la realidad), los enemigos de Jason Bourne son extremadamente concretos y su amenaza está a la orden del día: quién vigila a los vigilantes.

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